Busca un momento en tu jornada para orar.
Haz despacio la señal de la presencia, mientras dices con calma: En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Coloca ante ti este icono.
Abre la Palabra y lee estos dos textos: Jn 14,1-10; Col 1,15; Rm 8,29
Deja, si puedes, tus preocupaciones. Serénate y prepara tu corazón para la sorpresa.
Pero ven con tus hermanos y hermanas, ven con su dolor y su gozo. Ten presente las situaciones de muerte que te llegan cada día del mundo. Acércate desde ahí al Señor.
MIRA EL ICONO Y DEJA QUE TE HABLE
La imagen de Cristo, el Salvador, tiene la majestad del Pantocrátor y la belleza y bondad de Cristo Maestro
Está inscrita en un intenso fondo dorado para indicar el misterio de la divinidad y su procedencia del Padre (cf. Heb 1,3).
Una aureola en suave tono rojo encuadra su rostro, centro del icono
Dentro de la aureola, casi imperceptibles, los rasgos de la cruz y las tres letras que indican su título mesiánico y divino «Yo soy» (Ex 3,14).
Su rostro es bello y armónico destacan los ojos luminosos de mirada fija, penetrante y bondadosa; la boca, pequeña y cerrada, como en el instante de proferir una palabra de revelación o de silencio que revela que él, todo él, es la Palabra hecha carne; los oídos abiertos y atentos para escuchar nuestra oración y nuestras súplicas.
Su semblante luminoso refleja la luz dorada del fondo del icono y es una fuente de luz para quien lo contempla.
Cristo está revestido de la túnica roja y del manto verde oscuro en juego simbólico de la doble naturaleza divina y humana, y en la unidad de la persona divida.
La mano derecha expresa el gesto de bendición, manifiesta la benevolencia del Padre hacia nosotros.
La posición de los dedos: el pulgar, el meñique y el anular indican la divinidad de las tres personas de la Trinidad; el índice y corazón, entrecruzados, sugieren el misterio de las dos naturalezas de Cristo.
Con su mano izquierda tiene a la altura del pecho el libro de los siete sellos que sólo él puede abrir (cf. Ap 5-6); es el tabernáculo de la Palabra que contiene sus enseñanzas y misterios, la revelación del Padre que él ha venido a traernos, el plan divino de la salvación del mundo por él realizada y de la que sólo él conoce los secretos.
DEJA QUE EL ICONO HABITE TU VIDA Y LA VIDA DEL MUNDO
Jesús es la imagen del Padre, Dios de Dios y luz de luz
Contempla en silencio su rostro y déjate mirar por él.
Jesús es el Salvador, la Palabra hecha carne, que habita la historia de la humanidad.
Acoge en tu corazón esta Palabra de vida.
Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida
Síguele con alegría.
Jesús nos revela el amor de la Trinidad que viene a nosotros
Dile que le amas, que quieres hacer su voluntad.
Jesús es nuestra Paz, trae la paz. «No se turbe vuestro corazón ni tengáis temor»
Pon tus ojos en él y deja que su mirada de amor apague tus rencores, disipe tus temores y quite tus miedos.
Jesús vive en la Iglesia y nos regala el Espíritu Santo
Déjate conducir por él, que despierte tu creatividad para abrir caminos nuevos de comunión y solidaridad.
El Rostro de Jesús nos habla de la dignidad de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y por la que él ha entregado la vida.
Acércate a los marginados, respeta a los que tienen culturas y religión diferente.
CANTA UN HIMNO A CRISTO
El icono nos invita a mirarle y dejarnos mirar. Mira que te mira. A permanecer silenciosos ante él y que el Espíritu Santo ore en nuestro interior. Podemos decirle estas plegarias de adoración y súplica.
«Oh Cristo, tu eres el Reino de los cielos, la tierra prometida a los humildes. Tu eres el alimento del paraíso y el cenáculo del banquete divino. Tú eres la sala de las bodas inefables, la mesa preparada para todos. Tú eres el pan de la vida y la única bebida, fuente del agua y agua de la vida. Tú eres la lámpara que no se apaga, don para todos tus fieles. Eres el vestido de bodas y la corona regia. Eres tú el descanso, el gozo, la delicia, la gloria, la alegría y la felicidad» (San Simeón el Nuevo Teólogo)
«Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es el que nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura y todo se mantiene en él. El es también el maestro y el redentor de los hombres; él nació, murió, resucitó por nosotros. El es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él ciertamente vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez, y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y de felicidad. Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún el camino, la verdad y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. El, como nosotros, y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos… Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino. El es nuestro mediador, a manera de puente entre la tierra y el cielo; él es el hijo del hombre por antonomasia porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres» (Pablo VI).