El día primero o la nueva creación

Estos días estamos viviendo la llamada Octava de Pascua, es decir, la primera semana de los cincuenta días del tiempo litúrgico pascual hasta la fiesta de Pentecostés. La Octava de Pascua prolonga durante ocho días la alegría por la victoria de Jesús sobre la muerte y concluye el segundo domingo de Pascua.

 A continuación, siguiendo el capítulo 20 del evangelio de san Juan, vamos a ir recorriendo las vivencias y reacciones de los discípulos de Jesús tras su muerte, el sepulcro vacío y las primeras apariciones por ser las lecturas que corresponden a esta semana tan gozosa. Además, vamos a leer en paralelo algunos pasajes del Cantar de los Cantares porque entre los relatos de apariciones a las mujeres en la mañana de Pascua y el Cantar hay semejanzas sorprendentes.

         La atmósfera acelerada y llena de emociones que envuelve los primeros albores de la mañana de la resurrección de Jesús nos transporta inmediatamente al Cantar de los Cantares: ausencia, búsqueda, encuentros, apresuramiento, llamadas, nombres, imperativos, temor, gozo, perfumes…

            Este capítulo comienza con un complemento circunstancial de tiempo “el primer día de la semana” para señalar el comienzo de un tiempo nuevo, el tiempo de la nueva creación y la Pascua definitiva que sigue inmediatamente a la muerte de Jesús.

            María Magdalena fue la primera en encontrar el «sepulcro vacío » según nos relata el evangelio de Juan. Sin embargo, los evangelios sinópticos no presentan a María Magdalena sola, sino que aparece junto a otras mujeres yendo al sepulcro la mañana del domingo con perfumes para embalsamar el cuerpo de Jesús. Según afirma la teóloga  Carmen Bernabé Ubieta en su artículo «Duelo y género en los relatos de la visita a la tumba«, este relato independiente, que  posteriormente fue incluido en los relatos de la pasión del Señor, está basado en una antigua tradición que se contaba oralmente -de ahí sus variantes- que hablaba de la visita de varias mujeres conocidas a la sepultura de Jesús el primer día de la semana,  al amanecer, con objeto de hacer duelo (no hay que olvidar que en  la Palestina del siglo I,  el duelo y la lamentación era una  tarea propia de las mujeres en casa, en la procesión o en la tumba). Posteriormente, el motivo del duelo sería difuminado y modificado. Las mujeres, mientras hacía lamentación, tuvieron una experiencia reveladora (a través de «unos seres celestiales » o del propio Jesús) por la que supieron que Jesús, el crucificado, había resucitado. Años más tarde, en el evangelio de Juan, escrito en la década de los 90, » las mujeres» quedarán reducidas a una, María Magdalena.

María va “cuando todavía estaba oscuro”;está amaneciendo, pero todavía está el cielo muy oscuro. En el evangelio de Juan, las tinieblas siempre indican la carencia de Cristo, en este caso concreto, reflejan la situación de desamparo y pérdida en que la comunidad se siente por la muerte de Jesús.

            A diferencia de los discípulos, las mujeres, tipificadas en María Magdalena, no se quedan encerradas ante el fracaso del maestro, saben que ellas solas  no van a poder mover la piedra, pero tampoco esto las detiene: se mantienen activas en la medida que les es posible, no entienden lo ocurrido, pero se mueven a impulsos de su amor por Jesús como la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón estaba en vela (…) me levanté y recorrí la ciudad por las calles y plazas buscando al amor de mi alma …”(Cant 5,2; 3,3).

            La reacción de María Magdalena ante lo que ella cree robo del cuerpo de Jesús es de alarma y va corriendo a avisar a los dos discípulos más allegados a Jesús: Pedro y Juan.

