La Palabra de hoy nos recuerda una verdad importante: con Cristo nunca hay caminos cerrados. Por más que hayamos errado en la vida o pasado de largo en las situaciones, Él siempre ofrece un camino de salida, sin dejar de reconocer y asumir nuestra verdad.
El amor de Cristo nos introduce en su intimidad, pero nos lanza siempre a la misión. No se trata de una relación intimista y falsamente confortable, sino de un amor probado, de obras, que se demuestra más en los hechos que en las palabras. Amor en verdad. Amor que libera. Amor que transforma.
Abrimos nuestros corazones a la palabra, que hoy nuevamente se nos regala como reto y bendición.
Del Evangelio de san Juan 21,1-19
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».
Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».
Ellos contestaron:
«No».
Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice
«Vamos, almorzad».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».
Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».
Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez:
«¿Me quieres?»
Y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».
El camino del discipulado no es fácil, nunca lo ha sido. Acoger en el corazón la propuesta del Señor, hacerla vida más allá de un primer entusiasmo que se desinfla, permanecer en la prueba, en la contrariedad, es de valientes. Y nosotros sabemos bien lo que damos de sí en los momentos difíciles; como los discípulos, que se conocieron a ellos mismos en el momento de la Pasión abandonando al Maestro. Pero Cristo cuenta con ello y vuelve a salir a nuestro encuentro.
Insistentemente, machaconamente, como una música de fondo que se nos mete en el corazón y no deja de acunarnos, la palabra de Cristo Resucitado hoy nos interpela con expresiones claras y directas: «¿Me amas?», «¿Me quieres?» Nuestra respuesta no es ya la de un entusiasmo primerizo que se pone en camino con otros sin sopesar dificultades y riesgos. No. Nuestra respuesta -como la de Pedro- es ya en voz baja, en susurro pero firme; aquella que conoce lo poco que somos sin la presencia del Señor, pero aquella que sabe que con su Amor, somos fuertes y auténticos.
«Señor, Tú lo sabes todo. En verdad, te quiero». Y el Resucitado sonríe; me sonríe, y sabe que no se equivocaba al llamarme con el barro que soy, y con el fuego de Su presencia que inunda mi corazón. Señor, heme aquí. Dispón de mí.
Como a Pedro, Señor,
Tú me sigues llamando y confiando en mí.A cada una de mis perezas y negligencias,
te me acercas con palabras de amor.A cada una de mis traiciones y olvidos
me insistes con la fuerza de tu amor
y me lanzas a la misión.¿Adónde iré, Señor, si no es hacia Ti?
Tus palabras son las únicas que me pueden sacar de mi culpabilidad
y llevarme al verdadero arrepentimiento.
Tú opción insistente por mí
es lo único que me hace de verdad quererme
y aceptarme tal y como soy.Y en la intimidad del corazón,
también hoy yo me siento empujado
a exclamar junto a Pedro:
«Señor, Tú conoces todo.
Tú sabes que te quiero»Ahí comienza el milagro.
Ahí la liberación.Ana María Díaz, cm