Louis Martin y Zélie Marie Guérin, laicos, esposos, padres de Santa Teresita, serán canonizados en Roma el 18 de octubre de 2015.
Luis (1823-1894) y Celia (1831-1877) Martin son conocidos como los padres de Santa Teresa de Lisieux. Casados en 1858, tuvieron nueve niños, de los que cuatro murieron en la infancia y cinco siguieron la vida religiosa.
Dios fue lo más importante en la vida de los padres de Teresita. Esta quedará profundamente marcada por la gran fe y el fervor religioso de su familia. Fueron declarados Venerables el 26 de marzo de 1994 por el Papa Juan Pablo II y beatificados el 19 de octubre de 2008.
La hija de Luis y de Celia
Alençon, calle de San Blas, número 36. El jueves 25 de junio de 1874, Celia Martin acaba de recibir la visita de sus obreras. Es la jefa de su «fábrica de punto de Alençon y, todos los jueves, cuando las bordadoras van al mercado semanal y llevan el trabajo hecho, pequeños trozos de 15 x 20 cm, Celia tiene que empalmarlos aprisa, según el pedido que le hacen las tiendas parisinas.
Para descansar, Celia, tan hábil con la pluma como con la aguja, escribe a sus hijas mayores María y Paulina, pensionistas en el convento de la Visitación de Le Mans, donde es monja su única hermana, María Luisa Guérin.
Cinco hijas es demasiado. Pero ¡demasiado poco! Cómo le hubiera gustado a Celia conservar a sus dos niños y sus dos niñas que la muerte arrancó a su amor maternal. De las cinco que le quedan, María y Paulina tienen, respectivamente, catorce y trece años y prometen mucho. Leonia, la tercera, tiene once años; de temperamento bastante arisco y obstinado, le causa continuas preocupaciones. Después, está Celina, de cinco años, y Teresa, la benjamina, de año y medio, joya de su corazón.
El corazón de Celia está constantemente con sus hijas. En este momento, las dos más pequeñas juegan en el jardín con su papá, su esposo, Luis. «Vuestro padre acaba de instalar un columpio -escribe-, Celina está loca de contenta, pero hay que ver columpiarse a la pequeña [Teresa]; es para reírse, se porta como una jovencita, no hay peligro de que suelte la cuerda y, cuando va despacio, grita. Se le ata por delante con otra cuerda y, a pesar de todo, yo no estoy tranquila cuando la veo allá arriba…»
¿Cómo podrá compartir Teresa esta inquietud? ¿No está allí su papá, su «rey», del que, a cada vuelta del columpio, siente su mano fuerte que, con demasiada dulzura, la empuja adelante? Y, ¡aúpa! ¡Más alto!
Así es ella, la pequeña. ¡Siempre más alto! Un día comparará la santidad a la cumbre de una montaña. ¡Más alto! ¡Hasta el cielo, si es posible! Porque en esta casa de la calle de San Blas con frecuencia se habla del cielo. Es el objetivo formal de sus vidas. Los Martin tienen, en definitiva, las costumbres de los espirituales realistas.
Luis sonríe cuando ve la alegría y la confianza de la pequeña, su novena… Cómo comparte lo que su esposa escribe sobre la pequeña en sus largas cartas a María y Paulina, o a la monja de Le Mans y a su hermano Isidoro Guérin, farmacéutico en Lisieux. «Parece muy inteligente… Será hermosa y ya es graciosa» (CF 117). «Cada día es más graciosa, está balbuceando desde la mañana hasta la tarde» (CF 118). «Es muy inteligente y nos da conversaciones muy entretenidas. Ya sabe rezar a Dios» (CF 130).
¡Más alto! Al fin, la pequeña Teresa se cansa. Pues nunca se llega tan alto como querría ella… Y de pronto, ante los ojos de su corazón «amable y sensible» (A 4v) se abre otro mundo: su mamá.
Luis, el peregrino
¡Ella tiene razón, piensa Luis, al buscar a su madre! Qué esposa… ¡Cómo habría podido imaginársela hace dieciséis años! Tenía entonces treinta y cinco años y no pensaba casarse, pues se encontraba bien como célibe.
Había nacido el 22 de agosto de 1823 en Burdeos, donde estaba acantonado el batallón de su padre, Pierre Martin, capitán del ejército francés, retenido en España a causa de una campaña en el momento del nacimiento de Luis. Así cambian de sitio los militares y sus familias. A los cuatro años y medio volveremos a encontrar al pequeño Luis al otro lado de Francia, en Estrasburgo. Luego, a los siete años y medio, va a Alençon, en la Normandía de su padre. Sin duda, estudió entonces con los Hermanos de las Escuelas Cristianas, pero sus estudios parecen haber sido menos los de un alumno clásico que los de un autodidacta que ama la literatura y aprende el alemán.
A Luis Martin se le conoce, sobre todo, por la descripción que de él hizo su hija Teresa, en su autobiografía: un viejo venerable y muy piadoso, que adora a sus hijas, un poco soñador y que vive de las rentas. Este es «Luis Martin II». Luis Martin I, por el contrario, es el joven que con perseverancia y suave tesón descubre su camino, elabora con paciencia un proyecto y gana un puesto en la sociedad. A los diecinueve años, abandona Alençon y pasa largos períodos como aprendiz de relojero con la familia o en casa de sus amigos: un año en Rennes, cuatro en Estrasburgo, tres en París, donde vive la turbulenta revolución de 1848, con la abdicación del rey Luis Felipe y la elección del presidente de la república Luis Napoleón Bonaparte.
Hijo de militares, Luis es hombre de orden y del deber cumplido, un animoso siempre dispuesto a intervenir y a tomar decisiones. «De la idea a su realización, para mí no hay mucha diferencia», escribirá más tarde a su amigo Nogrix. Meditativo, profundamente religioso, lleva en sí el sueño de abrazar la vida monástica -incluso se priva durante toda su vida del gusto de viajar-. A los veinte años, visita el monasterio del Gran San Bernardo; a los veintidós, vuelve allí solicitando la admisión entre los canónigos de San Agustín. «Siempre pensé -dirá más tarde su hija Celina- que, en sus deseos de vida religiosa, con su elección del Gran San Bernardo para vivir en las alturas, lejos del tumulto de las ciudades, no le era extraño el atractivo del peligro para acudir en ayuda de los viajeros en apuros en los glaciares».
