Entonces el niño Pietro Schiliro, natural de Monza, tomó la mano de sus padres y viajó de Monza a Lisieux. Entró respetuosamente en la Iglesia de Teresita. Se postró ante la urna de sus reliquias. Casi lloró ingenuamente. Tomó con más fuerza aún la mano de su madre. Y dijo casi en silencio la palabra grazie. El niño Pietro Schiliro supo que estuvo a punto de morir cuando apenas si acababa de cumplir seis años. Los médicos dijeron que tenía una malformación en los pulmones y que su supervivencia iba a ser imposible. La madre de Pietro, que había perdido ya cuatro bebés antes de que naciera Pietro, creyó que no podría aguantar la vida si este hijo también se le moría. Y se acordó de la pequeña Teresa de Lisieux. Y se acordó de que la madre de Teresita había sufrido también el dolor de una cruel enfermedad en su niña del alma. Y que la había puesto igualmente en las manos del Señor para que se la cuidara. Y la madre de Pietro se puso a hacer una novena a la madre de Teresita. Y a don Luis, el padre. Alguien había dicho a la madre de Pietro Schiliro que estos santos esposos habían sido muy santos. Y que en Roma se estaba fraguando el proceso de una futura canonización de ellos. Y a la novena que le hizo a mamá Celia añadió otra más. Como si creyera ella que no estaría mal hacer una novena para cada uno de sus protectores.
Y sucedió los médicos lo han dicho- que, prodigiosamente, la malformación pulmonar de Pietro Schiliro desapareció como por arte de gracia. Que no de magia. El milagro se había operado. Dios, a ratos, sabe y quiere hacer así esas cosas misteriosas que la fe de los hombres le arrancan del alma y del poder. Y sobre esta paterna-materna protección de Louis Martin y de Celia Guerin parece que no ha habido duda científica alguna. Y que, a la vista del milagro, en Roma se ha juzgado que el camino de la beatificación de los padres de Teresita ha quedado suficientemente despejado. Se puede proceder a la ceremonia de esta beatificación en fecha y hora que ya ha sido fijada por el ceremonial de la Santa Sede. Será en Lisieux, en la gran basílica de Teresita, en la mañana del 19 de octubre próximo. Lo dijo el cardenal Saraiva de Martins cuando estuvo en Lisieux recientemente: el día en que se cumplían los 150 años del matrimonio contraído en 1858 por Louis Martin treinta y seis años- con Celia Guerin veinticinco años-. Una pareja sencilla y enamorada. Trabajadora. Un cristiano y una cristiana que habían intentado con anterioridad a este matrimonio consagrar sus vidas en un servicio y consagración religiosos para los que Dios eso les dijeron- no los había designado. Establecidos en Alençon, crearon una larga familia de nueve hijos que el misterio de la muerte infantil dejó en cuatro hijas cuando, de manera casi inesperada, llegó al mundo Teresita: María Francisca Teresa. Una guapa chiquilla de fuerte temperamento, de amorosa condición, lista como el aire y terca como un dominguillo. Siempre caía de pie.
A Teresita debemos, sin duda alguna, los juicios más despiertos acerca de lo que para ella y en su vida de familia fueron sus padres.
Mi niñez se acabó muy pronto. Mis soleados años pasaron vertiginosamente. Lo que recuerdo más de ellos fue la muerte de mamá. Recuerdo todos los detalles de su enfermedad cancerosa. Las últimas semanas que pasó con nosotras cinco en la tierra fueron imborrables. Celina y yo parecíamos dos pobres desterradas. Salíamos de casa a primera hora. Vivíamos en casa de la señora de Lenche. Papá, cuando mamá ya había muerto, me llevó adonde estaba su hermoso cuerpo y me dijo:Da un último beso a mamá. Y yo acerqué a ella mis labios y la besé. Cuando le administraron a mamá la unción, yo estaba junto a Celina. Papá la miraba amorosamente. Qué fuerza la suya en aquellos momentos. Alguien me preguntó alguna vez si había sido lenta y dolorosa la muerte de mamá. No lo sé. Lo único que recuerdo es que yo me cobijé en un rincón y que, desde él, en silencio, miraba todo y me quedaba con todo. Fuero horas en que aprendí tan niña- muchas cosas sobre la vida y sobre la muerte.
Tu padre fue tu delirio.
–Lo amé entrañablemente. Mi vida giró en torno a su cariño. Paseaba con él. Iba al río con él. Me enseñaba a pescar. El pescaba con mucha paciencia. Yo no daba nunca con un pez prisionero. Con papá iba a escuchar la música de la banda militar. Y con él iba a misa frecuentemente. Me tomaba de la mano durante la ceremonia. Yo le miraba. Nunca vi a nadie rezar tan profundamente como rezaba él. Cuando escuchaba el sermón del párroco era evidente que le prestaba la atención que se debe prestar a la palabra de Dios. Y cuando sonaba el nombre de Santa Teresa, me decía por lo bajo:Fíjate, mi reina: están hablando de tu santa patrona. Un día me llevó también al locutorio del Carmelo. Y me enseñó las rejas de la clausura.
Luego llegaron los misterios del dolor. Todos los misterios. La larga enfermedad de don Louis. La vocación difícil de Teresita. El Carmelo que se llenó con las hijas de los Martin-Guerin. Y la santidad. La santidad de cada día. El saber aguantarle al Señor la dolorosa presión de su providencia. Y el gozo de saber que de Dios todo lo que viene siempre es gracia. Siempre gracia.
Eduardo T. Gil de Muro