         Los dos discípulos salen a la vez. Pedro, a pesar de sus negaciones mantiene su adhesión a Jesús, pero, como diría San Agustín, el más ama más corre: el discípulo que fue testigo de su muerte al pie de la cruz corre más deprisa y llega antes. El que es amigo de Jesús marca el camino. Sin embargo, no entrará en el sepulcro hasta que no haya entrado Pedro: ¿por miedo a entrar solo? Quizás el evangelista a finales del siglo I pretendiese respetar la autoridad representada por Pedro, de ahí que, a continuación, indique que Pedro no se detuvo a mirar, sino que entró directamente y ve lo que el otro había visto desde la puerta: los lienzos y el sudario. Más adelante, el evangelista pone de nuevo en contraste a los dos discípulos al señalar solamente la fe del segundo: “vio y creyó”.

            Los discípulos se vuelven a casa confundidos. Aún les falta lo más importante: experimentar su presencia viva y la infusión del Espíritu Santo. Sin embargo, “María Magdalena se quedó allí junto al sepulcro llorando” …

         En la escena en que aparece María en búsqueda de Jesús sigue resonando el Cantar de los Cantares: “Lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: ¿Visteis al amor de mi alma?” (Cant 3, 2s), pero al contrario del Cantar no es María la que pregunta a los dos guardias, sino los dos ángeles a María: “Y dícenle ellos: Mujer, ¿por qué lloras? Díceles: porque se llevaron a mi Señor y no sé dónde lo pusieron.” (Jn 20 ,13). Y es entonces cuando el propio Jesús, se le aparecerá, pero solamente lo reconocerá cuando este la llame por su nombre: «María«. Jesús ya había anunciado que sucedería esto: “Y las ovejas oyen su voz, y llama a sus ovejas cada una por su nombre…y las ovejas le siguen porque conocen su voz” (Jn, 10, 4)

            De María Magdalena y del resto de las mujeres de pascua aprendemos que Jesucristo, el que vive, siempre sale al encuentro de los que le buscan.

 Seguidamente, Jesús le dice: «No me toques (no me retengas), que todavía no he subido al Padre”. Este gesto de María respecto a Jesús nos remite nuevamente al Cantar: “Encontré al amor de mi alma: lo agarraré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas” (Cant 3, 4).

            Ya continuación, “Dícele Jesús: Suéltame -que todavía no he subido al Padre- mas ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras.” En esta réplica Jesús llama por primera vez de forma explícita “hermanos” a sus discípulos. Sus amigos son también sus hermanos.

            Es evidente igualmente el paralelismo que se establece entre “casa de la madre” del Cantar /”subir al Padre” (subir a la casa del Padre) del evangelio de San Juan:  una Realidad Última acogedora como las entrañas de una madre nos está esperando y llamando con el deseo ardiente de envolvernos en su infinita misericordia.

         El panorama que describen los evangelios tras la muerte de Jesús es bastante desolador. Reina el FRACASO (la MUERTE de Jesús), la DECEPCIÓN (en los discípulos de Emaús -Lc 24, 13-35-), la CONFUSIÓN (el aparente robo del cuerpo del Señor) y, sobre todo, el MIEDO a los judíos que les lleva a permanecer escondidos dentro de casa con las puertas cerradas.

            Jesús se les aparece y les da dos saludos de PAZ que nos traen a la memoria lo anunciado en la última cena: “Mi paz os dejo mi paz os doy; no como el mundo la da, yo os la doy […]. Oísteis que os dije: me voy, pero volveré a vosotros”. (Jn 14, 27-28)

            Tras el primer saludo les muestra las marcas de las manos y el costado para demostrarles que el que está vivo entre ellos es el mismo que murió en la cruz. El que las marcas de la pasión permanezcan en el cuerpo de Jesús resucitado nos pone en la pista de  que, a partir de ese momento, la cruz (entendida como el amor que se entrega hasta sus últimas consecuencias) y la resurrección siempre van a ir unidas.

