Hola Adriana, Te invito a conocer a una persona especial. En un mundo de hombres, ella reivindicó un lugar para la mujer. En una época de miedos y sospechas, hizo de su vida una aventura de amor. Sin poderes ni dineros hizo fundaciones por toda España. Sus escritos han ayudado a forjar la lengua castellana, a darle capacidad para hablar de las cosas de dentro, y enseñar a orar con la sencillez de quien habla de amistad, de caminos, de la vida misma.
Abriéndose a la vida, tomando un rumbo
Se llamaba Teresa de Ahumada, y nació en Ávila, en 1515, descendiente de judíos conversos que terminarían alcanzando títulos de nobleza. Varios de sus hermanos marcharon a probar fortuna en América, junto a los conquistadores. Ella se quedó en Ávila, pero era inquieta y seguía sus peripecias, como también las guerras de Europa, las corrientes y las divisiones que surgían en la Iglesia ….
Y descubrió también a Dios. Ya desde niña, le fascinaba la eternidad de su amor: un para siempre que nunca falta y siempre es nuevo. En el libro de su Vida lo recuerda con algunas anécdotas de su infancia. Allí habla también de su adolescencia, que no fue fácil. A los 14 años murió su madre, y Teresa sintió su ausencia. Quizás llegó a sentirse un poco perdida. Preocupado, su padre la hizo entrar en un internado de entonces, el monasterio de Santa María de Gracia, donde pasó varios meses. Con la facilidad que tenía para hacer amigos, Teresa encontró en María Briceño, una de las monjas, una persona de confianza, que la ayudó a encontrarse consigo misma.
Y comenzó a plantearse qué rumbo tomar. Ser monja no entraba al principio en sus planes, pero empezó a intuir que era su camino. Y cuando lo comprendió, no se echó atrás, ni siquiera ante la oposición de su padre. A los veinte años, una mañana de otoño se escapó de casa y entró en el monasterio de la Encarnación, de monjas carmelitas. Cuenta ella cómo le costó: “cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera”. Pero nunca se arrepintió: En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle… me dio un gran contento de ser monja, que nunca jamás me faltó hasta hoy; y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura” (Vida 4,1-2).
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