15. Haz silencio para la Palabra (Camino 15)

«Del silencio brota un glorioso canto de júbilo, lleno de amor y de alegría a su Criador» (Beato Rafael).

Teresa afronta este tema con hondura. No sólo busca el silenciocomo cuna de la Palabra, sino que habla de un silencio más difícil, del que nace la libertad. ¿Cómo puede uno liberarse de la tristeza por la culpa que nos echan encima? «Hay un gran bien en no disculparse, aunque se vean condenadas sin culpa» (C15,1). «Siempre me huelgo yo más que digan de mí lo que no es, que no las verdades» (C 15,3).

Recuerda a Jesús, que en la Pasión callaba (Mt 26,63). El gesto y el rostro de Jesús en silencio profundo le impresionan profundamente. El colmo llega cuando Jesús acepta que sea un ladrón quien tome la palabra por El (Cf. C 15, 1-6). Y ora: «Oh Señor mío cuando pienso por qué de maneras padecisteis y cómo por ninguna lo merecíais no sé qué me diga de mí, ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo» (C 15,5).

Teresa prefiere las virtudes grandes a las grandes penitencias. «En demasiadas penitencias ya sabéis que os voy a la mano» (C 15,3). Prefiere las «virtudes interiores, que no quitan las fuerzas del cuerpo… sino que fortalecen las del alma» (C 15,3).

El aprendizaje del silencio es una de esas virtudes grandes, «¿Qué pensamos sacar de contentar a las criaturas? ¿Qué nos va en ser muy culpadas de todas ellas, si delante del Señor estamos sin culpa?» (C 15,6). No podemos caer bien a todos. «Lo que la gente opine de ti es un problema suyo, no tuyo» (Kübler Ross).

Por el silencio «se comienza a ganar en libertad, y no se nos da más que digan mal que bien, antes parece que es negocio ajeno; y es como cuando están hablando dos personas, y como no es con nosotras mismas, estamos descuidadas de la respuesta» (C15,6)


La pequeña parábola del silencio

«¿Qué aprendes en tu vida de silencio?». Preguntó el caminante a un monje. El monje, que en aquel momento estaba sacando agua de un pozo, le respondió: «Mira al fondo del pozo. ¿Qué ves?». El caminante obedeció la propuesta del solitario, y se asomó curioso al brocal del pozo. Después de observar bien respondió: «Sólo veo un poco de agua revuelta».

«Detente un instante en tu camino, hermano, -le dijo el monje- contempla silencioso y sereno el cielo y las montañas que rodean nuestro monasterio, y espera… «.

Tanto el monje como el caminante se entretuvieron contemplando en silencio durante un tiempo, que no se hizo largo, la belleza deslumbrante del entorno. El sol levante destacaba el perfil de las montañas en el fondo azul intenso del cielo. «Hermano… vuelve ahora a mirar el pozo y dime: Qué ves?». «Ahora veo mi rostro reflejado en el espejo que me ofrece la serenidad del agua», contestó el caminante. «Esto es, hermano, lo que yo aprendo en mi vida de silencio. Comencé reconociendo mi rostro reflejado en las aguas remansadas del pozo cada vez que me acercaba para llenar mi cántaro de agua. Después, poco a poco, fui descubriendo lo que hay más abajo de la superficie, hasta llegaba a entrever las pequeñas hiervas que crecen junto a las paredes excavadas al construir el pozo. Y en los días en los que la orientación de la luz del sol me lo permitía, y el agua estaba especialmente cristalina, llegué a ver las piedras del fondo y hasta los restos de un cántaro roto y olvidado que había caído hace años y quedó allí.

Me preguntabas qué aprendía en el silencio. Esta es mi respuesta: quiero descubrir la profundidad de mi alma, el rincón más hondo de mi corazón, y de mi propia vida. Vine al monasterio buscando a Dios, porque sabía que Él me envolvía con su presencia. Y cada vez voy comprobando con más claridad que Dios también está en lo más profundo del pozo, como alma que da sentido y color, luz y vida a todo aquel que se asoma al interior del propio pozo con el deseo de buscarlo».

Quizás esta sencilla parábola puede ayudarnos a descubrir el sentido que tienen nuestros primeros pasos en estos días de oración y silencio que vamos a compartir y más concretamente el día de desierto con el que lo estamos iniciando: descansar un poco en este lugar tranquilo, a la espera de que se serenen las aguas revueltas y cansadas del pozo del corazón. Y después mirar de encontrar el propio rostro reflejado en ellas. Reconoceremos nuestro rostro y nos encontraremos con el rostro de las hermanas y hermanos que comparten, en el amor, nuestro camino.

En este momento bastará con que seamos capaces de conseguir que las aguas del pozo de nuestra alma se serenen. Llegamos con el rostro iluminado por el gozo de la pascua, todavía resuenan los ecos de Pentecostés, y será reconfortante para ti el descubrimiento de la luz pascual proyectada en tu propia vida. Nos proponemos vivir en la paz y en la fuerza de Cristo Resucitado. Él iluminará nuestro camino. Él nos dará su paz. Será una experiencia oracional y fraterna. Todos viviremos en este camino de desierto con el deseo de que todo nazca de la claridad sincera de una decidida opción por Jesús.

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