            Con el segundo saludo de paz Jesús les indica, ahora sí, la MISIÓN que les espera: “Como me ha enviado el Padre también yo os envío a vosotros”. Será el principio de una larga andadura… Pero antes que la misión en sí misma está LA ALEGRÍA: esa reacción inmediata que les envuelve en presencia del resucitado. Ella será el móvil inicial de la misión. La parábola del tesoro escondido apunta en esta dirección: “Semejante es el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que hallándolo un hombre lo ocultó, yde gozo por el hallazgo, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo”. (Mc 13, 44).

              Jesús los envía no sólo con su paz, también les infunde su aliento de vida, el ESPÍRITU SANTO que será realmente quien les capacitará para la misión. La expresión “sopló sobre ellos” nos traslada irremediablemente al momento decisivo de la Creación:

Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado”. (Gn 2, 7). El primer aliento del Dios creador vivifica el polvo de la tierra en ser animado. El soplo o espíritu de Jesucristo resucitado crea en sus discípulos y futuros seguidores una vida nueva, la nueva condición humana, en definitiva, la nueva humanidad, lo que llamamos “nacer de Dios” (Jn 1,13), “hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12). Y esta Vida, que EL RESUCITADO les comunica, debe producir fruto.

            Finalmente, si recapitulamos las palabras escritas en letras mayúsculas y las agrupamos en dos bloques opuestos comprobamos que la ambientación inicial del capítulo ha cambiado de tonalidad pasando del negro más oscuro al blanco más luminoso:

MUERTE, FRACASO, DECEPCIÓN, CONFUSIÓN, MIEDO.

         Nuevamente este evangelio se vuelve a separar de los sinópticos y relata algo que no recogen los otros: la incredulidad de Tomás, el discípulo ausente que no se fía del testimonio de los demás.

            En realidad, a los discípulos les había pasado algo semejante con respecto al primer testimonio que habían dado algunas mujeres en la primera mañana de Pascua. Se les hacía muy cuesta arriba creer en ellas, de ahí sus miedos y dudas. Tomás no pide más que el resto de los discípulos. Él también quiere comprobarlo personalmente. Y Jesús, que no quiere perder a Tomás, le concede su deseo al tiempo que le reprocha su incredulidad y proclama esta esperanzadora bienaventuranza: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”. Es decir, ¡nosotros! ¡Toda una inyección de ánimo y de reconocimiento para todos los que no hemos tenido la oportunidad de ver y tocar a Jesús y, sin embargo, creemos en él!

            La respuesta de Tomás es tan rotunda como su incredulidad anterior: “Señor mío y Dios mío”. Al tiempo que le declara su total adhesión, reconoce por primera vez que Jesús es Dios: Tomás llama “Dios mío” a Jesús. Esta declaración en boca de Tomás, un judío que tiene por Dios a Yahvé, llamando “Dios mío” a Jesús  es una auténtica confesión de fe y de reconocimiento de la divinidad de Jesús.

            El final de este capítulo es esperanzador y luminoso: “para que creyendo tengáis vida en nombre suyo”.  En esta encrucijada de creer o no y de transmitir la fe o no hacerlo está en juego la vida con mayúsculas, la vida del que da testimonio y la vida de los que le están escuchando.

            ¡Ojalá que nosotros también podamos exclamar: ¡hemos visto al Señor! y salgamos corriendo a anunciarlo con la seguridad de que él irá siempre delante en nuestras galileas diarias!

            ¡Que esta Pascua la vivamos con el gozo y la alegría de Jesús resucitado!

Julia López Lasala

FUENTES:

  • Segundino Castro Sánchez, Evangelio de Juan, Madrid, Universidad Pontificia de      Comillas- Desclée de Brouwer, 2001.
  • J. Mateos-J.Barreto, El Evangelio de Juan, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982.
  • Dolores Aleixandre, Bautizados con fuego, Santander, Sal Terrae, 1997.
  • Carmen Bernabé Ubieta, «Duelo y género en los relatos de la visita a la tumba«, Carlos Gil (eds.).

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