«Hasta la noche más oscura, tiene un final luminoso» (De un sabio persa)
Teresa plantea el tema no entre acción y contemplación, sino entre orantes contemplativas y orantes en servicio activo. Se coloca a favor de los contemplativos. Suelen ser los peor comprendidos. «Creo piensan los de la vida activa –por un poquito que ven regalados a los contemplativos- que no hay más que aquello» (C 18,3). Se equivocan.
La oración y la contemplación son un alto servicio de Iglesia. «Que son incomparables los trabajos que Dios da a los contemplativos» (C 18,1). Por eso, a quienes introduce en las altas formas de la oración cristiana, «lo primero que hace el Señor es ponerles ánimo», porque enseguida va a darles cruz. La montaña de la contemplación es Tabor y Calvario, bienaventuranza y cruz. Dios les da «vino, par que emborrachados, no entiendan lo que pasa y lo puedan sufrir» (C 18,2).
Los contemplativos son como alféreces a lo divino. «En las batallas, el alférez no pelea… pero trabaja más que todos… como lleva la bandera, no se puede defender… Aunque le hagan pedazos, no la ha de dejar de las manos» (C 18,5). «Ha de sufrir cuantos golpes le dieren, sin dar ninguno»; «su oficio es padecer por Cristo, llevar en alto la cruz, no la dejar de las manos por peligros en que se vea» (C 18,5). «Todos los ojos están clavados en él» (C 18,6).
Dios «para pagarnos es tan mirado» , que no hayáis miedo que un alzar de ojos… deje sin paga «(C 23.3). Lo más importante son las virtudes que deja en nosotros: alegría en el servicio, humildad, mortificación, obediencia, disponibilidad, y sumisión al plan de Dios. Son de menos valor los juegos de luces que acompañan a la oración del contemplativo: Los gustos, los arrobamientos, visiones y mercedes similares (C 18,7). Para calibrar la calidad de una vida hay que mirar las virtudes.
El orante no es un traficante de la amistad de Dios. Deja hacer a Dios, le deja ser Dios. «El nos conoce mejor que nosotras mismas». Quien ha entrado por el camino de la oración debe educarse a la disponibilidad, hasta el abandono total. «Mirad que digo que todos lo procuremos, pues no estamos aquí a otra cosa; y no un año ni dos solo, ni aun diez, porque no parezca lo dejamos de cobardes. Es bien que el Señor entienda no queda por nosotras» (C 18,3). Cada vez se implicará más en la vida; tendrá que asumir las responsabilidades y quebrantos de los otros.
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No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se pueden responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de «despilfarro» de energías humanas que serían, según un criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?
Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su «funcionalidad» inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción de Betania: «María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12,3). A Judas, que con el pretexte de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche. Jesús le responde: «Déjala» (Jn 12,7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobre la actualidad de la vida consagrada: ¿No se podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: «Déjala».
A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración «utilitarista», es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida «derramada» sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada.
Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo.
«Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta transformarse totalmente en el Dios-hombre, que es el sumamente Amado» (Vita Consecrata, 104).