Luis no fue rechazado por los monjes, se le pidió solamente que completara sus estudios. Comenzó, en efecto, a recibir clases de latín con un profesor particular. Después de año y medio abandona estos estudios dificultosos.
Se concentra totalmente en su futura instalación como relojero. A los veintisiete años, en noviembre de 1857, compra en Alençon, en el número 15 de la calle del Puente Nuevo, una casa donde instala un taller y tienda, a la que pronto añade un escaparate de joyería. Lleva a vivir con él a sus padres, ya mayores, que han perdido ya a tres hijos, de nueve, veinticinco y veintiséis años.
Sus negocios prosperan. En siete años, paga las deudas contraídas y compra en las afueras de la ciudad un jardín con una pequeña torre hexagonal de dos plantas: el «Pabellón», que se convertirá en su lugar de oración y de lectura. Con su trabajo, sus partidas de pesca, los amigos del Círculo Vital Romet, las obras de la parroquia y la misa diaria, esta soledad parece ofrecer todo lo que su alma puede desear.
Pero lo hace sin consultar a su madre, inquieta al ver que su hijo sigue soltero. ¿Es ella quien le propone casarse con Paulina Romet, proposición seguida de una negativa categórica por las ideas demasiado «liberales» de la familia Romet, como explicará Celina? Sea lo que sea, la vez siguiente Fanny Martin tuvo más éxito. En la escuela de encaje de Alençon que ella frecuenta, ve a Celia Guérin, el diamante de quien habla con insistencia a su hijo joyero.
¡Este extraño matrimonio feliz!
Emocionado, el jueves 24 de junio de 1874, en el jardín de la calle de San Blas, Luis sonríe recordando… En efecto, Celia era otra cosa. Lo había comprobado desde el primer encuentro organizado: con Celia no se equivocaría. Mujer enérgica, de corazón transparente, de espíritu práctico y activa, es profundamente cristiana.
Característico de su alma religiosa y de su deseo de abnegación activa para con los pobres: un día (tenía entonces dieciocho o diecinueve años) había pedido poder entrar en las Hijas de la Caridad, las hermanas de San Vicente de Paul que, en el Hótel- Dieu de Alençon, consagran su vida al Señor sirviendo a los enfermos hospitalizados. La superiora no le reconoce que tenga vocación. Celia no insiste más y comprende que su vocación será la de llegar a ser madre de hijos que, si Dios lo quiere, se consagrarán a él. Más tarde, en su correspondencia se podrá leer más de una vez el deseo de tener un «santo» entre sus hijos, y por supuesto un sacerdote misionero.
El 13 de julio de 1858, en la iglesia de Nuestra Señora, a medianoche (como solía hacer con mucha frecuencia), Luis Martin, de treinta y cinco años, y Celia Guérin, que tiene veinticinco, se dan ante Dios su sí recíproco. Intercambian su promesa de fidelidad, cuyo símbolo es el anillo, y sus corazones con la primera mirada de casados.
Hoy, parecería esto tan inverosímil… Era, sin embargo, el caso de muchas mujeres de aquella época, en la que la sexualidad estaba casi siempre rodeada de un mutismo total: Celia, de corazón escrupulosamente puro, aunque deseaba ser madre, no conocía las realidades del matrimonio…
Grave choque emocional cuando se entera. Luis se comporta con tacto exquisito. De común acuerdo y candorosamente, los casados deciden vivir como hermano y hermana, en unión de corazones y de oración, la comunidad de bienes. ¿No habían soñado los dos en otro tiempo en la vida consagrada? Sin embargo, no buscan la facilidad de una vida tranquila, pues muy pronto acogen en su casa de la calle del Puente Nuevo un niño de una familia muy pobre. Después de diez meses -tiempo para pensarlo suficientemente-, y habiendo hablado de nuevo sobre el particular con un sacerdote, deciden tener muchos hijos: serán nueve.
Lo comprendemos difícilmente. Es tan ingenuo y bello a la vez… Por una parte, ¿dónde está la lógica del matrimonio contraído por Celia tan sin preparación? Por otra, ¡qué respeto por el corazón y el cuerpo de Luis, qué fuerza de espíritu en la espera y la renuncia! Fijos los ojos en Dios, quieren consagrase a él; será volviendo a escuchar al Señor como tomarán la decisión de tener muchos hijos. Teresa, la novena, percibirá la dimensión de la Providencia que ha dirigido su nacimiento: «Fue él quien la hizo nacer en una tierra santa e impregnada de virginal perfume» (A 3v).
Celia, la generosa
Casi veinte años más tarde, unos días después de la muerte de su hermana visitandina, a quien visitaron el mismo día de su matrimonio y a la que quince días después había hecho alusión de su «secreto», Celia recuerda al escribir a su hija Paulina:
«Tu padre tenía gustos semejantes a los míos, creo incluso que nuestro afecto recíproco había aumentado por eso. Nuestros sentimientos eran siempre al unísono y siempre me sirvió de consuelo y apoyo. Pero cuando tuvimos los hijos, nuestras ideas cambiaron un poco; no vivíamos más que para ellos, eran nuestra felicidad, nunca la encontramos en nosotros sino en ellos. En fin, nada nos apenaba; el mundo no nos era gravoso. En cuanto a mí, fue mi gran compensación; por eso deseaba tener muchos, para encaminarlos al cielo» (CF 192).
