Como todos los años, al llegar diciembre, las familias del bloque habían planeado montar el portal de Belén. De allí fueron saliendo trozos de corcho, pastores, ovejas, el puente de madera, el castillo de Herodes, los Reyes con sus correspondientes camellos, en fin, todo lo que compone el nacimiento. Los belenes que se montaban en el bloque cubrían toda la gama de posibilidades: desde los que sólo ponían el misterio, hasta los del tercero, que ocupaban medio cuarto de los niños y en donde no faltaban ni el árbol, ni el Papá Noel. Pero el caso del vecino del primero era para nota; había ideado un sistema hidráulico que funcionaba por gravedad, y desde la noria, situada en lo alto de la montaña, regaba una pequeña huerta, y de ahí, cayendo en cascada, producía electricidad suficiente para iluminar las estrellas del telón de fondo del portal.
Se venían encima las fiestas de Navidad, fiestas familiares por excelencia, en que los niños eran los protagonistas principales. ¡Cómo disfrutaban! Con qué ilusión colocaban la lavandera, o los patos, o la estrella prendida con un alfiler de la cortina. Pero ese año, no sé por qué, algo estaba ocurriendo y nadie sabía explicarlo: en todos y cada uno de los belenes faltaba el niño Jesús. En todas las casas, claro está, fueron los niños los que dieron el grito de alarma: «Mamá, mamá, que no encontramos al niño Jesús».»Se habrá caído por ahí. Seguid buscando».Al principio, las culpas recayeron sobre los más pequeños. «Seguro que ha sido Luisito. ¡Anda, déjate de tonterías y saca el niño del pozo como hiciste el año pasado!»»¡Que no he sido yo!», protestaba el pequeño.
Las labores de búsqueda continuaron, pero los intentos fueron inútiles; definitivamente el niño Jesús había desaparecido. «Lo habrán secuestrado dijo doña Rosario la del bajo. Con lo malos que están los tiempos, seguro que algún desalmado se le habrá ocurrido semejante faena».El economista del ático, que era muy redicho, sentenció: «El problema hay que solucionarlo de inmediato. ¡Cómo va a ser que a un belén le falte el niño! ¡De ninguna manera! Planifiquemos una estrategia de marketing de optimación de recursos de búsqueda y creemos una comisión investigadora».Y cada familia fue discurriendo qué podrían hacer. Mientras, los más prácticos optaron por la solución rápida: «Niño, vete a la tienda de todo a veinte duros de la esquina y tráete uno de esos de plástico, y saldremos del apuro». Los Pérez decidieron, muy cucamente, poner sobre el portal mucho espumillón y nieve, con lo que no se apreciaba ni el pesebre, ni la Virgen, ni la mula, ni, por supuesto el niño. El del primero no podía ser de otra manera creó un holograma de un niño Jesús, que consiguió a través de Internet, y le quedó muy resultón. Sin embargo, hubo una familia en la que sólo el padre cayó en la cuenta de que faltaba el niño Jesús, pero no se lo dijo a nadie.
