Eduardo T. Gil de Muro
Eran tus maneras, qué vamos a hacerle. Estabas ya que si te morías o no te morías. Estabas entregando minuto a minuto el resuello que aún te quedaba como un soplo en el dolor de tu pecho. No te desesperabas aunque el alma la tuvieras a punto de intolerancia interior. Mirabas fuera de ti porque por dentro te sabías ya de memoria. Te interesaba mirar el espectáculo bello que el Señor ponía ante tus ojos para que te gozaras una vez más en la belleza menuda de las cosas.
De repente era el petirrojo que entraba por la ventana de tu celda-enfermería. Brujuleaba el petirrojo cada mañana. Hacía como que te llamaba la atención. Quería el muy vanidoso que te fijaras en él. Y tú lo mirabas. Y él medio te guiñaba el ojillo. Y os entendíais los dos. Y le dabas gloria y gracia a tu Señor porque te brindaba este trozo de hermosura y sencillez. Llegó hasta tu cama de enferma, tu cama de niña que entregaba en cada aliento la penúltima razón de estar viva todavía. Daba saltos menudos el petirrojo. Y le sonreías. Y olvidabas de repente la asfixia que te estaba consumiendo. Y te decías sin palabras qué delicadeza la delicadeza de un Dios que así estaba recogiendo de tu vida el penúltimo argumento de tu sencillo amor.
Luego te trajeron hasta el lecho de moribunda la cajita de música que, días atrás, te habían traído de parte de Leonia. Ni siquiera habías pedido que te la trajeran, pero sonreíste cuando la viste llegar. Nadie podía sospechar que lo que querías en aquellos momentos era escuchar melodías de antaño: conocidas desde niña, silbadas casi cuando eras la criatura rubia que medía sus pasos como quien mide corcheas o semifusas. Curiosamente, las melodías que estaban grabadas en la caja de música de Leonia no eran melodías «de iglesia». No, ciertamente. Eran melodías profanas. Y cualquiera habría creído que, en esos momentos tuyos -precisamente en esos momentos- estas melodías profanas eran lo que menos podía desear un alma tan espiritualmente tomada como la tuya. Pero he aquí que no. He aquí que tú no eras una exquisita por elección. No necesitabas eliminar nada porque todo te llevaba a Dios. Las melodías profanas de la caja de música de Leonia, aquella tarde casi final de tu vida, te sonaron a melodías de gloria. Gloria bendita, dijiste tú.
Y después, lo de las flores. Aquellas flores que alguien trajo también hasta tu cama. Eran muchas y estaban prietas de pétalos. Eran muchas y entre todas ellas formaban un arco iris de colores brillantes, intensos, entre rojo y oro al mismo tiempo. Siempre tuviste amor a las flores. Siempre recordaste el aroma de las violetas silvestres. Siempre te gustó deshojar rosas para que sus pétalos cayeran sobre la carne dolorosa de tu Cristo. Algo de eso fue lo que hiciste aquella tarde: deshojar las rosas. Y cayeron los pétalos sobre tu Cristo. Y algunos pétalos cayeron de tu lecho al suelo. Y dijiste misteriosamente «ah, tú y tus misterios, Teresita»- dijiste misteriosamente que recogieran los pétalos, que se iban a necesitar más adelante. ¿Cuándo, te preguntó alguien. Y dijiste que cuando a alguien «vaya usted a saber- se le ocurriera pedir un pequeño recuerdo de Teresita, No perdáis ni uno solo. Todos ellos pueden volverse necesarios». Y sonreíste.
Y esto es, año tras año, lo que me sigue emocionando de ti cuando llega esta tarde del 30 de septiembre. La tarde de suprema sencillez en que viniste a nosotros más hermosa que nunca.