Volvamos a la pequeña Teresa, este jueves 25 de junio de 1874, cansada del columpio y que busca a su mamá, su mundo de calor y de seguridad. «He aquí que el bebé viene a pasarme su manita sobre la cara y abrazarme» – escribe Celia-. «La pobre no quiere dejarme, está siempre conmigo; le gusta mucho salir al jardín, pero si yo no estoy allí, ella no quiere quedarse y llora hasta que me la traen… Me encanta ver que me tiene tanto cariño, ¡pero a veces es molesto!» ¡Sobre todo un jueves, cuando las obreras van a llevar su labor de encajes!
La víspera, Celia escribía aún a su cuñada de Lisieux, la muy querida Celina Fournet, que desde su matrimonio con Isidoro será la señora Guérin:
«Teresa comienza a hablar casi de todo. Se vuelve cada vez más mimosa, y no es pequeña carga, le aseguro, porque está continuamente a mi alrededor y me es difícil trabajar. Por eso, para recuperar el tiempo perdido, continúo la labor de los encajes hasta las diez de la noche y me levanto a las cinco. Tengo que levantarme una o dos veces durante la noche por la pequeña. En fin, cuanto más trabajo tengo, mejor me siento».
Celia quiere a sus hijos. Teresa, la novena, había sido la gran bienvenida. Quince días antes del nacimiento de la niña, la feliz mamá confiaba a su cuñada:
«Ahora, todos los días, estoy esperando a mi angelito… Si Dios me da la gracia de poder amamantarla, será un placer criarla. Amo a los niños con locura, he nacido para tener hijos» (CF 83).
Esperar a la pequeña Teresa es como ser portadora de una música profunda. Madre e hija vibran en consonancia, con trabajo se atreve a confiar a su cuñada:
«Mientras la llevaba, me di cuenta de una cosa que jamás me había sucedido con mis otros hijos: cuando yo cantaba, ella cantaba conmigo… Te lo confío, nadie podría creerlo» (CF 85). Tres años después, escribirá: «¡Qué feliz soy de tenerla! Creo que la quiero más que a todos los demás, sin duda porque es la más pequeña» (CF 158).
Tener hijos para amarlos le consoló en gran manera a Celia de su propia infancia infeliz. No se portará con sus hijos como su madre se portó con ella… Tres años después de casarse, Isidoro Guérin, militar, después gendarme, y su esposa Luisa Juana Macé, hija de un tornero…, habían tenido una primera hija, María Luisa, la futura visitandina. Dos años y medio más tarde, nació Celia, el 23 de diciembre de 1831, casi bebé navideño. Nueve años y medio después, nacerá el hijo menor, Isidoro. Todos los hijos nacieron en Saint-Denys-sur-Sarthon, a doce kilómetros al noroeste de Alençon. Pero en 1844 la familia se muda a Alençon, calle de San Blas 36, donde nacerá la pequeña Teresa.
El Summarium (II, 91) de la causa de beatificación de Celia describe a los padres Guérin como «cada uno a su aire, personas de carácter muy acusado. Eran rudos, autoritarios, exigentes. Contrariamente a lo que se podría imaginar, el marido era más dulce que la esposa, y los niños que iban a nacer de su unión serían los primeros en experimentar los efectos de este contraste. La voluntad exigente de los esposos Guérin se asentaba, por otra parte, afortunadamente, en su desvelo de integridad moral y de fidelidad religiosa. Su influencia en la educación de los hijos sería grande».
No hay duda: Celia sufrió mucho por esta «voluntad exigente» de los esposos Guérin. «Aunque lo deseó ardientemente – refiere su hija Celina-, jamás, en su infancia, tuvo muñecas, ni siquiera una. Las frecuentes jaquecas que sufría aumentaban este penoso ambiente». Es evidente que mamá Guérin tenía sus preferencias por su hija mayor y por su hijo Isidoro más que por Celia.
Celia, a quien le hubiera gustado tanto tener alguna muñeca, querrá mucho a su hermanito Isidoro, su angelote, su hermano menor de diez años. Más tarde, cuando Isidoro, ya farmacéutico, haya decidido instalarse en el lejano Lisieux en vez del cercano Le Mans donde se le podría visitar fácilmente y donde estaba ya su hermana visitandina, Celia, por una vez, se dejará llevar por una queja amarga (queja que no debe separarse, en esta época, de la gran felicidad de ser mamá). Escribe ella el 7 de noviembre de 1865 a su hermano independiente:
«Estoy completamente desencantada. Te veía en Le Mans y me hubiera alegrado ir de vez en cuando a visitarte: hubiera sido para mí un encanto en mi existencia laboriosa y monótona. Pero, ¿qué quieres?, es necesario renunciar a todo; nunca en mi vida he tenido un placer, lo que se dice placer jamás lo he tenido. Mi niñez, mi juventud, han sido tristes como una mortaja, porque, si mi madre te mimaba a ti, para mí, tú lo sabes, era demasiado severa; aun siendo tan buena, no sabía tratarme; por eso mi corazón ha sufrido mucho».
Si los detalles se conocen parcialmente, la Circular necrológica de su hermana religiosa esboza, sin embargo, un ambiente familiar en el que domina la figura de la austera señora Guérin, «simple y un poco rústica, pero de una fe robusta». Lo que en la circular se dice para María Luisa se puede aplicar, sin duda, a Celia. En la familia reinaba una «cierta atmósfera de rigorismo, de tensión y de escrúpulo». «Esta expresión: es pecado, detenía a la pobre hija [María Luisa] en sus inclinaciones más fuertes (…) La señora Guérin, que notaba en su hija este excesivo temor de ofender a Dios, se servía un poco exageradamente del ascendente de la frase desmesurada es pecado para reprimir sus menores imperfecciones. María trabajaba mucho y se divertía muy poco».
Se refiere en particular cómo la pequeña María Luisa, cuando jugaba o bailaba con los otros niños, «creyó cometer un gran pecado si se encontraba al lado de un niño; lo evitaba temerosa y lo más hábilmente que podía, granjeándose a veces maliciosas bromas sobre lo que se llamaba su carácter huraño».
