Isabel de la Trinidad, Laudem gloriae
Nos miramos, nos confrontamos con una mujer, que captó tan profundamente su vocación a la alabanza, que se entendió desde la alabanza hasta encontrar en ella su nuevo nombre: Laudem Gloriae.
“Mi mayor sueño consiste en ser la alabanza de su gloria. Esto lo he leído en san Pablo (Ef 1,12) y mi Esposo me ha hecho comprender que ésa es mi vocación aquí en el destierro mientras espero ir a cantar el Sanctus eterno en la ciudad de los santos” (Isabel de la Trinidad, c 256).
¿Nos atreveremos nosotros a decir esto?
“Creo que he encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios es mi alma. El día que comprendí esto, todo se iluminó en mi interior, y querría contar muy bajito este secreto a todos los que amo para que también ellos se unan a Dios a través de todas las cosas y se haga realidad esta oración de Cristo: ¡Padre, que sean completamente uno!” (C 122).
¿Es esta nuestra experiencia?
“Seamos, en el cielo de nuestra alma, alabanzas de gloria a la Santísima Trinidad y alabanzas de amor a nuestra Madre Inmaculada. Un día, el velo caerá y seremos introducidas en los atrios eternos, y allí cantaremos en el seno del Amor infinito. Y Dios nos dará el nombre nuevo prometido al vencedor (Ap 2,17). ¿Qué nombre será ése? Laudem gloriae” (CF 44).
¿Tenemos vocación de este nombre que Dios nos tiene preparado?
Cinco pinceladas:
“Una Alabanza de gloria es un alma que mora en Dios, que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en la dulzura del amor; que le ama independientemente de sus dones y le amaría aunque nada hubiese recibido de Él; que sólo desea el bien del Objeto amado”.
Las campanas nos convocan a la fiesta. Somos imagen de la Trinidad. Somos casa de Dios. Nuestra finalidad es la unión con Dios. Aquí radica nuestra plenitud, perfección, felicidad, dignidad. El reto es recuperar esa imagen, dejar que esa imagen sea nuestra característica por excelencia. De mirarnos en espejos que no nos dicen con verdad quiénes somos, tenemos que pasar a mirarnos en la fuente cristalina para que nos ponga delante los ojos que llevamos en las entrañas dibujados. Porque nuestra interioridad es el lugar de la alabanza. Saber que Dios nos conoce, nos llama, nos salva, “serena mi alma” (C 304). Se trata de regresar al proyecto originario de Dios sobre nosotros. Cuando miramos a los seres humanos a la luz de la fe, todos adquieren una dignidad única. “Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz” (Lumen Fidei, 57).
“Una Alabanza de gloria es un alma silenciosa que permanece como una lira bajo el toque misterioso del Espíritu Santo para que produzca en ella armonías divinas. El alma sabe que el sufrimiento es una cuerda que produce los más dulces sonidos. Por eso desea tenerla en su instrumento para conmover más tiernamente el Corazón de su Dios”.
El que ama se olvida de sí para tener presente a quien ama. El verdadero amor de la persona es el olvido de sí. “No buscarse nunca a sí mismo, no reservar nada para sí, sino darlo todo a la persona amada” (CF 10). Más que hacernos, la vida consiste en aprender a recibir. Todo hecho con suavidad y sencillez, en silencio y soledad, en unidad interior. “Lloro porque tú le has sacado a mi viejo violín unas músicas nuevas, que yo nunca había escuchado”, así le dijo un músico callejero a Sarasate, cuando este, después de un concierto memorable, le pidió su viejo violín para seguir tocando en la calle.
“Pero, ¿cómo desear y querer efectivamente el bien de Dios? Cumpliendo su voluntad pues ella dirige todas las cosas a su mayor gloria. Por lo tanto, esta alma debe entregarse tan plena y ciegamente al cumplimiento de esa voluntad divina que no pueda querer sino lo que Dios quiera”.
Para poder alabar a Dios hay que seguir las huellas de Jesús, hay que vivir el Evangelio, hay que decir con María: “Aquí estoy”. “Vivir según Jesucristo me parece que quiere decir salir de uno mismo, olvidarse de sí, renunciar a uno mismo, para introducirnos más profundamente en Él a cada momento que pase; tan profundamente, que nos enraicemos en Él y que ante cualquier acontecimiento o ante cualquier cosa que nos suceda podamos lanzar este hermoso reto: ¿Quién podrá apartarme del amor de Cristo? (UE 33).
“Una Alabanza de gloria es un alma que contempla permanentemente a Dios en la fe y en la simplicidad. Es un reflejo del Ser de Dios. Es como un abismo sin fondo donde El puede entrar y expansionarse. Es también como un cristal, a través del cual, Dios puede irradiar y contemplar sus propias perfecciones y su propio resplandor. Un alma que permite de este modo al Ser divino satisfacer en ella su necesidad de comunicar todo cuanto Él es y todo cuanto posee, es realmente la alabanza de gloria de todos sus dones”.
Con la mirada de fe en Dios, que se expresa en la alegría. La fe nos (sirve de) da pies para ir a Dios. La fe nos mantiene firmes ante Dios. La fe nos hace reconocer el amor grande que Dios nos tiene. “Tocar con el corazón, eso es creer” (Lumen Fidei, 31). La alabanza se enciende cuando somos tocados en el corazón, cuando acogemos dentro la presencia interior del Amado. Cuando hacemos de la vida un camino de miradas, permitimos que Dios se comunique a nosotros y se diga a los demás en nosotros.
“Una Alabanza de gloria es, en fin, un ser que vive en estado permanente de acción de gracias. Todos sus actos, movimientos, pensamientos y aspiraciones, al mismo tiempo que la arraigan más profundamente en el amor, son como un eco del Sanctus Eterno”.
La Alabanza de gloria empieza ya a cumplir en el cielo de su alma el oficio que ha de ejercer en la eternidad. Su canto nunca se interrumpe porque vive bajo la acción del Espíritu Santo que actúa en ella. Aunque no tenga siempre conciencia de ello porque la débil naturaleza no le permite permanecer fija en Dios sin distracciones, ella canta y adora constantemente; vive por decirlo así, transformada en alabanza y amor, en un anhelo apasionado por la gloria de su Dios. Nuestra verdad no es el lamento, es el canto. “Todo acabará bien”, es la música que nos enseña el Espíritu.