«¡Los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados!» Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, canción 12
Te invito a acompañarme en tres momentos vivos en el recuerdo y en el agradecimiento.
Estoy prácticamente petrificado en mi confesionario de Toledo, con distintos sentimientos: ¿qué pinto yo aquí? ¿Quién me manda? ¿Qué diré? Es uno de esos momentos de la vida en los que el sentido se desdibuja y te sientes perdido en la inmensidad de un metro cuadrado, dejando que lo que tenga que suceder suceda, sin que puedas dirigir el curso de las cosas. Una mujer anciana se acerca y, llorando, relata su dolor. Va haciendo un charquito de lágrimas en la repisa donde apoya sus brazos… Miro sorprendido el reflejo de aquel pequeño trozo de agua como si fuera la fuente plateada de la que habla Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual [1], y se me antoja que allí, precisamente allí, están sus ojos deseados (los del Amado) dando respuesta a mi cobardía, levantando mi débil fe: «Eh, amigo: álzate de tu dolor y camina; canta y camina».
Voy de viaje, dolido y cansado, ahora no recuerdo por qué… desvío el coche por un camino polvoriento. Me siento junto a un río familiar… oigo el ruido del agua y miro sin prisa… Me sorprendo, después de un tiempo, descubriendo a mi lado, un árbol talado recientemente. Aún está el serrín en la base del tronco. Pero, además del serrín… unos brotes de más de diez centímetros en el mismo lugar del corte; ¡Otra vez la vida saliendo al paso de mi incapacidad para reconocer y dejar que nazcan brotes en el mismo lugar de mi dolor! Fue otra vez como un guiño, justo a mi lado, donde yo no buscaba, mientras oía el sonido del río.
Estoy celebrando la Eucaristía un día cualquiera de diario, con los «habituales» de misa…, tomo el pan sagrado en las manos… pienso: qué levedad, y qué silenciosa manera de gritarme sin ojos, sin boca, sin rostro… y, sin embargo, en el pan redondo, precisamente sin apariencia, ahí su rostro y todas las miradas se me clavan en silencio. En el círculo blanco todos los colores, todos los afanes, todos los llantos y las risas. Cuando tomo el pan entre las manos siento el peso de tantas vidas escondidas anhelando amanecer, enderezar el paso. Otra vez su mirada detrás de la cortina de tanta indiferencia, bajo la apariencia de nada, leve como un trozo de pan que puedo morder y romper para digerir. Ahí, precisamente, su rostro y todas las miradas.
¿No es verdad que el secreto de la vida
es la búsqueda de ese rostro único,
y que todas las miradas llevan a ese rostro
que cada uno lleva en las entrañas dibujado?
No puedo negar que fue su mirada la que me trajo aquí… Como el estallido de algo que ya estaba dentro y que despertó en mí otra vez la vida… tantas veces soñada…
Pero no siempre fue así… ¡Cuántas veces a tientas y a oscuras, en las frías noches del invierno hubo que suplicar pidiendo luz al Espíritu! ¡Cuántos días hubo que aguantar bajo esta llovizna calando huesos y alma, y esperar, sin fuerzas, el momento de una presencia inesperada!
Ya en tiempos antiguos…
Nos vamos en el tiempo, mucho más atrás, tan atrás como al comienzo de la fe de un pueblo. PrecisamenteMoisés: dos momentos en la vida de Moisés recuerdan las dos caras de una única experiencia en el camino de la búsqueda del rostro de Dios. El primer momento de huida, desierto, soledad, vacío… limpia su alma de todo rastro de rencor y herida, para abrirle a una visión diferente. El gran momento de la manifestación primera de Yahvé a Moisés en Horeb tiene lugar en la forma de una zarza que arde sin consumirse: «Moisés, Moisés…» dice la voz desde la zarza…
La belleza del fuego de una zarza que arde y que no se apaga encierra el encanto de su rostro infotografiable, inapresable, indefinible.
Podríamos también dejarnos sorprender por la infinidad de formas que adopta Dios irrumpiendo inesperadamente en la vida de sus amigos, a veces en el límite de sus fuerzas o al borde de la más negra desesperanza:
Agar, percibe la mano de Dios en el pozo que salva su vida y la de su hijo, en el momento extremo. Gn 16
Elías, después de recibir el alimento del ángel de Yahvé, percibe su presencia en el susurro de una brisa suave, sin rostro y figura, que le llega hasta al centro del alma. 1 Re 19, 8-16
Moisés, Agar, Elías y tantos otros nos recuerdan la libertad de Dios, la imposibilidad para el ser humano de abarcar, de satisfacerse en Dios al modo como el hombre se hace propietario de cualquier parcela de vida, jugando a ser dueño absoluto. Un Dios libre, más allá de los esquemas y de los juegos de los hombres, pero, a la vez,inesperada bendición para el que acepta caminar a donde no sabe, buscando su rostro desconocido.
