El Espíritu Santo te ama. La aventura de dejarnos acompañar por Él

LO QUE SE HABLA DESDE DENTRO, LLEGA ADENTRO.

Sabemos que nuestra vida es una cuestión abierta: aprendemos cada día el arte de vivir en el terreno santo del aquí y ahora. Sabemos que el Espíritu nos acompaña y actúa en nuestra debilidad (cf Rom 8, 26-27), aunque no sepamos cómo, porque es como el viento que sopla donde y cuando quiere (cf Jn 3, 7-8). Sabemos que hay muchas personas que son testimonio de la acción del Espíritu («María siempre se dejó guiar por el Espíritu Santo», San Juan de la Cruz…); la lucidez para colocarnos en la verdad requiere la ayuda inspiradora de muchos; ellos sacan lo mejor de nosotros.

Para entendernos y saber quiénes somos, contamos con la luz del Espíritu, dulce huésped de nuestra interioridad.

Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rom 8, 26). ¿Cómo nos entenderíamos sin su luz y guía? (cf Hch 8, 30-31). ¿Cómo caminar ciegos ante tanta luz, sordos ante tan grandes voces? En la interioridad, como presencia amorosa, nos habita una bienaventuranza: El Espíritu Santo está dentro de nosotros. Lo buscamos, lo llamamos, atendemos sus inspiraciones, nos dejamos guiar por él: ¡Ven, Espíritu! Le ofrecemos nuestro espacio para que nos lleve de la superficialidad a la hondura, del ruido al silencio, de la ausencia a la presencia, y así pueda seguir creando y recreando. Somos cristianos en la medida que somos movidos por el Espíritu (cf Rom 8, 14).

¿Cómo nacer del Espíritu?

  • Cultivando la confianza de un niño en brazos de su mamá, que se abandona porque se siente amado, protegido, seguro… (sabe que con el Espíritu nunca hay que dar por terminada la esperanza).
  • Dejándonos llevar por él. Los vientos del Espíritu están siempre soplando; somos nosotros los que tenemos que izar las velas para nos empujen.
  • Acogiendo las preguntas radicales, que el Espíritu suscita en nuestros adentros: ¿quién eres?, ¿dónde estás?, ¿qué te pasa?, ¿qué buscas?
  • Abriéndonos a su amor para dar con las fuentes de la vida y, así, dejarnos hacer por él, abriendo el corazón a sus torrentes de vida.
  • Permitiendo que él nos conduzca al desierto, que, en hebreo, significa lugar de la palabra, para oír la palabra y ponerla en el corazón, donde se guardan los recuerdos imborrables del paso liberador y amoroso de Dios por nuestras vidas.
  • Lo que no se oye dentro, no se oye. Solo lo que se habla desde dentro, llega adentro. El Espíritu siempre habla bien de nosotros; sus palabras luminosas, providencia de ternura para nosotros, guardadas en el corazón en los tiempos de soledad orante, son pan y agua (o leche y miel) para subsistir en tiempo de inclemencia.
  • Aceptando el perdón y sanación del Espíritu, para no llevar el peso de historias negativas.

El Espíritu reacciona siempre

Cada vez que lo tocamos con nuestra voz, deseo, amor, «sus torrentes y sus olas nos arrollan» (Sal 41). Con un silbo suave nos conduce a la interioridad, donde se recrean los motivos profundos por los que vivimos («Por ti madrugo». Sal 62). Con sus dones nos hace creativos, capaces de embellecer la vida de los demás, la vida de la creación. Con su llama de amor viva nos introduce en la gracia de ser amados, nos enseña a valorarnos y a caminar con una confianza creativa; nos cita en el misterio para abrazar a todos en ÉL.

El Espíritu tiene su lógica. No actúa si no le damos nuestro consentimiento, como hizo María con su «hágase». El Espíritu espera el don de nosotros mismos. Cuando nos entregamos a él vemos cómo actúa, nos hacemos cooperadores suyos, trabajamos en equipo con él, vencemos el mal a fuerza de bien, sembramos su paz donde no la hay; nacemos en el Espíritu; «el Espíritu habla por nosotros» (Mt 10, 19-20).

Si nos dejamos guiar con sencillez por él, se hace colaborador de nuestra vida

Nos empapa del Evangelio, nos ayuda a decir «Jesús», «Padre’, «hermanos». Si somos movidos por el Espíritu, reconocemos a Jesús en los desdichados de la tierra, en los perseguidos por la justicia y la libertad; nuestro abrazo de amor solidario les permite entrar en el gozo de las bienaventuranzas.

No acudimos a la oración para convertirnos en místicos, para ir en busca de luces y consolaciones, sino para ser instrumentos del Espíritu. Muy a menudo, sin experiencias sensibles, lo que esperamos es su acción en nosotros. Lo que no está en nuestros planes, está en los planes del Espíritu Con el Espíritu, tesoro escondido en tu vasija de barro, «canta y camina a la vez» (San Agustín). Da testimonio de él con el asombro adorador, con el corazón ensanchado para una comunión sin fronteras, con la gratuidad que limpia los ambientes, con la valentía decidida para vivir al aire de Jesús. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

Pedro Tomás Navajas, OCD

Revista ORAR, 276

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