En tal ambiente, se entiende mejor la perplejidad y el comedimiento de su hermana Celia, ignorante la noche de bodas. El tacto de su marido, su presencia tranquilizadora, y luego una mejor comprensión de la obra del Creador la prepararon a aceptar el matrimonio en toda su lógica. Más tarde, la belleza del amor fecundo y la alegría de los hijos continuaron ensanchando el corazón de Celia.
Las intuiciones
Volvamos ahora al pasado de Celia. Durante algunos años, la situación financiera de la economía del gendarme retirado se encontraba seriamente comprometida; el trabajo de las hijas la debiera haber aliviado. En 1848 (Celia iba a cumplir diecisiete años) la casa de la calle de San Blas sufre modificaciones con miras a abrir en la planta baja una pequeña cafetería y, en el primer piso, un salón de billar. Mientras el retirado se dedicaría por afición a trabajos de carpintería, su mujer se ocupará de la cafetería. Los esposos esperan conseguir así, con la explotación de un despacho de bebidas, un indispensable complemento de recursos. Pero esto no se realizará nunca. Llevada por su carácter intransigente, la señora Guérin reprende a los consumidores. A los clientes no les resultan agradables las reflexiones moralizadoras, y se marchan a otros sitios en busca de lugares de esparcimiento menos austeros (cf. Summarium II,91).
Así es cómo Celia tiene el don de la intuición, sin que ella se lo pueda explicar. Los hechos están ahí. La víspera de sus veinte años hace una novena a la Virgen Inmaculada para orientarse en la elección de un trabajo profesional: súbitamente se da cuenta con claridad, este 8 de diciembre de 1850, como si la cosa se la hubiera dictado la Madre de la familia de Nazaret: «Manda hacer punto de Alençon»… El 8 de diciembre será siempre para ella «un día memorable: he obtenido dos veces grandes gracias en este día», escribe (CF 16), «es para mí una gran fiesta» (CF 147).
La idea de Celia no era, pues, la de hacer «punto de Alençon», que entre las labores de encaje era considerada la más bella y refinada, sino (¡a sus veinte años!) la de mandar hacer, es decir, poner a otras obreras a su servicio y reservarse el unir los distintos trozos, enmendándolos si fuera preciso. Y «se necesitaba ser muy experta en las uniones para que quedara invisible la costura, escollo triunfo de los virtuosos», escribe el P. Pi, (Historia de una familia, Oficina central d Lisieux, 1947, p. 42).
La madre Guérin aprueba el proyecto de Celia. A condición, sin embargo, de que… la hija mayor, María Luisa, lleve la responsabilidad de la empresa. Las jóvenes no están relacionadas con las familias ricas de Alençon pueblo además bastante pequeño; será, pues, necesario encontrar salida en París. Tras gestiones tenaces, se gana la confianza de la casa Pigache, de la que Celia se convertirá en fabricante fija. Durante la Exposición industria de Alençon, Celia conseguirá personalmente los elogios del jurado por «la belleza» de su encajes, «la riqueza de sus diseños» y su «inteligente dirección». Nos encontramos ahora en el 20 de junio de 1858. Un mes más tarde Celia se casará.
La decisión concreta de casarse la toma igualmente, a continuación de una intuición fuera de lo común. Sus hijas recogerán la confidencia. Un día, al atravesar en Alençon el puente de San Leonardo que salva el Sarthe cuando pasa un joven distinguido -que es Luis Martin- el corazón de Celia sabe que «él» será el elegido. Durante tres meses, una primavera, Celia y Luis se reencuentran, se hablan se estiman, se quieren con amor puro y profundo como dos lagos que se bordean. Deciden unir sus corazones y sus pensamientos el un destino común aún desconocido, que creen ser querido y guiado por Dios.
Una vez casados, Celia transfiere su «oficina» a la casa de su marido, calle del Puente Nuevo 15, donde los padres Martin habitan el piso de la planta. Por su trabajo laborioso, coronado de éxito, se encuentran ya bastante desahogados. Luis posee la casa con el jardín, así como la pequeña propiedad del «Pabellón» además, de los fondos del comercio de la relojería aporta 11.000 francos (que corresponder a unos 75.000 dólares americanos a principios de 1995). Celia lleva como dote y como fruto de sus ahorros personales alrededor de 5.000 francos.
Felicidad y sufrimiento de unos padres
Pues no: los hijos de Celia no sufrirán lo que ella sufrió; de ello se encargará ella. Pero la vida ordena otra cosa… A la gozosa espera del primer bebé se mezcla la tristeza de la corta enfermedad, después de la muerte de la señora Guérin, el 9 de septiembre de 1859.
Es, con todo, el momento para la vida que Celia, por primera vez, con emoción, siente que se abre en ella. El 22 de febrero de 1860 nace la pequeña María Luisa (llamada como la hermana de Celia que, tres meses después, profesó en la Visitación). En la vida corriente a la pequeña se la llamará «María», por abreviar. Los nueve hijos de Celia llevarán, como primer nombre, el nombre de María. El 7 de septiembre de 1861, nace Paulina. Después, el 3 de junio de 1863, Leonia. Estas tres primeras hijas, a quienes pudo criar personalmente, llegarán a los 80, 90 y 78 años, respectivamente.
Dolor profundo, cuando no consigue criar lo suficiente a su cuarta hija, Elena, que nace el 13 de octubre de 1864, y que es necesario confiarla a una nodriza. Ya Celia comienza a «sufrir un poco de un ganglio en el pecho» (CF 13), que acabará por convertirse en un cáncer del que morirá trece años después.
Insistimos un poco más sobre el amor maternal de Celia por la pequeña ausente. Celia relata el 12 de enero de 1865:
«La pequeña Elena crece mucho, es bella como un ángel. He ido a verla el primer día del año, te aseguro que muy en privado; pienso en ella continuamente. Ella es una buena nodriza, rebosante de salud» (CF 11).
El 5 de marzo: «He ido a ver el martes pasado a mi pequeña Elena. Salí sola a las 7 de la mañana, por la lluvia y el viento que me han acompañado a la ida y a la vuelta. Imagínate mi fatiga a lo largo del camino, pero me sostenía el pensamiento de que pronto iba a tener en mis brazos al objeto de mi amor. La pequeña Elena es una hermosa joya, ¡es bella que es un primor!» (CF 12).