La manifestación más clara de esta imposibilidad de sorprender a Dios de frente es el episodio de las espaldas de Dios. En el libro del Éxodo (Ex 33, 18-23) se cuenta que Moisés ve las espaldas de Dios, no su rostro, porque existe la convicción de que no se puede ver la cara de Dios y permanecer con vida. Ver la cara de Dios, es como tener acceso a su secreto más íntimo. No es posible en esta vida tal privilegio, ni siquiera es posible pensar que vaya a ser desvelado del todo más allá, porque Él siempre se está dando a luz.
Hablar del rostro de Dios es reconocer siempre la búsqueda como la actitud más auténtica del amigo de Dios…
Caminar sobre ascuas y dejarse llevar. Si fuera un hallazgo («en busca del arca perdida») dejaría de ser envío más allá… dejaría de ser invitación a estar siempre abierto a un Dios mayor, un Dios siempre más allá… junto a nosotros y abriendo caminos en este mar incierto.
Uno de los momentos de todo el Nuevo Testamento más significativos de la manifestación del rostro de Dios en Jesús está contenido en el pasaje de los discípulos de Emaús: no le reconocen mientras iban de camino. Se trata de una situación nueva, sus ojos están en la memoria de lo que fue… son torpes para ver ahora. Pero el momento culminante en que se les muestra su presencia coincide con un gesto simbólico: «Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron»[2].
En Jesús, su rostro se identifica con los gestos que dan vida a otros… Su rostro se hace visible en una actitud vital. Se hace encontradizo en el camino de los que parten su vida con otros, aunque no le sientan o reconozcan. Los mismos gestos de vida son alumbradores de su rostro en medio de nuestro mundo. Su mirada se esclarece en gestos que recuerden su misma entrega, su manera de amar sin condiciones. Tan bellamente relatado en este pasaje de Emaús y tan inigualablemente expresado por Isaías: «parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, enseguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; gritarás y te dirá: Aquí estoy. Porque yo, el Señor, tu Dios, soy misericordioso»[3]
Tanto para los profetas, como para el nuevo testamento,no hay experiencia de Dios si no hay justicia y misericordia: «misericordia quiero y no sacrificios, dice el señor»[4]. Hoy existe el peligro real de una espiritualidad evanescente, light, descomprometida, contentadiza, alucinógena, consumista, que no desemboca en la entrega de la vida, en restaurar la dignidad de la persona, de toda persona. No hay experiencia del Dios de Jesús cuando tan solo se queda en bienestar egoísta y no cura el rostro doliente de Dios en cada hermano o hermana, grande o pequeño.
Cuando se ha visto el rostro de Jesús y se ha oído su voz, no se puede ya dejar de ofrecer la vida, hay un impulso incontenible a partirse, repartirse y compartirse. En ti, Jesús hay siempre una llamada renovada a la reconciliación y a la fraternidad más allá de toda frontera.
La misma noche, del tipo que sea, no es razón para dudar de Su presencia. Los mismos buscadores apasionados y atrevidos nos contaron que es en la noche, de manera privilegiada, donde se iluminan los rasgos de su mirar…
Cuando Él parece no mostrar su rostro, cuando no encuentras luz… Espera, respira como un niño, con todo tu ser… y aguarda calladamente, consciente de tu pobreza, pero mirando más allá de ti; la vida que está para nacer… los ojos deseados.
No hay que esperar resignadamente hasta morir para caer en la cuenta de la presencia de Dios; nuestro sufrimiento proviene de nuestra incapacidad para reconocerle en el fondo de nuestra misma oscuridad y en la ausencia de sentimiento. Ahí reside el secreto de su presencia. «¿Acaso creéis que una ola debe esperar hasta morir para convertirse en agua? No. La ola ya es agua en este preciso momento, sólo que lo ignora, por eso sufre tanto…».[5]
Oración…
Te invito a terminar estas líneas rezando despacio y tranquilamente algunos versos del salmo 26. Deja que cada frase te cale dentro y sea como una brisa suave, en los rincones más escondidos y dolidos de tu memoria. Luego quédate en silencio con alguna frase que sea para ti especialmente sanadora. Repítela varias veces…
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
Él me protegerá en su tienda
el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada,
me alzará sobre la roca;
y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me cerca;
en su tienda sacrificaré
sacrificios de aclamación:
cantaré y tocaré para el Señor.
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro.»
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.
Miguel Márquez
[1] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, canción 12: ¡Oh, cristalina fuente…!
[2] Lc 24, 31.
[3] Is 58, 7-9.
[4] Cf. Os 6, 6; Mt 9, 13.
[5] Thich Nhat Hanh, Volviendo a casa, Ediciones Oniro 2001, p. 99.