La Palabra se hace Pan partido en el Cenáculo

La Palabra de Jesús, que cantó por los caminos la belleza del Reino, que levantó a los que estaban cayéndose o caídos y les dijo esa palabra tan hermosa y tan esperanzada: Talita Kumi, Levántate La Palabra que abrió todo lo que estaba cerrado, invitando a la libertad y a la dignidad, a la confianza, diciendo aquella palabra, también bella y esperanzada: Effetá. Abrete… Esa Palabra va a mostrar en el Cenáculo su amor más hondo y más bello.

La Palabra de Jesús, que recorrió las aldeas de Galilea y que pasó a la otra orilla donde estaban los distantes y distintos para curar a todos los enfermos. La Palabra, que, mirando los lirios del campo y los pájaros que entonan con alegría sus alabanzas al Creador, habló de la belleza del Padre, del Abbá. Esa Palabra está siendo, en la noche, acorralada, perseguida, calumniada.

La Palabra, Jesús, sigue buscando la intimidad de sus amigos para seguir diciéndose. Fuera hay demasiado odio contra la verdad y la vida. Pero, ¡ay!, sus amigos también le dan la espalda, no terminan de darse cuenta de lo que está pasando y no tienen fuerzas para seguir dando la cara ante los enemigos de la vida, de la vida de los más pequeños.

¿Qué hará Jesús? Una sala de Jerusalén, una sala grande dispuesta y preparada, quizás la habitación de uno de sus seguidores, (pudo ser de la familia de Marcos o de José de Arimatea), va a ser testigo de unas palabras cargadas de amor, de entrega. El Reino, en la Cena, está dando sus mejores frutos.

Allí se han juntado sus amigos, las gentes que lo quieren; su Madre, las mujeres que lo seguían por los caminos. Porque, ¿dónde van a estar si no en esas horas en que se barrunta la tormenta? Allí están los íntimos, y allí Jesús va a decir las palabras más hermosas del amor que se entrega.

En la noche, en el tiempo de las confidencias, en una cena, la que recrea y enamora, Jesús abre su pecho, da su pecho, da su amor y lo reparte. Allí nos dio su pecho, dirá san Juan de la Cruz.

Un poco de pan, un poco de vino. Lo de Jesús siempre fue pequeño. Un grano de mostaza, un poco de sal, una nube, la lluvia, una mujer que toca el manto de Jesús por detrás porque tenía vergüenza. Lo de Jesús siempre fue lo pequeño y los pequeños, los enfermos, los que sufren injusticia. Jesús tiene en las manos un pan y un poco de vida, tiene en sus manos la capacidad para entregar su vida para dar la vida al mundo.

Jesús había acariciado celebrar con los suyos una cena. ¡Cuánto lo había deseado! Antes de cargar con la cruz había soñado cenar con los suyos y decirles de nuevo el amor. Nada de lo que ocurre en esa noche de la Cena es improvisado; todo se ha preparado cuidadosamente en el corazón. La oración de vigilia de Jesús, en tantas noches de encuentro con el Abbá, ha ido preparando su corazón para partir el pan, su vida, y repartirlo.

Pide a dos discípulos que preparen la sala para celebrar la cena, que compren todo lo necesario. Así lo hicieron los discípulos, aunque desconocían quién iba a ser el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo y rompe todas las cadenas que esclavizan a los seres humanos. Y allí, atravesando las calles ya más solitarias de Jerusalén, llegó Jesús y se reunió con su familia, como hacían todos los judíos con sus familias. La familia de Jesús era un poco distinta de las demás. En su grupo había gentes de muchos pueblos, de los pueblos por donde él había pasado y que le habían seguido hasta Jerusalén. A sus amigos siempre les ha dado miedo Jerusalén; recordaban que Jerusalén mata a los profetas y esconde la vida nueva de Dios en medio de un culto pomposo, pero alejado de los enfermos que están en los alrededores del Templo, sin que nadie los mire y los socorra.

A aquel Cenáculo llegó la Palabra. La sala es amplia, está bien preparada, todo está listo. La intimidad de Jesús está repleta de sentimientos fuertes. Tiene ganas de decir el amor, tiene ganas de decírselo a los suyos, tiene ganas de hablar del Reino, de contar cómo es el Padre. Le duele la persecución, el cerco de los que no aceptan su palabra de amigo, le duelen las vidas de los injustamente tratados por los que tienen el poder y el dinero. Un poco antes ha llorado sobre Jerusalén porque no entiende los caminos que llevan a la paz. La Palabra ha querido reunir a su pueblo, como la gallina reúne a sus polluelos, pero su pueblo no ha aceptado la oferta.

¿Cómo dirá el amor en esa noche? ¿Con qué parábolas se lo dirá Jesús a sus amigos? Jesús siempre prepara las palabras, los gestos, los signos.

¡Ya está! Lo hará con un gesto que exprese bien lo que él es, lo que tiene que comunicar de parte del Padre a todos los seres humanos. ¡Un gesto sorprendente, muy sorprendente para los suyos! ¡Ninguno podía esperar una cosa así! Porque vieron cómo Jesús se quitaba el manto, se ceñía una toalla a la cintura, cogía una jofaina y se ponía a lavar los pies de los suyos. ¡Los pies, cansados de tatos caminos! ¡Los pies, ateridos por el dolor y la tristeza ante las horas oscuras que se avecinaban! ¡Los pies, manchados por el pecado de cobardía, de miedo! ¡Los pies, incapaces de caminar! Hasta ahí se abajó Jesús; escondiendo su rostro, fue sacando a la luz el rostro de aquellos, a quienes el pecado, se lo había desfigurado; el miedo siempre desfigura. El rostro de Jesús se agacha para recoger el pecado, el dolor, la injusticia de la humanidad y todo lo carga sobre sus hombros, ¡es la Cruz!. La Palabra está entregada, abajada, humillada hasta lo más hondo.