«He ido a ver, hace quince días, a la que se está criando fuera; no me acuerdo de haber experimentado nunca un sentimiento de dicha semejante al momento en que la tomé en mis brazos, y ella me ha sonreído tan graciosamente, que creía ver un ángel; en fin, no lo puedo expresar; creo que hasta ahora no he visto y que jamás veré una hijita tan encantadora. Mi pequeña Elena, ¿cuándo tendré la dicha de tenerte del todo? ¡No me puedo figurar tener la dicha de ser la madre de una criatura tan deliciosa!… ¡Oh, bueno!, no me arrepiento de estar casada» (CF 13).
El 26 de junio de 1865 muere el abuelo Pierre Martin. «Ha muerto como un santo -escribe Celia-, tal vida, tal fin». Como con un presentimiento de todo lo que va a venir a continuación, queda muy impresionada:
«Jamás hubiera creído que esto pudiera causarme tanto efecto: estoy aterrada, mi pobre suegra pasó noches cuidándole durante dos meses y medio sin aceptar a nadie que la ayudara (…) Te lo confieso, mi muerte me espanta. Acabo de ver a mi suegro, ¡tiene los brazos tan rígidos y la cara tan fría! ¡Y decir que veré a los míos así o que ellos me verán!» (CF 14).
Las maternidades se suceden. Gran alegría, el 20 dé septiembre de 1866, con el nacimiento del pequeño María José; al fin, el chico que podrá ser sacerdote y misionero. Por desgracia, también tiene que confiarle a una nodriza, una joven granjera de Semallé -pueblo a 13 kilómetros de Alençon-, Rosa Taillé, a quien en la familia se la llamará «Rosita» y aquien un día se le confiará la pequeña Teresa.
«Acabo de ver a mi pequeño José», escribe la orgullosa madre el 18 de noviembre de 1866. «¡Oh, qué grande y fuerte está el pequeñín! Es imposible desear algo mejor. Nunca he tenido un hijo que crezca tan bien, aparte de María. ¡Ah, si supieras cómo quiero a mi pequeño José! ¡Creo que soy del todo afortunada!» (CF 19).
Mas ¡qué pronto la angustia! «He tenido la dicha de ver a mi pequeño José el primer día del año. Como aguinaldo le he vestido como a un príncipe (…) Al día siguiente, desde las tres de la mañana, oímos llamar muy fuerte a la puerta; nos levantamos, vamos a abrir y nos dicen: `Venid aprisa, vuestro hijito está muy mal, nos tememos que va a morir». Sabes que nunca he tardado mucho en vestirme y heme aquí en camino al campo, la noche más fría, a pesar de la nieve y el hielo del camino. No pedí a mi marido que me acompañara, no tenía miedo, hubiera atravesado sola un bosque, pero no quiso dejarme ir sin él. El pequeñín tenía una fuerte erisipela, y el aspecto era lamentable. El médico me dijo que estaba en gravísimo peligro; en fin, yo le veía ya muerto… Pero Dios no me había hecho esperar tanto un niño para quitármelo tan pronto y quiso dejármelo; ahora está muy bien de salud» (CF 21). Por desgracia, un mes después, el 14 de febrero, el primer hijo de Celia y Luis muere… Se adivina la herida del corazón de sus padres.
No será el único luto en la familia. Después de un nacimiento difícil y de continuas enfermedades, un segundo hijo, otro «José» (José Juan Bautista), confiado igualmente a «Rosita» para que lo críe, muere el 24 de agosto de 1868, a los ocho meses. «Mi queridito José ha muerto esta mañana, a las siete», escribe Celia a su hermano. «Estaba sola con él. Ha pasado una noche de terribles sufrimientos y pedía con lágrimas que se viera libre de ellos» (CF 36). Nueve días después, muere el señor Guérin, el gendarme retirado, papá de Celia…
«Tengo el corazón roto de dolor y, al mismo tiempo, lleno de celestial consuelo. Si supieras con qué santa disposición se ha preparado a la muerte (…) Su tumba estará muy cerca de la de mis dos pequeños José» (CF 38).
El 28 de abril de 1869, nace el séptimo hijo, Celina (la futura sor Genoveva). Pero, dolor desgarrador de Celia y de Luis, el 22 de febrero de 1870 muere inesperadamente la pequeña Elena, a la edad de cinco años y cuatro meses.
«Mientras la sostenía, su cabecita cayó sobre mi hombro, sus ojos se cerraron, a los cinco minutos no vivía ya… Esto me ha causado una impresión que no olvidaré jamás. No me esperaba este desenlace brusco, ni mi marido tampoco. Cuando entró y vio a su pobre hijita muerta, se puso a sollozar gritando: `¡Mi Elenita, mi Elenita!» Luego la hemos ofrecido juntos a Dios (…) La he vestido y colocado en la caja, creí que iba a morir, pero no quería que la tocasen los otros» (CF 52). «No hay un minuto que no piense en ella (…) En fin, está en el cielo, más feliz que aquí abajo, pero en cuanto a mí, me parece que toda mi felicidad se ha ido» (CF 54).
Mientras sucede todo esto, Celia está encinta de nuevo. Al ser la mortalidad un azote despiadado en una época en la que la medicina tenía que avanzar mucho, esta primer «Teresita» (María Melania Teresa), que nace el 16 de agosto de 1870, murió cincuenta y tres días después…
«Estaría tan contenta de tener otra», escribe Celia nueve meses después de esta muerte de la que «jamás se consolará» (CF 66), y esta otra hija se llamará «Teresa, como mi anterior pequeñita» (CF 85).
Y las pruebas no cesan… Hasta en los últimos meses de su vida, Celia tendrá que preocuparse del asunto de su pequeña Leonia, la hija distinta de las demás, menos capacitada, el patito silvestre que huye de todo buen consejo, Leonia la original, la inesperada, que más tarde, tras tres fracasos de vida religiosa, llegará a ser religiosa en la Visitación donde vivirá el modelo-tipo del «caminito» que Teresa le enseñó.
