YO SOY EL CAMINO
Para la mayoría de nuestros contemporáneos la fiesta de Todos los Santos es la conmemoración de sus difuntos: el día en que nuestros corazones recuerdan a los rostros conocidos y amados, que no son tan sólo unos nombres grabados en las lápidas de un cementerio adonde vamos a poner unos crisantemos y a balbucir una oración.
Esta fiesta no es la fiesta de los «muertos», la de nuestros «queridos difuntos», sino la fiesta de los vivos. No es un día de tristeza, sino de inmensa esperanza…
A mí me gusta pasear, bajo el sol blanco del otoño, por ese cementerio convertido en alfombra de flores en el que descansan familiares y amigos, donde los altos árboles de las avenidas han adoptado tonos multicolores que hacen pensar… que nuestra humanidad es como un árbol inmenso que surge de las profundidades de la tierra o del mar para alzar su copa dorada hasta la luz. Alquimia misteriosa de un ser vivo que extrae su vida a la vez del humus de la tierra y de la luz del sol…
Del mismo modo, la Iglesia no sería Pueblo de Dios si no hundiese sus raíces en el espesor carnal de lo humano y se irguiese a la vez frondosa y pujante en la luz del cielo. Celebrar a los santos y a nuestros difuntos ¿no es recordar esos mil y un rostros a los que el amor ha transfigurado?
Sin el culto a los santos y la celebración de nuestros difuntos, nuestra tierra no sería más que un planeta solitario sin esperanza ni horizontes. Existen, sí, esas grandes figuras luminosas, fuera de serie, que el Espíritu ha suscitado y sigue suscitando para alumbrarnos el camino; padres e hijos, hermanos y hermanas, amigos y vecinos… que han sido testigos para nosotros, rostros de la Ternura creadora de Dios.