Iban los venerables ancianos de las viejas cabañas irlandeses y despedían a los hijos que se les fugaban a las jóvenes Américas. Les esperaba el futuro, que siempre es incierto. Un futuro cargado de esperanza y de temblores. Porque tendrían que trabajar en sitios desconocidos. Porque encontrarían dueños escasamente tolerantes. Porque las labores más dolorosas caerían sobre sus hombros. Es decir: que el trabajo iba a ser mucho y la soldada no iba a ser demasiada. Pero menos daba la piedra dura de las montañas irlandesas. -Nos vamos. Nos tenemos que ir. Y se iban. Y los venerables ancianos de la cabaña recitaban sobre la cabeza de sus hijos las palabras de la bendición final:
«Que el cielo os bendiga. Que el viento os dé siempre de espalda. Que vuestros pasos pisen siempre tierra firme. Y que el demonio del mal se entre de vuestra muerte ocho días después de que hayáis muerto.»
Y, a continuación, colocaban sobre el hombro de sus hijos el la banda de la familia: el listón de antigua seda que en la familia fue siempre el signo y el símbolo de la honraza y el carnet de la pertenencia. Por él se conocían unos a otros los miembros de una misma sangre. Por él se mantenía siempre el juramento de la fidelidad. Y se guardaba como oro en paño para que las futuras generaciones lo fueran heredando y se vistiera con ellos el arranque de su aventura. Y va uno y tropieza con esta bella costumbre irlandesa cuando le llega al calendario esta fiesta de la Virgen del Carmen. Que dicen que es la reina del mar y del fuego y de las almas sencillas que reman como pueden y se angustian pero no cesan, pero también es la Virgen que se preocupa de que sus hijos vayan vestidos con el símbolo y la señal de una familia: aquella a la que pertenecen por fe y por exquisita deferencia. Y aquí se acuerda uno de los versos que el poeta carmelita le dirigió una vez a esta prenda de la vestición y signo que es el escapulario que cuelga de los dedos de la Virgen como si estuviera cayendo ya sobre los hombros y el pecho de quien lo espera místicamente. Decía el poeta:
«Ven a mi pecho. Talismán pequeño. Pájaro y brisa, sube ya la roca. Dicta cielos azules a mi empeño y edifica panales en mi boca.
Ven a mi pecho, cúbreme de veras, bórrame los andrajos del destino. He dejado mi ropa entre las fieras y en las zarzas floridas del camino.»
A lo mejor es eso lo que no siempre hemos visto cuando hemos mirado a esta hermosa Virgen que un día subió proféticamente desde los hondos limos del mar y se instaló en la gloria del cielo para lloverse desde allí en incesantes torrentes de gracia y de sabiduría. Ella -se lo dijo también el poeta- no nació en la tierra. Porque, antes de que naciera en la tierra y tuviera un nombre y unos brazos pequeños, vivía ella dilatada en aguas marineras dibujando prodigios y alimentando ensueños. El profeta de Dios y del fuego llamado Elías la vio salir de allí, de los fondos del mar. La sorprendió en sueños cuando subía misteriosamente a las alturas. Y la vio extenderse en ramas de tempestad y relámpagos de luz.
Y tuvo que correr ante la lluvia torrencial que iba empapando las tierras áridas que se agostaban desde tiempos antiguos. No es fácil encontrar a la figura de la Virgen una razón poética y profética tan ancha como ésta que a la Virgen del Monte Carmelo acompaña desde los misteriosos rincones de la historia antes de ser historia. Y por eso se ha situado esta Virgen en el corazón del pueblo y por encima de todo vestigio razonable. Ella es una de esas razones que la razón no entiende, pero que sabe que está ahí y que es imperecedera.
Eduardo T. Gil de Muro. Periodista.