En la confianza de cada día
El año 1870 es un año muy agitado para la familia Martin. Muerte de la pequeña Elena. Nacimiento y muerte de la pequeña Teresa Melania. Venta de la relojería de papá a su sobrino Adolfo Leriche, adinerado con una cuantiosa herencia. Las preocupaciones consiguientes a la mudanza (que tendrá lugar en julio de 1871) de la calle del Puente Nuevo, número 15, al número 36 de la calle de San Blas. Guerra franco- alemana con la ocupación de Francia. Luis está dispuesto a defender a su patria:
«Aún será muy posible que hagan marchar a los hombres de cuarenta a cincuenta años, casi me lo espero. Mi marido no se conmueve en absoluto, no pediría gracia alguna para no ir y dice con frecuencia que si fuera libre, se enrolaría inmediatamente en los francotiradores» (CF 62).
Amenaza constante de una invasión a Alençon por los prusianos, que, efectivamente -«en número de veinticinco mil, no podría describiros nuestra intranquilidad (…), mi marido está triste, no puede ni comer ni dormir»-, ocupan la ciudad en enero de 1871. Los Martin acogen a nueve prusianos, «ni malos ni ladrones»; pero, ¡horror!, «glotones como jamás he visto, comen todo sin pan. Se comen un guiso de cordero lo mismo que una sopa» (CF 110).
A distancia, sonreímos. Para los Martin, se trata de inquietud continua, sublimada por «la firme confianza de estar apoyados por lo alto» (CF 65). Los acontecimientos políticos en el país chocan profundamente con estas personas católicas convencidas.
«Todo lo que pasa en París -escribe Celia el 29 de mayo de 1871- me mete la tristeza en el alma: acabo de enterarme de la muerte del arzobispo y de sesenta y cuatro sacerdotes fusilados ayer por los partidarios de la Comuna. Estoy completamente trastornada por estas cosas» (CF 66).
Si la familia no conoce la pobreza («tenemos más de lo que necesitamos para vivir y criar a nuestros hijos; de otro modo, continuaría con el punto de Alençon», CF 54), las preocupaciones materiales nunca faltan. Son inherentes al comercio que tiene que «cambiar», de lo contrario, se pierde el puesto; son inherentes a las enfermedades de los hijos, a los problemas de la educación, al porvenir de estas cinco niñas que Luis y Celia aún no impulsan al convento y para las que hay que preparar la dote del mañana.
Pero preocupaciones y esfuerzos son integrados por los Martin en una visión profundamente cristiana. El abandono en Dios y la confianza, la oración diaria y el ayuno eclesiástico, la santificación del domingo y la vida litúrgica, la honradez comercial y la estima de los obreros, la ayuda a los necesitados y el compromiso concreto por los desfavorecidos: todo esto es sagrado para ellos.
Y he aquí que en 1872 esperan el noveno bebé, el primero que nace en la casa de la calle de San Blas, frente a la prestigiosa Prefectura, donde Teresa irá más tarde a jugar con Genny Bechard, «la hija del gobernador» (A 9v), al igual que sus primeros paseos en familia la conducirán a la iglesia parroquial de Nuestra Señora, a las clarisas de la calle de la Media Luna y a la estación de la que marcharán y volverán María y Paulina, pensionistas en la Visitación de Le Mans. Un poco más tarde las excursiones familiares la orientarán hacia los pueblos de alrededor y al «Pabellón», donde papá se distrae con la pesca en el Sarthe mientras Teresa se interesa por las fresas… Pero no nos anticipemos mucho.
La florecilla amenazada
¡Qué felicidad cuando el 2 de enero de 1873, a las 23.30 h., dos años y medio después de la muerte de «Melania Teresa», nace esta otra «Teresa», que llega como un regalo, fruto tardío de su amor conyugal. Celia, que acaba de comenzar sus cuarenta y dos años («la edad en que se es abuela», CF 83) cuando Luis tiene ya cincuenta, esperaba ya «no tener más hijos» (CF 66). Regalo, pues, y al mismo tiempo «sorpresa, porque esperaba un varón. Me lo había figurado desde los dos meses, porque la sentía mucho más fuerte que mis otros hijos» (CF 84). Cómo hubiera rogado Celia para que su hijito llegara a ser un buen sacerdote, un buen misionero…
El 3 de enero, María Francisca Teresa fue bautizada en la iglesia de Nuestra Señora. Su hermana mayor, María, es la madrina, el padrino es un jovencito de una familia amiga, Pablo Alberto Boul; los dos tienen trece años (el padrino de Teresa morirá diez años más tarde). Niña aparentemente «muy robusta» (CF 84-85), «hermosa» y que «ya se ríe» a los doce días (CF 85), Teresa está «siempre alegre» y «se ríe de buena gana» (CF 88).
La alegría siempre nueva del alumbramiento es minada muy pronto por «una angustia continua…, no sé si el purgatorio es peor que esto» (CF 89). Cuando Teresa Melania había muerto por culpa de «su indigna nodriza», que la había dejado «morir de hambre», Celia se estaba diciendo que «no, jamás», los hijos que estaban por venir aún «no saldrían de casa» (CF 61). Así pues, intentó amamantar a su nuevo niño de pecho, pero temiendo que no fuera suficiente, quiso «ayudarse con biberón», después de «no haber podido conseguir que volviera a tomar el pecho».
