Domingo de la Ascensión del Señor

Mientras contemplamos el Cielo, donde Cristo ha ascendido y se sienta a la derecha del Padre, pidamos a María, Reina del Cielo, que nos ayude a ser en el mundo testigos valientes del Resucitado en las situaciones concretas de la vida (Papa Francisco).

En su misterio de la Ascensión, Jesús nos pone ante un horizonte de esperanza. Él es el amigo que nunca nos abandona; va delante abriéndonos caminos. No vivimos en una sociedad que haga fácil el testimonio de fe, pero sigue siendo, el nuestro, un mundo en el que todos siguen buscando un sentido a sus vidas. Con la certeza de su presencia amorosa nos animamos a cosas grandes. Esta experiencia es tan consoladora que Jesús nos invita a compartirla con todo el mundo. Jesús nos empuja a salir para transmitir, a todos, la frescura y novedad del Evangelio. La Iglesia de nuestra generación toma el relevo de la misión de los Apóstoles. Hay muchas personas que están esperando que hablemos bien de Dios.

Nos ponemos en camino. Tú, Espíritu Santo, vienes con nosotros.

Sólo el amor de Jesús, del que está lleno el Evangelio, es digno de ser una propuesta de fe libre para el ser humano. Cuando creemos y somos bautizados, ponemos en el centro a la persona misma de Jesús y comienza el camino de la fe como un diálogo de amistad con él, como una esperanza a la que nos llama. El Evangelio de Jesús, oferta de Dios a los hombres, tiene tal fuerza salvadora que, con él en las entrañas, todo comienza de nuevo. El Evangelio toca el corazón, viene acompañado de la alegría, desborda las expectativas de vida, salva de la soledad de no amar ni ser amados.

Tu palabra, Jesús, nos crea.

El triunfo de Jesús es el nuestro. Sus señales son las nuestras. Su manera de vivir es la nuestra. Así se humaniza el mundo. Nuestro tiempo necesita ver en nosotros el triunfo de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio. Alcanzados por la vida de Jesús, salimos a los caminos aportando nuevas respuestas para los nuevos problemas; promovemos la cultura de la vida, especialmente allí donde la dignidad humana está más escondida. La esperanza sólo se mantiene viva cuando nos lleva a la acción.

Danos tu Espíritu, Jesús, para vivir una fe acompañada por las señales de tu amor.

Los orantes nos vestimos de fiesta para celebrar, con la Iglesia, el triunfo de Jesús, su Ascensión a los cielos. Con la presencia del Espíritu, estrenamos nuestra risa abierta para continuar viviendo y anunciando el Evangelio. Miramos al cielo y miramos a la tierra. No hay comunión más amable que la de Jesús con el Padre en el Espíritu. Esta comunión es nuestro hogar, nuestra fuerza, nuestra meta; en ella se renueva el sentido de nuestra vida. Esta comunión alienta nuestro caminar y nos espera; la oración bebe de esa fuente. María viene con nosotros; san José nos acompaña; nos dan la mano y no la sueltan. Son nuestra esperanza para ver la realidad con la luz de Jesús resucitado.

Madre de los creyentes, danos tu confianza, danos tu fe. 

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