«Todos vosotros sois hermanos».
Son palabras de vida eterna, como una brisa suave rozándome el corazón.
«Uno solo es vuestro Padre, el del cielo».
Siento a Jesús frente a mí, mirándome a los ojos, poblando mis oscuras soledades con mil rostros, mil sonrisas, mil canciones… No estoy sola en el viaje de la vida. ¡El Señor me ha regalado hermanos que sueñan, que caminan a mi lado, y que junto a mí miran al cielo y susurran ese nombre único, bendecido y fuente de bendiciones: «Abba».
Padre, que estás en el cielo… ¿Dónde está ese cielo que tú habitas? Papá Dios, quiero reclinarme en tu corazón maternal, porque a veces hace demasiado frío y las lágrimas se cristalizan por dentro. Sentir tu calor, la pura eternidad de tu cariño, para poder mirar sin miedo el dolor de mis hermanos en cualquier esquina del mundo y hacerlo muy mío. Padre nuestro, en el hueco de tu mano cabemos todos. En ese cielo que me habita, porque no estamos huecos, porque la luz se abre paso en las entrañas. Padre nuestro que estás en el cielo…
Me gusta pronunciar tu nombre, saborearlo en silencio, sabiendo que miles de hermanos lo están gozando en ese mismo momento igual que yo. Tu nombre es nuestra paz. Y quisiera santificarlo con mi pequeña vida. Ser santa porque tú eres santo.
Te pido, Padre nuestro, que nos regales tu Reino a cada instante. Somos tan poquita cosa, nos soltamos de tu mano tan fácilmente… Danos tu Reino, la sencillez y la libertad de tus hijos, el coraje de hablar de ti sin miedos y sin tapujos. Danos amarnos entre nosotros: ser hogar cálido para el hermano. Danos tu Reino, Señor.
Y aquí, en nuestra Tierra, la que tú modelaste para nosotros, que se cumpla tu santa voluntad. Que te dejemos hacer, que te dejemos seguir creando bellezas y puestas de sol, sin destruir, sin arrancar, sin pintar de negro tus hermosos amaneceres. Lo mismo que en el cielo… ¿No estaba el cielo dentro de mí? Que yo, Señor, en este pequeño cielo de mi alma, te deje hacer, te deje ser Dios, no obstaculice tus designios, tus sueños. Que en la Tierra y en el Cielo se haga lo que tú quieres, Padre nuestro.
Tenemos hambre. Demasiada hambre en este mundo. Demasiado fuego consumiendo nuestras alegrías. Hambre de paz, de justicia, de fraternidad. Y miramos a lo alto porque solamente tú tienes el pan que puede saciarnos, solo tú puedes colmar nuestras ansias y llenar nuestros vacíos. Danos ese pan, danos a Jesús, el fruto bendito de la Virgen, el único PAN y el único AMOR. Y acuérdate, Padre, de los hermanos, de tantos niños… que hoy no tendrán un pedacito de pan de trigo para ahuyentar las lágrimas de su hambre. ¡Padre nuestro!
Nunca he querido ofenderte, Abba. En mi pobreza he deseado agradarte, agradar a los hermanos, pero reconozco mis heridas. Por eso, me pongo en tus manos, porque tú puedes sanar, tú puedes aliviar el dolor, tú puedes hacer que mi desierto vuelva a florecer. Acoge, Padre, mi corazón herido por el pecado. Y perdóname, porque me alejé de ti. Como le pedía un hermano descalzo a la Virgen del Carmen: “Líbrame del pecado que deshace mi espíritu y corrompe mi cuerpo”.
Yo también abrí heridas en el pecho ajeno. Arranqué la alegría del rostro de mi hermano… ¡Cuánta soledad impuesta, que no gozada! Por eso también pido perdón a quienes tuvieron que volver la mirada cuando yo me acercaba para abrir brechas en su camino. Y perdono de corazón a quienes las abrieron en mis senderos.
En tus manos, Padre, recostados en tu regazo, no caeremos en la tristeza de la tentación consentida. En tus manos nos elevamos hasta acariciar la luna y las estrellas. En tus manos el cielo está tan cerca, tan dentro…
Nos acecha el mal. Nos sumerge en sus aguas profundas aquel que a ti no te quiere, aquel que apaga la luz que tú prendes en medio de nuestras tinieblas. Líbranos de él, tú que nos quieres con corazón de madre.
Amén. Así sea. Así se cumpla. Así te dejemos ser Dios.
Sigo recostada en el pecho de Jesús, cabe el Maestro que nos enseñó esta oración, como nos aconsejó Teresa, mi santa madre. Cinco veces al día la recito junto a mis hermanas, ellas suplen mis distracciones, mis ausencias, mis olvidos. En ellas me apoyo. Con ellas bendigo al Padre. Con ellas soy hermana, hija de nuestro Abba. Y en ellas y con ellas oro junto a toda la humanidad. Todos hijos. Todos hermanos. Jesús insistió: “Todos vosotros sois hermanos”…
Padre nuestro… María, madre de Jesús y madre nuestra: ayúdanos a saborear cada palabra de esta oración. Seguro que tú también la escuchaste de sus labios, y te estremecerías mientras él desgranaba cada frase, cada sueño de Dios sobre nosotros. Ayúdanos a sabernos hijos, a luchar infatigablemente por ser hermanos. Porque en el corazón de Dios, todos tenemos nuestro propio lugar. Amén.
Lucía Carmen de la Trinidad, CD