Al instante, Teresa «bebe perfectamente» (CF 85). Pero a finales de febrero sufre «enteritis», está «muy pálida» (CF 88). El 11 de marzo, el doctor Belloc es tajante: «Esta niña necesita urgentemente ser amamantada, sólo esto puede salvarla». Al despuntar el día (Luis está de viaje), Celia marcha a Semallé a buscar a «Rosita», nodriza que «le es conveniente en todos los aspectos». Hubiera deseado vivamente que Rosa fuera a vivir con ellos a su casa temporalmente, pero no consigue más que «ocho días» – caso de que la niña sobreviva-. Marchan a Alençon. Cuando Rosa ve a Teresa, mueve la cabeza: no hay nada que hacer…
Celia sube a rezar a su habitación ante la imagen de San José. Cuando baja, no cree lo que ven sus ojos:
«la niña que mamaba con toda el alma», pero que rápidamente cae «como muerta sobre su nodriza». «Sentía que se me helaba la sangre -escribe Celia-, la pequeña aparentemente no respiraba». Después de un cuarto de hora, «mi Teresita abre los ojos y comienza a sonreírme» (CF 89): ¡salvada! Pero es necesario que la niña marche con su nodriza…
La campesina de Semallé
Durante más de un año, Teresa, que se repone lentamente mientras sigue siendo sensible a los catarros, vivirá en el campo, en la humilde casita de Moisés y de Rosalía Taillé junto con los cuatro hijos del matrimonio (Eugenio es el «hermano de leche» de Teresa), la vaca «Rosa» y las gallinas. Una primavera, un verano, un otoño, un invierno, un comienzo de primavera… Alegría familiar, gritos de niños, cantos de pájaros y del viento, vista y olor de frutos, flores, hierbas y animales, paseos cortos a la iglesia parroquial en los brazos de Rosa. En verano, la pequeña «Martin-Taillé», tostada por el sol, es llevada en carretilla por los campos, subida en los haces de heno. Incluso se la monta en el lomo de la «Rosa».
La mayor parte de estos detalles se nos sugieren por la correspondencia de Celia, la mamá a distancia, que visita a su pequeña aproximadamente cada quince días, el corazón lleno de mil ideas y sentimientos («he sufrido ya mucho en mi vida», dice Celia después de la marcha de Teresa, CF 90). Otras veces es Rosa quien lleva la niña a Alençon con ocasión del mercado semanal en el que ella vende sus productos.
Lo mismo que Teresa ha debido sentir profundamente el que la arrancaran de la casa natal, de su mamá, de su papá, de sus hermanitas, está fuertemente atada a «Rosita», a quien sin duda llama «mamá», como los otros niños. Testigo de esto son los pasajes de la correspondencia con frecuencia encantadora de Celia.
«Ayer domingo, vimos a Teresita. No la esperábamos; la nodriza llegó con sus cuatro hijos. Nos puso la niña en brazos y se marchó en seguida a misa. Sí, pero la pequeña no quería esto, gritó hasta agotarse. Toda la casa estaba desconcertada; tuve que mandar a Luisa [la criada de casa] a que dijera a la nodriza que volviera rápidamente después de la misa (…) La nodriza dejó la misa a la mitad y acudió, yo estaba enfadada, la pequeña no dejaba de gritar. Al fin, se consoló al instante; está muy fuerte, todo el mundo está sorprendido» (CF 99 – Teresa tiene cuatro meses).
«Iremos del lunes en ocho días, en coche, a ver a Teresita; ahora está muy fuerte. La vi el jueves pasado, la trajo la nodriza, pero no quiere quedarse con nosotros y lanza gritos agudos cuando no ve a su nodriza. Así que Luisa ha tenido que llevarla al mercado donde Rosita estaba vendiendo su mantequilla, no hay modo de mantenerla aquí. En cuanto vio a su nodriza, la miró riéndose, luego se calló; se quedó con ella, vendiendo mantequilla con todas las demás mujeres, hasta el mediodía» (CF 102 -Teresa tiene casi seis meses).
Teresa llega a convertirse en una campesina y tiene sus mismos gustos. Esta es la reacción cuando, a sus once meses, pasa algunas horas en su casa, en la ciudad.
«La pequeña no quería ni mirar a Luisa ni ir con ella, yo estaba muy molesta; me llegaban obreras a cada momento, se la iba dando a una tras otra. 1,e gustaba verlas, incluso más gustosa que a mí, y las besaba repetidas veces. Mujeres de campo, vestidas como su nodriza, es la gente que ella necesita. La señora T. llegó cuando una obrera la tenía cogida. En cuanto la vi, le dije: «Vamos a ver si el bebé quiere irse contigo». Ella, sorprendida, me responde: `¿Por qué no? – Bueno, inténtelo»… Tendió los brazos a la pequeña, pero se escondió dando gritos más altos, como si se la hubiera quemado. No quería más que la mirase la señora T. Nos hemos reído mucho de esto; en fin, tiene miedo de la gente que viste a la moda» (CF 112).
«Reflexiono -escribe mamá- e intento sacar partido; todo el día te tengo en el pensamiento; me digo: `En este momento él está haciendo tal cosa». Estoy impaciente por estar a tu lado; te quiero con todo mi corazón, y veo que mi afecto aumenta por la privación que experimento de tu presencia; me será imposible vivir separada de ti» (CF 108).
No es a Teresa, sino a «su querido Luis», a quien se dirige aquí, desde Lisieux, donde visita a su hermano Isidoro y a su cuñada, cuando Teresa está en Semallé. Luis es el «hombre santo» con quien ella es «siempre muy feliz»: le «hace la vida muy dulce», es un marido como se lo «desea igual a todas las mujeres». De esta confesión, a los cuatro años y medio de vida de casados (L 1), no cambió nada once años después, si no es su voluntad de «llegar a ser santa: no será fácil, hay mucho que desbastar y la madera es dura como una piedra» (CF 110).
Luis «está impaciente por tener a Teresita en casa» (CF 114). Por segunda vez, a la hija se la espera intensamente. Celia ve todo azul y blanco, como para un nuevo nacimiento y un nuevo bautismo.
«Ya le tengo preparado un vestido azul cielo, con unos zapatitos azules, una cinta azul y una graciosa capa blanca; será encantador. «Por anticipado me alegro de vestir a esta muñeca» (CF 115). Teresa vuelve definitivamente a casa el 2 de abril de 1874: «niña encantadora», «muy dulce y muy avanzada para su edad» (CF 116), «me admira su boquita» (CF 117).
