Teresa del Niño Jesús

Era el 2 de enero del año de gracia de 1873. Hacía un frío tremendo en la ciudad de Alencon, en la Normandía francesa. En el hogar de los esposos Martín-Guerin había ya bastantes hijas, pero, cuando les nació María Francisca Teresa, la verdad es que el alma se les llenó de gozo. No sabía entonces por qué, pero lo cierto es que la niña, a pesar de la mala salud de doña Celia Guerin cuando la alumbró, dio la impresión de ser una criatura fuerte que iba a luchar como un menudo campeón para que la vida le saliera adelante. A doña Celia casi le costó la vida este nacimiento de Teresita. Moriría doña Celia unos pocos años después. Y Teresita quedó librada a la atención y el cariño de su hermana Paulina, a quien Teresita llamaría siempre («mi madrecita». Fue Paulina de hecho quien preparó a Teresa en los meses previos a su comunión. Fue Paulina la que le vino a descubrir que, en los caminos de Dios, hay llamadas y llamadas. Algunas son irresistiblemente impetuosas. Quizás fue una conversación así la que le abrió a Teresa un horizonte de entrega que acabaría con sus jóvenes huesos en el Carmelo. Paulina había profesado en el Carmelo de Lisieux. La tarde de esa profesión de Paulina fue para Teresa la tarde de una tremenda depresión. Se le vino el alma al suelo. Tuvo la sensación horrible de que había perdido a Paulina para siempre. Y la enfermedad anidó en Teresita y la condujo poco menos que a la sombra de la muerte. Y fue entonces cuando Ella -la Virgen de la Sonrisa- vino a sonreírle y a crearle un espíritu de fortaleza que la convirtió en un dulce y poderoso guerrero. Lo que pudiera sucederle en la vida de ahí en adelante, siempre la encontraría con las armas en la mano. Se enamoró de la tremenda figura de Juana de Arco. Imaginó ella que, en la pelea por la santidad, también a ella se le encomendaba la fidelidad absoluta al amor por su Rey más verdadero. De niña, su padre la llamó siempre “mi reinecita». Y ella lo llamaba «mi rey». Pero el Rey de verdad empezaba a ser el Cristo que la estaba reclamando al Carmelo. Tanto como había reclamado a Paulina. O a María, la hermana mayor. Teresita viaja a Roma. Pide permiso personal al Papa para entrar en el Carme lo de Lisieux a los quince años. Le cuesta un esfuerzo increíble conseguir esta hermosa osadía. Y la consigue y entra al Carmelo. Donde las jornadas de la perfección se le acumulan. Hay alguien que tiene prisa en que Teresita culmine una poderosa cima de santidad. Ama intensamente. Ama con un amor enloquecido. Se entrega a las aspiraciones más absolutas: quiere ser a la vez apóstol y misionero y eremita en los desiertos y predicador en todos los rincones del mundo. Especialmente en los rincones en que todavía no haya sido pronunciado nunca el nombre de Jesús. Quiere ser mártir.Siempre supo que moriría joven. Siempre supo que estaba preparada para esa llegada nupcial del Esposo. Siempre supo que su muerte no sería una muerte plácida, sino una muerte temblorosa e insegura. Porque, en su afán por incorporar a su experiencia toda la experiencia de amor y de dolor de Jesús, estaba segura de una agonía similar a la de Cristo en la noche de los Olivos: «Ni pizca de sosiego. Ni pizca de con suelo». El 30 de septiembre de 1897, a la caída de la tarde, la monja Teresa del Niño Jesús, Carmelita Descalza, dijo solamente cuatro palabras: «Dios mío, os amo». Un sol de eternidad alumbraba tímidamente su rostro. ¿Qué podía dar de sí en orden a la espiritualidad una vida tan corta y tan sencilla como, aparentemente, fue la vida de Teresa de Lisieux? Correría grave riesgo de engaño quien creyera que Teresa de Lisieux es solamente «Teresita»: una santa en miniatura, una santa de las cosas menudas escasamente importantes y peligrosamente románticas. Teresa de Lisieux es un espíritu adulto, un espíritu muy serio, una escritora que lleva por debajo de su literatura la sangre viva de quien entendió al Señor como una exigencia cotidiana que es capaz de no dejar en sosiego ni el pensamiento ni el aliento poético ni la generosidad de una entrega por encima de toda debilidad o fácil consentimiento.

Hay un momento en la vida de Teresa de singular importancia: aquella hora en que Teresita, en el claustro de Lisieux, se dispone a cumplir el amoroso mandato de su Madre Priora: que escriba, que cuente la historia de su vida, que apunte sus pensamientos. Y ella, que no conocía aún sus grandes condiciones de escritora, redacta un libro tembloroso de sinceridad al que llama muy instintivamente «historia de un alma». Era verdad: Teresita desnudaba su alma y hacía frente amoroso a muchos de sus más escondidos pensamientos. Teresita tiene el buen gusto de no asombrarnos con sus conocimientos profundos. No los tiene. Ni siquiera posee una cultura libresca a la que podría haber echado mano cuando la pluma se le retorciera sobre el modesto papel en que apuntaba sus palabras. Teresita abre el alma y la memoria. Como los mejores escritores de memorias personales, Teresita es de una sinceridad casi febril: lo suelta todo, lo dice con estilo muy directo, hace filigranas de sencillez. Se pone en manos del Evangelio, que es su gran fuente de inspiración. Se pone en el alma y el espíritu de un oleaje carmelitano que va desde su maestro y padre San Juan de la Cruz hasta lo que le rezuma de aquel espíritu insobornable de su Madre Santa Teresa. Los leyó hasta el agotamiento. Los reflexionó apasionadamente. Los convirtió en masa de su pan de cada día. Y de ellos sacó también mucho del aire poético que encontramos en los versos de Teresita. Y, sobre todo, en las conversaciones de Teresita -ésas que han quedado impresas en sus palabras postreras: alguien, felizmente, se encargó de recoger aquellos suspiros finales de una de las almas más sutiles que ha podido dar la espiritualidad cristiana. Y, para completar el círculo de sus mejores manifestaciones, repásese el epistolario: se volcaba ella cuando escribía a su hermana Celina o a sus hermanos sacerdotes o a quienes, en un determinado momento, pudiera estar a la espera de sus palabras.

