Domingo décimo tercero del tiempo ordinario

La gente tenía los ojos fijos en Él, y Él tenía los ojos fijos en la gente (Papa Francisco).

Orar es pasar a la otra orilla, donde está Jesús. Este camino lo enseña el Espíritu. Jesús, junto al lago, se ofrece como respuesta infinita a la sed infinita que el ser humano lleva dentro; su poder llega a lo más hondo de la vida y de la muerte. 

Estar contigo, Señor, es nuestro gran deseo. Curarnos es tu gran deseo.   

El amor enseña caminos nuevos: un jefe de la sinagoga se acerca a Jesús, se echa a sus pies, no sufre la espera, adelanta la hora con su fe. La oración, con el corazón inquieto, ronda a Jesús; está en juego curar la vida herida. Jesús ve este deseo hondo, que atisba el encuentro. 

Ven, Espíritu, haznos percibir el paso de Jesús.

Esta oración es un grito, busca un contacto sanador con Jesús. No hay tiempo que perder. La vida está en peligro. ¡Que hablen las manos de Jesús, que sanen! ¡Que toquen, con poder y ternura, la muerte y llenen de vida sus socavones!

Ven, Jesús, toca nuestra vida muerta, resucítala.  

Jesús, el compasivo, se pone en camino. Caminar con Jesús, llevándole en la memoria y en el corazón, es necesario para aprender a confiar. La fe prepara el corazón para recibir la vida de quien es tan amigo de dar. 

Jesús, enséñanos a tenerte a ti como definitiva respuesta. 

La oración se alimenta de la fe, y la fe pide contenido. Los ruidos de la muerte son un estruendo, los vientos son contrarios, pero Jesús pide confianza. Donde Jesús está, la muerte no es el final del camino, es una puerta a la vida. 

Jesús, acalla nuestros ruidos para oír en el silencio tu música callada.

Jesús levanta nuestra débil esperanza, tan aplastada. Toma nuestra mano, desvalida, y la fortalece. Así cura nuestras heridas secretas. Levántate, nos dice. Su abrazo nos anima. Saca las sombras de nuestro interior, aleja de nosotros la indiferencia, nos convoca al encuentro con él. Todos los bienes nos vienen de él. 

Qué bien se está, Jesús, cuando se está contigo (Beta María Felicia, Chiquitunga). 

La vida nueva es la alegría de Jesús. El fruto del encuentro con él es cantar y caminar con la vida levantada, esperando contra todo desespero, sin miedo a la muerte. Quien vive así es signo del compromiso de Dios con la realidad humana, es testigo de la belleza de Dios y de la completa felicidad que nos espera. 

Jesús, tú eres nuestro mayor motivo para amanecer cada día y trabajar por el Reino.

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