«Una niña no sin defectos»
¿»Muy dulce»? Hay que verlo… La niña pasa sin duda por un nuevo período de desarraigo, esta vez de Semallé y de su «Rosita», pero pronto reencuentra sus raíces Martin uniéndose fuertemente a su madre: se recordarán las páginas en que Celia, fuertemente unida también ella al «pequeño bebé», la describe sentada en el columpio o «pasando su manita por la cara» de la mamá (CF 119). Pero, otras veces, Teresa se muestra capaz de «enfados espantosos» (CF 147), «rompería todo» lo que es un poco delicado (CF 125). A los tres años «el huroncito» «tan atolondrado» hace prueba de «una terquedad casi invencible» (CF 159). Y su linda «boquita» puede gritar hasta «ahogarse» (CF 147).
Si la enternecida mamá llega hasta premiar al «diablillo que es la alegría de toda la familia» (CF 157) «una naturaleza escogida» (CF 195) -«pequeña naturaleza angelical» (CF 201)-, más tarde la Santa distinguirá en una «naturaleza como la mía» un «gran amor propio»: «Estaba yo lejos de ser una niña sin defectos» (A 8 r-v). Por otra parte, al poner de relieve su «amor al bien» («bastaba que me dijeran que una cosa no estaba bien, para no necesitar que me lo dijeran dos veces», A 8v), implícitamente suscribe las alabanzas maternas en materia del «corazón de oro» (CF 159) de su hija menor, que «no mentiría por todo el oro del mundo» (CF 195).
Teresa es asimismo una fina observadora, que capta los mensajes de la vida. Escucha «con mucha atención» (A 4v, 17v). «Sin darme importancia, prestaba mucha atención a todo lo que se hacía y se decía a mi alrededor, me parece que juzgaba las cosas como ahora» (A 4v).
Con la distancia de los años, comprueba que su «orgullo» natural y su «amor al bien» innato, que le hicieron reaccionar positivamente a los consejos pedagógicos recibidos, transmitían una acción secreta de Jesús, que «supo sacar provecho de todos sus defectos que, dominados a tiempo, le han servido para crecer en la perfección» (A 8v).
Asombrosos los testimonios de Teresa respecto a los «años soleados» de su infancia: «La virtud tenía encantos para mí y estaba, me parece, en las mismas disposiciones que hoy, con un gran dominio sobre mis actos». La Santa añade que «se había acostumbrado a no lamentarse nunca, incluso cuando le cogían lo que era suyo, o cuando era acusada injustamente; prefería callarse y no excusarse, lo que no era ningún mérito suyo, sino virtud natural» (A 11 v). Las excepciones confirmarán la regla.
Reconozcamos que la pequeña Martin encontró en su mamá una educadora espiritual de primera clase, elevando el corazón de su hija «hacia Dios desde su despertar» (A 40r). Celia orientó la libertad de Teresa, poniendo y volviendo a poner a esta criaturita en el buen camino. La buena simiente florecerá abundantemente: «Amaba mucho a Dios y le ofrecía con frecuencia mi corazón, sirviéndome de la formulita que me había enseñado mamá» (A 15 v).
Teresa es consciente de todo lo que debe a estos «padres sin igual» (A 4r), a quienes, llena de veneración, juzgará «más dignos del cielo que de la tierra» (L 261). «Dios se ha complacido en rodear de amor toda mi existencia: ¡mis primeros recuerdos están grabados con las sonrisas y caricias más tiernas! Y si él había dispuesto mucho amor junto a mí, había dispuesto también mi corazoncito, creándole amable y sensible; pues amaba mucho a papá y a mamá y les demostraba mi ternura de mil maneras» (A 4 v). ¡De qué cambios fue testigo la casa de la calle de San Blas!
El sol se pone
Nos llevaría muy lejos el relato de la enfermedad que condujo a la tumba a Celia. Desde hace más de doce años (CF 13), padece ya de un ganglio en el pecho, que lentamente degeneró en un cáncer extremadamente doloroso. Consulta y se entera bruscamente de la cruel verdad de su muerte inminente y de la inutilidad de una intervención quirúrgica.
La familia está consternada. Celia quiere vivir aún unos años para acabar su trabajo educador, sobre todo por Leonia, la hija de sus preocupaciones interminables, a quien, sin embargo, ve hacer grandes progresos. Va en peregrinación a Lourdes con María y Paulina, pero el milagro no se realiza. Con realismo y abandono, la mamá comprende que está invitada a otra parte por otra Mamá.
«¿Qué queréis? Si la Santísima Virgen no me cura, es que mi tiempo se ha cumplido y que Dios quiere que descanse en otro sitio distinto de la tierra» (CF 217).
Silenciosamente Teresa anota «todos los detalles de la enfermedad» (A 12r).
El 28 de agosto de 1877, Celia se convierte en «nuestra madrecita del cielo» (A 12v). Su hija de la tierra la echará de menos terriblemente.
La misma Teresa señaló más tarde el profundo desgarrón que la desaparición de esta «madre incomparable» (A 4v) dejó en ella, a la edad tan vulnerable de cuatro años y ocho meses. La ternura conjunta de su papá y de sus hermanas jamás podrán remediarlo del todo.
En aquel momento, Teresa «no hablaba a nadie de los sentimientos profundos que sentía» ante la última despedida y «no recuerdo haber llorado mucho» (A 12v). Pero lo que no se expresa con palabras ni con las lágrimas de los ojos, se expresará en su psicología con las lágrimas interiores. «A partir de la muerte de mamá, mi carácter jovial cambió completamente; yo, tan vivaracha y expansiva, me vuelvo tímida y tranquila, excesivamente sensible» (A 13r).
La tierra donde Celia y Luis sembraron tendrá todavía que ser durante mucho tiempo regada por las lágrimas del dolor y por el rocío de la gracia, antes de que la pequeña Martin llegue a ser Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
CONRAD DE MEESTER: Teresa de Lisieux, Ed Monte Carmelo