«Yo he venido para que tengáis vida, una vida abundante» (Jn 10,10)
Teresa vive en este capítulo un fuerte momento de oración sacerdotal, de los que ha tenido varios en el libro. Antes de dar paso a la plegaria final eucarística recalca que la oración eucarística es interiorizante, y que por ello ofrece una ocasión y toda una pedagogía del recogimiento. La comunión es recepción amorosa de Cristo en la posada interior, y como toda oración de recogimiento contemplativo desarrolla una interior dinámica de unión por amor: gran objetivo de la oración y de la comunión eucarística.
La eucaristía es incentivo del amor. «Es llegarnos al fuego» (C 35,1). Basta «no esconder las manos» (C 35,1), basta «querernos llegar a El, que si el alma está dispuesta -digo que esté con deseo de perder el frío- y se está allí un rato, para muchas horas queda con calor» (C 35,1).
Lo mismo que dice de la comunión lo dice también de la comunión espiritual. «Haced lo mismo, de recogeros después (de la comunión espiritual) en vos, que es mucho lo que así se imprime el amor de este Señor; porque aparejándonos a recibir, jamás deja él de dar, por muchas maneras que no entendemos» (C 35,1).
Invita a ser constantes en esto, a pesar de que pueda ser costoso a los comienzos: «No dejéis este modo: aquí probará el Señor lo que le queréis. Acordaos que hay pocas almas que le acompañen y le sigan en los trabajos; pasemos por El algo, que Su Majestad os lo pagará» (C 35,2).
La comunión eucaristía es una ocasión para educarnos en «acompañar y seguir a Cristo en los trabajos y a querernos estar con El» (C 35,2), «tan amigo de amigos y tan señor de sus siervos» (C 35,2).
Oración sacerdotal de Teresa y del grupo. Brota de la condición bautismal. Toda oración cristiana actúa ese sacerdocio. Teresa convoca al grupo para ser comunidad contemplativa. Para una mujer tan realista como Teresa es imposible concebir la oración o la Eucaristía desconectadas de lo cotidiano de la vida. Por eso, ora por la Iglesia de la tierra, por sus grandes males y necesidades, sus ministros y representantes ante los hombres.
Esta oración va dirigida al Padre del cielo, por Cristo Jesús, en pro de El y por su mediación, a favor de la Iglesia y del mundo. Podemos distinguir cinco puntos:
- Convocación del grupo orante. «Pues alguien ha de haber que hable por Jesús… seamos nosotras, hijas, aunque es atrevimiento, siendo las que somos» (C 35,3).
- Recuerdo de su propia historia y la necesidad de pedir perdón antes de pedir gracias. «Mi Dios, quién pudiera importunaros mucho…; pero por ventura soy yo la que os he enojado de manera que por mis pecados vengan tantos males» (C 35,5).
- Los motivos acuciantes: ante todo, Cristo que «nunca tornó de Sí» (C 35,3), la Iglesia y el mundo entero: «Tan grandísimo mal y desacatos como se hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento entre estos luteranos, deshechas las Iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos» (C 35,3). El, que es «la hermosura y la limpieza… no merece estar adonde hay cosas semejantes» (C 35,4).
- El gran destinatario de la oración: «Padre santo, que estás en los cielos…; no deis fin al mundo, poned remedio a tan gravísimos males, no lo sufráis ya Vos; atajad este fuego; si queréis podéis; no lo hagáis por nosotros; hacedlo por vuestro Hijo. Haced que se sosiegue este mar. Salvadnos, Señor mío, que perecemos…» (C 35,4.5).
- La oblación de valor absoluto. Jesús es el «precioso don». «¿Que he de hacer Criador mío, sino presentaros este Pan sacratísimo y, aunque nos le disteis, tornárosle a dar y suplicaros, por los méritos de vuestro Hijo, me hagáis esta merced, pues por tantas partes lo tiene merecido?» (C 35,5).
Pues, Padre santo que estás en los cielos, ya que lo queréis y lo aceptáis, y claro está no habíais de negar cosa que tan bien nos está a nosotros, alguien ha de haber -como dije al principio4- que hable por vuestro Hijo, pues Él nunca tornó de Sí. Seamos nosotras, hijas, aunque es atrevimiento siendo las que somos; mas confiadas en que nos manda el Señor que pidamos, llegadas a esta obediencias, en nombre del buen Jesús supliquemos a Su Majestad que, pues no le ha quedado por hacer ninguna cosa haciendo a los pecadores tan gran beneficio como éste, que quiera su piedad y se sirva de poner remedio para que no sea tan maltratado. Y que pues su santo Hijo puso tan buen medio para que en sacrificio le podamos ofrecer muchas veces, que valga tan precioso don para que no vaya adelante tan grandísimo mal y desacatos como se hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento entre estos luteranos, deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos. – Pues ¡qué es esto mi Señor y mi Dios! O dad fin al mundo, o poned remedio en tan gravísimos males; que no hay corazón que lo sufra, aun de los que somos ruines. Suplícoos, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos. Atajad este fuego, Señor, que si queréis podéis. Mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominables y sucias; por su hermosura y limpieza, no merece estar en cosa adonde hay cosas semejantes. No lo hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos; hacedlo por vuestro Hijo. Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir: ¿qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale Vuestra Majestad. – ¡Oh mi Dios! ¡Quién pudiera importunaros mucho y haberos servido mucho para poderos pedir tan gran merced en pago de mis servicios, pues no dejáis ninguno sin paga! Mas no lo he hecho, Señor; antes por ventura soy yo la que os he enojado de manera que por mis pecados vengan tantos males. Pues ¿qué he de hacer, Criador mío, sino presentaros este Pan sacratísimo y, aunque nos le disteis, tornárosle a dar y suplicaros, por los méritos de vuestro Hijo, me hagáis esta merced, pues por tantas partes lo tiene merecido? Ya, Señor, ya ¡haced que se sosiegue este mar! No ande siempre en tanta tempestad esta nave dela Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos’ (Camino 35, 3.4.5).