Lo que de mejor tiene esta doctora de la Iglesia -fue un gozo singular que el Papa Juan Pablo II hiciera de este doctorado una declaración solemne en la plaza del Vaticano- es que nos lleva y nos trae por su hermosa literatura sin necesidad de encerrarnos en un libro solo. El lector puede ir de la historia de su alma a los versos de su espíritu y a la fervorosa entrega en cualquiera de sus cartas. Nos puede admirar el prodigio casi niño y bello de su redacción y el aire volátil de sus últimas palabras. Todo en Teresa de Lisieux -los más hermosos veintitrés años de la historia de la santidad- tiene sabor a esa «filigrana del Espíritu» de la que habló un día el intelectual francés Emmanuel Mounier. Eduardo T. GIL DE MURO

SU ESPIRITUALIDAD

«En todos los cálices ha de mezclarse una gota de hiel. Pero estoy segura de que las tribulaciones ayudan mucho a despegarse de la tierra y nos hacen mirar más allá de este mundo. Aquí abajo nada puede llenamos. Sólo podemos gustar un poco de reposo cuando estamos dispuestos a cumplir la voluntad de Dios. A mi navecilla le cuesta mucho llegar a puerto. Hace ya mucho tiempo que diviso la orilla, pero me encuentro todavía lejos de ella. Sin embargo, es Jesús quien guía mi barquilla y estoy segura de que el día en que él quiera la hará arribar felizmente a puerto. Cuando Jesús me deje en la bella ribera del Carmelo, quiero entregarme a El por entero. No quiero vivir más que para El. No temeré sus golpes de mar porque hasta en los más amargos sufrimientos, siento siempre que es su dulce mano la que golpea. Sólo deseo una cosa: sufrir siempre por Jesús. La vida pasa tan de prisa que, realmente, vale más lograr una corona muy bella con un poco de dolor, que lograr una corona ordinaria sin dolor. ¡Cuando pienso que por un solo sufrimiento soportado con alegría se amará mejor a Dios durante toda la eternidad! Además, con el sufrimiento podemos salvar almas. ¡Qué feliz me sentiría sí, en el momento de la muerte, pudiese yo tener un alma que ofrecer a Jesús! Habría un alma arrancada al fuego del infierno que bendeciría a Dios por toda la eternidad!…» (18 de marzo de 1888.- Carta a su hermana Paulina).

ORACIONES

Oración para alcanzar la humildad. 16 de julio de 1897.

¡Jesús! Jesús, cuando eras peregrino en nuestra tierra, tú nos dijiste: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y vuestra alma encontrará descanso». Sí, poderoso Monarca de los cielos, mi alma encuentra en ti su descanso al ver cómo, revestido de la forma y de la naturaleza de esclavo, te rebajas hasta lavar los pies a tus apóstoles. Entonces me acuerdo de aquellas palabras que pronunciaste para enseñarme a practicar la humildad: «Os he dado ejemplo para que lo que he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. El discípulo no es más que su maestro… Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica».
 
Yo comprendo, Señor, estas palabras salidas de tu corazón manso y humilde, y quiero practicarlas con la ayuda de tu gracia. Quiero abajarme con humildad y someter mi voluntad a la de mis hermanas, sin contradecirlas en nada y sin andar averiguando si tienen derecho o no a mandarme.
 
Nadie, Amor mío, tenía ese derecho sobre ti, y sin embargo obedeciste, no sólo a la Virgen Santísima y a san José, sino hasta a tus mismos verdugos. Y ahora te veo colmar en la hostia la medida de tus anonadamientos. ¡Qué humildad la tuya, Rey de la gloria, al someterte a todos tus sacerdotes, sin hacer alguna distinción entre los que te amen y los que, por desgracia, son tibios o fríos en tu servicio…!
 
A su llamada, tú bajas del cielo; pueden adelantar o retrasar la hora del santo sacrificio, que tú estás siempre pronto a su voz… ¡Qué manso y humilde de corazón me pareces, Amor mío, bajo el velo de la blanca hostia! Para enseñarme la humildad, ya no puedes abajarte más. Por eso, para responder a tu amor, yo también quiero desear que mis hermanas me pongan siempre en el último lugar y compartir tus humillaciones, para «tener parte contigo» en el reino de los cielos. Pero tú, Señor, conoces mi debilidad.
 
Cada mañana tomo la resolución de practicar la humildad, y por la noche reconozco que he vuelto a cometer muchas faltas de orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento es también una forma de orgullo. Por eso, quiero, Dios mío, fundar mi esperanza sólo en ti. Ya que tú lo puedes todo, haz que nazca en mi alma la virtud que deseo. Para alcanzar esta gracia de tu infinita misericordia, te repetiré muchas veces: «¡Jesús manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo!»
 
«Si yo fuese la Reina del cielo» ¡¡¡María, si yo fuese la Reina del cielo y tú fueras Teresa, quisiera ser Teresa para que tu fueses la Reina del cielo…!!! 8 de septiembre de 1897.

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