Escrutando en el fondo de nuestro corazón, podemos encontrar que somos seres perpetuamente sedientos, insatisfechos. Podemos ocultar nuestros anhelos en otros «oficios», ahogar nuestra sed en el tumulto de estímulos y sensaciones que nos rodean. Pero, al final, bien en lo fugaz, bien en el hastío, una voz desde el silencio nos recuerda que, en el fondo de nuestro ser, padecemos sed. Desdeñando las numerosas ofertas que nuestro entorno, volvamos a la Escritura a buscar un pozo donde saciarnos, a caminar con una mujer de Samaría, que busca sin buscar y encuentra al ser encontrada. Encontramos en la samaritana de Juan 4 un inmenso vigor que ha hecho de ella motivo e inspiración incesante de cristianos en su sendero espiritual. Ya la Iglesia primitiva encontró ahí los ecos de un encuentro decisivo, tanto como sólo el bautismo acogido en libertad gozosa podía representar para ellos. Es el relato de un encuentro, siempre cara a cara, estrictamente personal, cualquiera que sea el personaje. Es, también, la historia de dos indigencias, un hombre y una mujer que se piden mutuamente: «dame de beber».Hoy os invito a dejar tantas cosas sabidas sobre la Escritura, a no domesticar la Palabra para acercarnos como samaritanas al pozo de Jacob. Este personaje desvela toda la viveza y realidad de lo concreto e histórico. Se despliega en un encuentro personal con Jesús finamente matizado y de hondas resonancias psicológicas. Al mismo tiempo, está cargado de una fuerza simbólica que sólo el evangelista del cuarto evangelio sabe imprimir a sus textos.
Referencias para entender su simbolismo.
Entre las resonancias que nos pueden ayudar a descifrar su simbolismo tenemos los que nos llegan del Antiguo Testamento. Isaac y Rebeca, Jacob y Raquel, Moisés y Séfora son otras tantas historias de encuentro entre un hombre y una mujer, de diálogos en torno a un pozo, entre la fatiga del desierto y la pasión del amor. El escenario es, pues, una clara alusión a la realidad nupcial que encuentra su telón de fondo incomparable en el relato de Oseas, el profeta de Samaría. La esposa de Oseas es un poco como nuestra samaritana, una mujer que corre tras sus amantes como Israel abandona al Dios de la alianza para entregarse al culto idolátrico. Es el esposo quien la alimenta y le da agua, pero ella lo ignora al igual que la samaritana ignora quién es el que puede darle agua viva, quién es Jesús. Volvemos la mirada al pozo, a Jesús y la mujer solos bajo el ardiente sol. ¡Cómo no evocar a la mujer de Oseas en el descampado! Allí donde el esposo le habla al corazón y la atrae, donde Dios mismo seduce a su pueblo y renueva con él la alianza. Otra referencia importante para entrar en el mundo simbólico encerrado en este pasaje evangélico es la Pasión. La hora y la sed. Pueden ser, sin más, la justificación literaria del cansancio de Jesús, la excusa para iniciar el diálogo. Sin embargo, es imposible no evocar los pasajes del mismo Evangelio en los que nos recuerda continuamente «la hora de Jesús»: el momento de su manifestación definitiva, el momento de su aparente derrota camino del Calvario y de la muerte. Una muerte anunciada en esa agonía donde el condenado pide de beber y al fin convierte su costado abierto en fuente de ríos de agua viva.
La samaritana.
Llega con su cántaro. Es la mujer dentro de su tarea diaria, un día cualquiera. Una escena cotidiana. Está sedienta. En la conversación con Jesús, en esa historia desgarrada que la marca y sin duda la atormenta tras su aparente frialdad, da otro sentido a su sed. La samaritana evoca a la insatisfacción radical que late en el fondo de todo ser humano. Es en síntesis el profundo deseo de amar y ser amado. Es el deseo, al fin, de encontrar a Dios, la fuente del amor y de la vida. Su trayectoria no es extraña para nosotros. Conocemos bien los hombres y mujeres de hoy el miedo al amor comprometido, a la entrega incondicional que hace al amor eterno y fecundo. Sabemos también de lo fácil que es preferir lo efímero y lo superficial al precio de vivir en una continua red de desengaños y frustración, a morir sin vivir porque para el ser humano sólo hay vida si es vivida en el amor y no hay más muerte que la muerte por amor. La presentación de estas circunstancias nos puede hacer caer en el error de identificarla con los pecadores, ese grupo social estigmatizado, empobrecido y marginado del que nos hablan los sinópticos. La gran tragedia que pone de relieve Juan en la vida de la samaritana no es la que brota de una lectura moral: pecadora por una vida desordenada. En el cuarto evangelista el pecado por antonomasia es la falta de fe, la cerrazón, vivir instalados en la mentira. Y aquí, nuestra protagonista está atrapada por el pecado: atrapada en una relación totalmente falseada con el Dios de la alianza. Jesús en el pozo. Encontramos a Jesús solo y cansado, sentado en el pozo. Espera. Llega una mujer. Le habla. Antes de un intenso diálogo sobre el agua de la vida, Él, la fuente de esa agua, pide. Siempre