Larga tarde con Teresa en el claustro de Lisieux
Lo mejor de ella fue la rara originalidad con que ponía en claro sus pensamientos más singulares. En una larga conversación que tuve con ella en aquella tarde imposible del claustro de Lisieux y con la que edité un libro conversacional que se titulaba de la misma manera -«Larga tarde con Teresa en el claustro de Lisieux»-, me atreví a decírselo: que para qué quería ella ir a la misión -a Hanoi, por ejemplo- si, en definitiva, allí, en la misión, no iba a hacer absolutamente nada. Me parece que me dijo algo así como que le encantaba la idea: un viaje a lo desconocido, adonde a Cristo ni se lo sospechaba, adonde ya iban también los jóvenes misioneros que habían pasado por el Carmelo de Lisieux pidiendo capellanas. Teresita tiró de novedad en estas intuiciones de su espíritu y me dijo que lo que la seducía más en el campo de la misión era la experiencia de la soledad -completamente sola- en que se encontraría:
-«Sin consuelo alguno en la tierra».
Que lo que jamás había imaginado es que en la misión se la estaría esperando para hacer lo que hasta aquel momento nadie había hecho.
-Yo estaba segura de que allí, en la misión, yo no iba a hacer absolutamente nada. Por una razón misteriosa: porque, en el fondo, me daba lo mismo vivir que morir.
Y la miré con sorpresa cuando le escuché estas palabras. Hasta me dije a mí mismo que, a lo mejor, ni siquiera las había escuchado porque me parecían como fuera de cacho. Que me lo repitiera. Y me lo repitió con más claridad todavía:
-Es que me da lo mismo vivir que morir. Nunca he entendido qué puedo llegar a tener después de la muerte que no lo tenga ya en esta vida. ¿Ver a Dios? Pues sí: ver a Dios. Pero tenerlo, tenerlo en mí y para mí, eso ya lo tengo en vida.
Y, a continuación, me dijo que acababan de contarle lo que le había pasado al joven misionero que, con el P. Roulland, había salido hacia Hanoi algunos meses antes. ¿Sabes lo que le ha pasado? Pues que ha muerto en el barco que lo acercaba a China. Ni siquiera había empezado a conocer el campo misionero en que se decía que se lo esperaba para trabajar en el florecimiento de la misión. Ha muerto sin hacer apostolado alguno. Ha muerto sin tener que someterse a molestia alguna. Ni siquiera se había puesto a estudiar el idioma chino para ponerse a trabajar. Si hay un martirio del deseo, a ese martirio es al que yo aspiro y el que estoy segura que acabará de concederme el Señor.
-Sabes qué conclusión saco yo de estas cosas que te digo? Pues que al Señor, cuando se lo propone, nadie le es imprescindible. Lo que quiere saber El, más que nada, es que cuenta con nosotros porque nosotros ya hemos decidido que haremos lo que El quiera hacer de nosotros. Sólo eso y, por favor, cuéntalo bien cuando se lo cuentes a alguien.
Le dije que sí, que lo contaría de esta manera. Porque misionera por misionera, ahora entendía yo eso de que hay misioneros de campo y misioneros a contramano. Todos son misioneros verdaderos.
T. Eduardo Gil de Muro Periodista