Educadora de la piedad eucarística, Teresa de Jesús, al poner en marcha el nuevo estilo de vida comunitaria en sus Carmelos, pensó atentamente la importancia de la Eucaristía. En el elemental proyecto de vida trazado en las primeras Constituciones del grupo, la misa diaria ocupaba puesto destacado. Se la solemnizaría en los domingos y fiestas.
La Santa se sirve de la petición central del Padrenuestro –»el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, Señor»– para educar a fondo la piedad eucarística de la comunidad y de cada hermana. Las ideas fundamentales que les inculca podrían resumirse así:
a) Teresa propone el tema «joanneo» de que la Eucaristía es el don del Padre, su don por excelencia, que ya no consiste en el maná del desierto, sino en el don de su propio Hijo. Es ese don-persona lo que pedimos al Padre al decirle que nos dé «el pan de cada día». Se lo pedimos para el «hoy» pasajero de la vida presente, y para el inmarcesible «cada día» de la eternidad (C 34, 1-2).
b) La Eucaristía es a la vez la prolongación de la presencia de Cristo entre los hombres. Presencia «velada» de su Humanidad, como la Encarnación fue presencia velada de su divinidad. Nuevo «disfraz» de su Persona gloriosa. Pero en suma cercanía misteriosa. Tan importante y decisiva para el orante, necesitado –según ella– de entrar en la presencia misteriosa del Otro, para activar el trato recíproco de amor. Esa misteriosa presencia de Cristo en el Sacramento es la más excelente plataforma para dar paso a todas las modulaciones de la oración: adorar, pedir, dar gracias…, y especialmente para unirse a Cristo y orar con El y por El al Padre, por la Iglesia (C 34).
c) La Eucaristía es misterio de comunión: principio y germen de unión. La comunión misma es propuesta por Teresa como un proceso de interiorización. Comulgando, interiorizamos al Señor y nos interiorizamos con El. No duda ella en recuperar los términos bíblicos de «templo y posada», para aplicarlos a ese momento terminal del banquete eucarístico en que el Señor se convierte en alimento del comulgante. Para ella, lo más relevante en esa etapa terminal es el hecho de la «unión». Con toda la fuerza que ese término tiene para el místico. La unión es la esencia de la santidad. Así, la Eucaristía es el centro orbital de la santidad del cristiano.
d) A su vez, la Eucaristía es teofánica. Manifestación suma de Cristo y de su amor. En ella se nos da a conocer El de manera especial: «se nos descubre», escribe T. Oculto, pero dispuesto a manifestarse al comulgante según la medida de sus deseos. El Señor tiene mil formas de manifestarse, pero de hecho «se descubre» del todo, sólo «a quien mucho lo desea» (C 34,10.12). Muy en coherencia con la estructura misma del Sacramento-banquete, que requiere hambre espiritual para ser recibido adecuadamente.
e) En la Eucaristía Cristo está sacrificado, para hacernos posible ofrecerlo en sacrificio al Padre. No sólo en la misa. Ni sólo el sacerdote. Sino en cualquier momento y por cualquiera de nosotros, llamados así a ejercer lo sumo del sacerdocio bautismal (C 35).
f) En la Eucaristía, según ella, toca fondo la kénosis de Jesús, en su proceso de abajamiento. En la Eucaristía, él «se disfraza» para hacérsenos más «tratable». Si, tal como está, lo viéramos «glorificado», «no habría sujeto que lo resistiese de nuestro bajo natural, ni habría mundo ni quien quisiese parar en él… Debajo de aquel pan está tratable; porque si el rey se disfraza…» (ib 9).
g) Desde el punto de vista de nuestra oración personal, la comunión eucarística nos ofrece la mejor coyuntura: comulgar es acoger al Señor en la posada del propio ser. Él se deja interiorizar en nosotros, para ahondar nuestra relación con él y facilitar así nuestra oración de recogimiento y de quietud, unificando en él la dispersión de sentidos y potencias.
h) Es también la mejor oportunidad para «darle gracias» y «para negociar», es decir, para presentarle los avatares de nuestra vida y de los hermanos
Tomás Álvarez, Diccionario de Santa Teresa.
Ante la Eucaristía. Gratitud.
¡Oh riqueza de los pobres, y qué admirablemente sabéis sustentar las almas y, sin que vean tan grandes riquezas, poco a poco se las vais mostrando! Cuando yo veo una majestad tan grande disimulada en cosa tan pequeña como es la hostia, es así que a mí me admira sabiduría tan grande, y no sé cómo me da el Señor ánimo ni esfuerzo para llegarme a El.
Si El, que me ha hecho y hace tan grandes mercedes, no me le diese, ni sería posible poderlo disimular, ni dejar de decir a voces tan grandes maravillas.
Pues ¿qué sentirá una miserable como yo, cargada de abominaciones y que con tan poco temor de Dios ha gastado su vida, de verse llegar a este Señor de tan gran majestad cuando quiere que mi alma le vea?
¿Cómo ha de juntar boca que tantas palabras ha hablado contra el mismo Señor, a aquel cuerpo gloriosísimo, lleno de limpieza y de piedad?
Que, por no haberle servido, duele y aflige mucho más al alma el amor que muestra aquel rostro de tanta hermosura, ternura y afabilidad, que temor pone la majestad que ve en él.
Cierto, Señor mío y gloria mía, estoy por decir que, en alguna manera, en estas grandes aflicciones que siente mi alma he hecho algo en vuestro servicio. ¡Ay! que no sé qué me digo…, que casi sin hablar yo, escribo ya esto. Porque me hallo turbada y algo fuera de mí, como he vuelto a traer a mi memoria estas cosas. Bien dijera —si viniera de mí este sentimiento— que había yo hecho algo por vos, Señor mío. Mas, pues no puede haber buen pensamiento si vos no le dais, nada hay que agradecerme. Yo soy la deudora, Señor, y vos el ofendido.(Vida 38, 21-22)