toma la iniciativa, está a la espera, se adelanta. No puede negarse que es siempre Dios quien está más interesado en ser encontrado por nosotros, es Él quien se des-vive por hablar con nosotros. Su tomar la delantera se hace, además, en forma de humilde petición. Es un gesto más de su forma de irrumpir entre nosotros: hacerse pobre, pequeño, humilde. Este gesto suscita en la destinataria un movimiento de generosidad. Es el primer paso de abrirse a Él, de salir de sí. Suscitar generosidad acaba siendo origen del movimiento de apertura del interpelado. Es una actitud que contrasta frontalmente con muchas de nuestras actitudes evangelizadoras: poseemos, ofrecemos, damos, respondemos. Y, sin embargo, Jesús sediento es el único que puede darnos agua verdadera para nuestra sed existencial. Quizá, sólo quizá, está Jesús realmente sediento: la sed de la pasión por la humanidad, la sed de entregarse por amor y acogernos en el amor. En el progresivo desvelarse de la identidad de Jesús en la conversación con la mujer de Samaría, contemplamos otra progresión inmensamente bella. Al tiempo que queda más puesta en relieve su divinidad, más destaca la extrema delicadeza con que trata a la mujer. Esa finura que no esconde la verdad, sino que la reviste de ternura, es expresión de una humanidad lograda en toda su extensión. El Dios hecho hombre es el hombre divinamente humano. Mientras su actitud despierta la sorpresa, quizá incluso el recelo, de todos -mujer y discípulos-, no parece que Él sienta hacer algo extraordinario. Jesús actúa desde la verdad de su ser y ofrece a la samaritana el encuentro con su propia verdad. Nos muestra en este sencillo a la par que escandaloso gesto que su amor rompe todos los tabúes y convenciones, que la verdad realmente hace libre a quien la vive.
Un diálogo en proceso.
Sería muy prolijo entrar en todos los detalles, fascinantes a la par, de este diálogo. Con todo, podemos destacar dos rasgos. Por un lado, asistimos al avance gradual en el descubrimiento de Dios por parte de la samaritana: descubre a Jesús fuente de la revelación, la plenitud del Dios vivo, el culto en el Espíritu. Este proceso tiene su punto culminante en la solemne proclamación de Jesús: YO SOY. Ahora sí, ahora se ha hecho luz sobre su identidad. Jesús es el Hijo, el Ungido, el Enviado. Paralelamente, la samaritana experimenta un cambio. Los comienzos de su conversación revelan que está hablando un lenguaje distinto al de Jesús. Parece incluso su postura fría, una situación de desencuentro. Pero al final, es la viva imagen de una mujer fascinada. Como la esposa de Oseas, alguien ha hablado a su corazón y la ha seducido. Por esto, la que comenzó negando su sed de amor llega a mostrar un profundo respeto y la máxima receptividad ante Jesús. En medio, algo marca la inflexión de esta respuesta. Ese algo no es sino la palabra de Jesús que la enfrenta con su propia verdad. Al aceptarla, encuentra el camino de su liberación. Aquí ya penetra la voz del Señor a otros niveles y la pregunta por su marido se transforma en interpelación, en llamada a la profundidad de su deseo -deseo de Dios- que vence la negatividad de su frustración vital. Ahora sí, ahora ya no tiene defensas ante Jesús y ahora, por fin, le reconoce profeta.
Tres temas polarizadores.
Este encuentro en el pozo de Samaría tiene dos momentos claramente diferenciados. El primero es un gesto de desafío y la petición de agua por parte de al samaritana. El segundo lo constituye el diálogo sobre los maridos (a modo de signo profético) y el reconocimiento de Jesús como Mesías en el centro del culto verdadero. Los dos momentos tienen tres puntos focales: el tema del agua, los maridos y el problema del culto. Respecto al agua, poco hay que añadir a la profunda simbología que conlleva el agua en la Escritura. Quizá sea preciso matizar algún detalle. Por lo pronto, Jesús está en el pozo, no junto a él. Quien vaya a buscar agua, encontrará que es en Él donde encontrará el manantial. Él es el auténtico pozo del agua de la vida, lugar del que mana el don de Dios. Este don se puede interpretar de dos modos, complementarios entre sí. Don divino es la revelación, la manifestación y verdad de Dios. Don divino es también, quizá de un modo más claro para nosotros, el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo. Si comparamos este texto con Jn 7, 37-39 encontraremos una pequeña diferencia. En ambos se ofrece Jesús a todos los sedientos del camino. Pero mientras en uno el agua nace del corazón de Jesús, en éste al que nos estamos acercando el agua nacerá del corazón de lo creyentes. No se pueden leer separados: de Cristo mana el don de Dios, pero quien vive en Él se convierte en mediación, en nueva fuente que reparte el don, el agua, que le ha sido dada, al tiempo propia y recibida. En referencia a los maridos, es de sobra conocida la asociación en la Escritura de infidelidad marital e idolatría. Son sinónimos para le pueblo de Israel pues no en vano la relación de Dios con