Pocos días antes, una mujer se había atrevido en casa de un rico que había invitado a Jesús, se había atrevido a romper un frasco de perfume y a enjugarle los pies con sus cabellos. Jesús ha aprendido sus gestos de los más pequeños, de la gente más atrevida, de los que han explorado la tierra prometida del amor que se entrega. Ahora, al lavar los pies a los suyos, recuerda el amor de aquella mujer que le lavó a él los pies.

Simón Pedro se resiste. No quiere ni puede aceptar el gesto de amor de Jesús. De ninguna manera. El Maestro no puede hacer eso. Lo suyo tiene que ser el trono, la cátedra, pero no una jofaina con agua y una toalla. Ante la tozudez de Pedro, Jesús le dice que si no acepta este gesto es que no se ha enterado de nada del Reino, que no ha percibido quién es Jesús. Y Pedro finalmente acepta ser amado de esa manera.

Todos se quedaron en silencio cuando Jesús terminó de mostrar este gesto de amor hasta el extremo. . ¿No había ido Jesús demasiado lejos en el amor? Se rompieron sus lógicas y sus esquemas. Aquello era otra cosa distinta de la que habían soñado. Ellos habían querido ser grandes, y resulta que había que ser pequeños. Ellos habían soñado con mandar, y resulta que había que colocarse en medio como quien sirve. Ellos habían dejado lo suyo para crecer, y resulta que tenía que volverse de nuevo hacia los compañeros para lavarles los pies. Definitivamente quedaron mudos por el asombro, por el miedo, por la tristeza. ¡Qué mezcla!

Aquella noche, la Palabra de Jesús se hizo gesto de amor. ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Si yo os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.

¿Cómo seguirá diciendo el amor en esa noche? ¡Ya está! Lo hará con los símbolos del pan y del vino. Y, en esa noche, Jesús, cómo no, recordaría aquel episodio tan hermoso, que relatan los evangelistas. Jesús se dio cuenta aquel día de que las gentes de las aldeas, que lo habían seguido deseosas de escuchar su Palabra, tenían hambre. Y fue entonces cuando les dijo a los discípulos: Dadles vosotros de comer. Y los suyos miraron la bolsa pero no miraron el corazón y por eso se echaron las manos a la cabeza diciendo que ni con doscientos denarios habría pan para todos. Y Jesús, emocionado, vio cómo un niño, todo corazón, se adelantó y, en su ingenuidad, ¡bendita ingenuidad!, entregó lo que tenía: cinco panes y dos peces. Jesús pidió a la gente que se sentaran sobre la hierba y empezara el banquete. Y allí, aquel día, muy cerca del Mar de Galilea, hubo una gran fiesta, porque un niño compartió lo que tenía, y Dios compartió lo que tenía. Y hubo para todos y sobró. Cuando no se comparte, parece que los recursos son limitados y no llegan; surge entonces el afán de acaparar y asegurar el futuro. Cuando se comparte nace el arco iris en el horizonte y recorre el mundo.

Ahora, en la Cena, Jesús, mientras todos están comiendo diciendo pocas palabras porque mascan la tragedia, Jesús se adelanta y une la palabra al símbolo, y el símbolo a la vida, y su vida a la vida del Padre y del Espíritu. Tomó un poco de pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Así de sencillo, así de hermoso. Y puso palabra a aquel gesto, que se ha repetido durante siglos en las casas, donde los padres también toman pan, lo bendicen, lo parten y lo dan. Las palabras de Jesús resuenan en la sala: Tomad, este es mi cuerpo. Y el Cenáculo se llenó de luz ante el amor entregado. Y después tomó una copa, y dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y también a este gesto le puso palabra y en la palabra puso toda su vida: Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos.

La entrega de Jesús estaba llegando a la plenitud. Ya lo había todo, se estaba dando él mismo por entero, y en tu entrega nos daba al Padre y al Espíritu.

¿Cómo seguirá diciendo el amor en esa noche? Le queda algo más, antes de ponerse en manos de los que lo cercan para quitarle la vida, porque ¡ya ha llegado la hora! Y entonces dice a sus amigos unas palabras sorprendentes: Haced esto en memoria mía. La palabra se hace mandato de vida. Haced Hay que hacer lo que él hizo. Ahí instituyó el sacerdocio para perpetuar el amor, y ahí dio sentido y luz a toda vida cristiana, que consiste en hacer lo que hizo Jesús, sin mucha glosa, para no desvirtuar su contenido.

Y después salieron al huerto de los olivos a orar.

Y el cenáculo quedó sobrecogido ante tanto amor dicho y hecho aquella noche. Nunca aquellas paredes habían escuchado aquellas palabras. Quedó un perfume imborrable. No es de extrañar que allí se reuniera el grupo de los discípulos de Jesús, una vez que el Padre lo resucitó de entre los muertos; ¡querían seguir respirando aquel perfume!

Y no es de extrañar que allí, estando todos reunidos, con María en medio, el Espíritu derramara sus lámparas de fuego, para enamorar desde lo más hondo a los amigos de Jesús y para lanzarlos a los caminos al anuncio de la Buena Nueva del Reino. Por algo se llama al Cenáculo la casa del Espíritu. Donde se parte el pan y se reparte, donde se entrega la vida, allí está el Espíritu y allí se hace presente el Espíritu.

El cenáculo sigue teniendo hoy ese perfume de amor, y los que entran en aquel lugar siguen oyendo las palabras y viendo los gestos de Jesús, siguen acogiendo el mandato de Jesús: Haced esto en memoria mía.

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