Esperó a que todos se acostaran y pensó que, a la mañana siguiente, ya comprarían otro. Se quedó sólo viendo las noticias de la tele, y cuando se disponía a acostarse, le dio por mirar el Belén. ¡Cuántos recuerdos le traían las pequeñas figuras! Fue repasando ese pequeño universo de figuras de barro, de geografías de ríos de papel de plata, de nieve de algodón, de casitas de cartón, hasta que posó los ojos en el pesebre vacío. Rebuscó por cada rincón del pequeño portal: miró entre las pajas, levantó las casitas del pueblo, revisó las hojas de las palmeras, pero todos los intentos fueron inútiles, y lo que comenzó como una ojeada rutinaria, se fue convirtiendo en auténtica obsesión. Se decía preocupado: «No aparece, no aparece, no aparece».Y se sobresaltó cuando, a voz en grito, exclamó: «¡Oye niño, tienes que aparecer, porque sin ti todo esto no tiene sentido!»Y, al decirlo, comprendió que esas palabras cobraban un significado muy especial aquella noche: ¿Dónde estás, niño Jesús? ¿Por qué no estás ahí que es donde deberías estar? Ese pensamiento tan inocente de la figurita desaparecida lo estaba desazonando, y el interrogante se iba convirtiendo en un grito angustiado:
«¿Dónde te puse, Jesús, que ahora no te puedo encontrar?» El repaso tomó otros derroteros, muy alejados de Belén: «¿En qué momento decidí, consciente o inconscientemente, celebrar la Navidad sin ti? ¿Quién me convenció de que lo importante en estas fechas era saber cuál iba a ser la cena del día 24, o si era mejor el champán que el cava, o que estuviese muy atento y no me atragantara de uvas el 31, quién fue? ¿Cómo he podido dejar que colonias, muñecas, turrones, reyes magos, papás noeles, iluminación callejera, zambombas, loterías, hayan usurpado tu puesto?» Las preguntas resonaban en su cabeza, y, por primera vez en muchos años, sintió que se encontraba completamente vacío.
Todo esto es ridículo pensó. A cualquiera que se lo cuente seguro que me dirá que tampoco es para tanto, que a un detalle así no hay que darle tanta importancia. Sin embargo, algo le decía que ese momento que estaba viviendo podía ser clave en su vida. Por una vez había empezado a desprenderse de los convencionalismos, de lo que todo el mundo piensa o hace, y se estaba adentrando en el terreno de la verdad. El caso es que seguía allí en vela, sentado delante del nacimiento, mirando pensativamente el fondo de ese pesebre, mirando el fondo de su propio corazón, y descubriendo que a ambos les faltaba el niño Jesús. Del fondo del pesebre, su mirada vagó de un lado a otro y se fue posando en todos los personajes del belén.
«¡Qué puñetas hace ahí la estrella, si lo que dice que anuncia ya no está! A ver quién es el guapo que les dice a los Reyes Magos que sería mejor que se volvieran por donde vinieron y dejaran sus regalos para mejor ocasión. O a esos pastores cargados con sus ovejas, con su típica jarra de leche, con su consabido tarro de miel; sí, a esos que dirán luego que fueron los primeros que vieron a Dios, ¿quién les cuenta que no hay nadie a quien adorar?» Por fin, concluyó pesimista: «Nada tiene sentido, todo esto de la Navidad no es más que un montaje».
Pero añadió: «tampoco en mí nada tiene sentido. Sólo sé que me subí al carro de la vida, viví sin pararme, y hoy ya no sé dónde me lleva ese carro, y ni siquiera estoy seguro de que haya un camino por el que ir a alguna parte».Recordaba con amargura la felicidad inocente de cuando tenía ilusión, y rompió a llorar desconsoladamente, añorando su pasada alegría y lamentando su tristeza actual.
La noche fue pasando y se quedó dormido, sumido en sus cavilaciones, hasta que, ya de mañana, su hijo pequeño le tiró de la camisa:»Papá, papá, ¿qué haces aquí dormido?» «Nada, hijo, nada las cosas de tu padre».»Papá, te encuentro muy triste, ¿te pasa algo malo?» «No, nada grave estoy triste porque he perdido el Niño Jesús y me ha llevado toda la noche buscándolo y no he conseguido encontrarlo». «Pero papá, eres un despistado tremendo: ¿no sabes que estamos a día 10, y el niño nace el 24? Anda, mira bien, y verás que el Niño Jesús está todavía dentro de la barriguita de la Virgen. ¿Lo ves? Yo mismo lo puse allí». El padre no dijo nada, sólo miró la figura gordita de la Virgen, miró a su hijo y dándole un beso le dijo: «Gracias, hijo mío, por ayudarme a encontrar al Niño Jesús»
Fernando Parra Martín.