ellos es relación de amor y fidelidad, de ternura y compasión, relación esponsal irrevocable. Sin embargo, no es la única lectura posible. Cinco fueron los templos de Samaría, tantos como maridos tuvo la samaritana. En tiempos de Jesús, los samaritanos regresaron al culto a Yahvé, pero con un culto falso. Curiosamente, la samaritana vive con un hombre «que no es su marido». No se trata de discutir una presunta materialización del culto o de la religión institucional. A través de este diálogo, se busca adentrarnos en una comprensión diferente del culto, una espiritualización del mismo. Sobre el culto verdadero, final del diálogo que entreteje con la vida de la samaritana el mensaje del Hijo de Dios, hay un curioso desplazamiento. Mientras ella plantea el dónde del culto, Él vuelve su atención al cómo del mismo. El problema no está en distinguir un culto interior de un culto exterior. Esa diferencia, tantas veces explotada, es impensable tanto en la vida de Jesús de Nazaret (judío piadoso) como en el de las primeras comunidades (con una vida litúrgica y ritual propia). No. La cuestión está en la novedad del culto cristiano. El cristianismo vive un culto absolutamente distinto, completamente nuevo. Este culto es en sí mismo una realidad nueva porque nace de un nuevo principio: el Espíritu de Dios. Este mismo Espíritu es el de Cristo, el del Ungido, el del Hijo primogénito y predilecto. El culto nuevo del cristianismo es el culto de los hijos de Dios pues su Espíritu nos hace hijos y nos engendra a una nueva vida. Juan habla de Dios como Espíritu. ¿Acaso se contrapone a visiones materialistas de la divinidad? En absoluto. Cuando Juan dice que Dios es Espíritu -Espíritu y vida- nos está hablando de su fuerza creadora, su poder vivificante que se despliegan el todo aquel que le acoge en la fe, que acoge la comunicación de su Espíritu. Imposible acabar esta pequeña referencia al culto sin atender a esas palabras que aluden al culto de Jerusalén. No hay ni exaltación ni fobia hacia lo judío. Habla un judío, pero el Hijo sabe bien que es preciso romper las fronteras. Ya no será ninguno el lugar privilegiado del nuevo culto, el culto en espíritu y verdad, ninguno sino el cuerpo de Jesús. Es él mismo, su persona, el Dios-hecho-carne el «lugar» donde adoramos. No hay adoración fuera de Cristo, no hay cristianismo sin encarnación.
La transformación que deja el encuentro.
La primera que vive y goza el encuentro con Jesús es la samaritana. Su reacción, tras el largo proceso que hace acompañada por el Señor, es doble. Por un lado le descubre y confiesa «Mesías» y por otro corre de nuevo al pueblo a anunciarlo. Su caer en la cuenta, que es brotar de la vida nueva dentro de ella, se transforma en entusiasmo contagioso. Ahora, transformada en Cristo, es ella misma portadora del manantial que brota en su interior. Ya sobra el cántaro. El agua del Espíritu no puede contenerse en él y el viejo instrumento es ya símbolo de lo que impide correr, de lo que es ya inútil para buscar el agua-vida. Camino al pueblo, va ardiendo su corazón. No han sido las razones, sino el amor quien la ha transformado en testigo. Ya no le importa reconocer su pasado escandaloso: es una mujer nueva, es una mujer libre. Lo que fuera motivo de oprobio es en el Espíritu signo del Mesías y motivo de alabanza al Salvador. No es menos interesante la reacción de los samaritanos. Salen ellos también al encuentro de Jesús. Él permanece, los demás entran y salen de la «escena» que se enmarca siempre como encuentro personal. Cuando ellos se acercan y experimentan la fuerza que mana de ese judío, ya no tienen duda. El testimonio de la mujer, la mediación, los saca de lo conocido, del pueblo. Pero el contacto con la fuente de agua viva les transforma. Ante Jesús, dos palabras estallan cargadas de hondura. «Ahora sabemos». Saber: es la confesión de fe en el lenguaje joánico, es el reconocimiento adorante del Señor. «le rogaron que permaneciera con ellos». Permanecer: es la vida en comunión, la vida y el destino compartidos, el ser uno en el amor.
Pedir el agua de la vida.
Estas pequeñas reflexiones pueden servir para adentrarse en el texto bíblico y encontrar allí escrita nuestra propia historia con el Señor. Teresa de Jesús halló en él la resonancia de sus inquietudes. Ella también nos invita a volvernos una y otra vez a Jesús en el pozo, a la fuente de agua viva, pidiendo su don, pidiendo su espíritu. «¿¡Oh, vida que la dais a todos!, no me neguéis a mí esta agua dulcísimo que prometéis a los que la quieren. Yo la quiero, Señor, y la pido, y vengo a Vos; no os escondáis, Señor, de mí, pues sabéis mi necesidad y que es verdadera medicina del alma llagada por Vos. […] ¡Oh, fuentes vivas de las llagas de mi Dios, cómo manaréis siempre con la gran abundancia para nuestro mantenimiento y qué seguro irá por los peligros de esta miserable vida el que procurara sustentarse de este divino licor!» Teresa de Jesús. Exclamaciones 9,3.5.
María José Mariño, carmelita misionera