Soy feliz entre estos mis «hermanos más pequeños»

No han podido llevarse aún nuestras raíces

Entre los muchos motivos, por los que frecuentemente doy gracias a Dios, uno es, por haberme permitido vivir y trabajar con mis hermanos indígenas de la Amazonía Ecuatoriana. Este agradecimiento lo hago desde el fondo de mi corazón y, cuando se ofrecen las circunstancias, ante muchos públicos con los que me encuentro. Son ya 44 años, que ya es decir, desde que pisé las tierras, aún vírgenes, de esta selva tan devastada en nuestros días.

Como en toda tarea nueva, no me resultaron fáciles «los fuertes y fronteras» por los que se pasa al principio: hacerme a la vida de los más pobres, con sus culturas, sus costumbres, su lengua y su cosmovisión, tan diametralmente distinto de lo que había dejado en el «primer mundo»… Y claro está que me preguntaba en mis adentros si podría llegar, algún día, a asimilar y gustar y querer este «otro mundo» que se me presentaba tan diverso. Me resonaban aún las palabras de algún compañero de España: «Cantero, tú no aguantas aquella vida…, para Navidad te tenemos por acá de nuevo…». El viaje a Ecuador lo había hecho en el mes de noviembre.

Me tocó comenzar en lo más lejano de la Misión: en los ríos Putumayo y San Miguel, fronterizos con Colombia. Ríos habitados por mis hermanos indígenas, de la etnia Naporunas y de habla Kichwa. Habían sido traídos por un «patrón» desde el lejano río Napo y seguían siendo propiedad de él… Ahí comenzaba una tarea difícil pero apasionante a la vez. Me propuse hacer un recorrido por el río San Miguel, visitando sus casitas y compartiendo un día y otro, su vida toda: el hospedaje, la comida, el trabajo de la chacra y sus conversaciones largas del amanecer, contando los sueños, que interpretaba el anciano de la casa y programando el trabajo del día, mientras se tomaba la «Wayusa» (bebida sagrada para mantener despiertos, durante el día, el cuerpo y el espíritu).

Realmente se me iban cumpliendo los sueños que traía del otro lado del mundo: estar y compartir y asimilar, poco a poco, la sabiduría milenaria de estos pueblos que ojalá la pudiéramos dar a conocer a este mundo globalizado y ya casi sin valores.

«Bienaventurados los pobres, los limpios de corazón, los llenos de paz…» Sí, ellos son los felices, pues lo comparten todo y no acumulan sino bondad, acogida, cariño y mucha alegría, como verdaderos frutos del Espíritu. La verdad es que comencé enseguida a sentir cariño por ellos, a la vez que aprendía su cultura, su lengua y sus valores de: «Vivir iguales» – «No poseer sino lo necesario para que alcance a todos» – «Complementar los contrarios». Tres principios profundos de su filosofía y teología, que llenaban de sentido mi vida de misionero y que hacían más verdaderos los valores del Evangelio: «Un solo Padre – Todos hermanos – Guiados por el Espíritu…»

Sí, ya son 44 años los que llevo compartiendo esta «calidad de vida» con mis hermanos indígenas «Naporunas» y que, aunque la cultura absorbente y globalizadora quiera engullir esta y otras culturas ancestrales, no será posible porque, «aunque ya cortaron el tronco y las ramas y se llevaron las flores y los frutos, no han podido llevarse aún nuestras raíces…», como dijo un líder indígena de Huatemala.

Me ha tocado lo mejor de mi heredad. He sido y sigo siendo feliz entre estos mis «hermanos más pequeños» que pueden ofrecer una alternativa de vida fraterna e igualitaria, a una sociedad donde estos valores ya perdieron vigencia y se rehúsa buscar el «tesoro escondido del Evangelio», que volvió a hacer feliz al hombre que lo encontró.

Juan Cantero, OCD, misionero en la Amazonía Ecuatoriana

Publicado en Revista Orar, 270

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