La oración y la paz

Entré en la cueva de Elías, en el Monte Carmelo, un lugar querido por judíos y musulmanes, y por los cristianos. Es una cueva que ha sido mezquita y sinagoga, en ella han vivido algún tiempo los carmelitas, cuando la restauración de la vida carmelitana en el Carmelo; allí nos dejan orar libremente y decir la Eucaristía en alguna ocasión.

Cuando entré descubrí que los dos hombres que oraban con devoción, cada uno mirando hacia un lado, eran uno judío y otro musulmán; me dio respeto su convencimiento, y comencé a orar, recordando al ardiente profeta de Tisbé de Galaad.

Allí estábamos los tres rezando juntos, en un mismo lugar, en un momento de tensión política (por la amenaza de conflictos en Irak). Y tuve la sensación de estar en «casa» con ellos, de no estar tan lejos en el fondo, y quise en silencio unirme a su oración, por la paz, consciente de que quien se acerca al Dios verdadero recibe un corazón reconciliado. Que son los falsos dioses, los malos inventos sobre Dios y las deformaciones, los integrismos y fanatismos, los que nos alejan, nos hacen enemigos.

Allí, en la cueva de Elías, unos momentos de oración, con dos hombres piadosos rezando en silencio, sentí una alegría especial; era la primera vez que oraba tan cerca de un musulmán y de un judío. Luego volví a orar junto al muro del templo, el muro de las lamentaciones, en Jerusalén, al lado de judíos ortodoxos. También en Jerusalén oré por la paz, en compañía de cristianos de distintos ritos: orientales, armenios, melquitas… y, después de sentirme desconcertado por las divisiones que los hombres hacemos, y por los ropajes de que nos ataviamos que nos hacen aparentemente distintos, comprendí que todos tenemos un corazón igual, y, sobre todo, un Dios que nos ama, que regala la paz y la reconciliación a quien se atreve a adentrarse cara a cara con Él, a quien se atreve a confiar en Él.

Y recordé aquellas palabras de Jesús: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y no habéis querido!» (Mt 23, 37-38). El gran sueño de Jesús, un pueblo de hermanos: «Que todos sean uno» (Jn 17).

Allí oré en el espíritu de Taizé, pidiendo un corazón reconciliado y en paz, para mí y para todos aquellos creyentes. Más allá de toda diferencia, cuando nuestros ritos y atavíos acentúan lo que nos desune, la oración sincera, confiada, de abandono, nos regala una comunión de hermanos.

«Quien aspira a una reconciliación busca escuchar más que convencer, comprender más que imponerse (…) Descubriremos que cuando tomamos el riesgo de la confianza, nuestro propio corazón se ensancha. Y brota lo inesperado: la reconciliación se reconoce en nosotros por la paz y la alegría que suscita (…) Elegir la sencillez sostiene en el mundo una comunión universal en Cristo»[1] .Para vivir reconciliados y en paz os sugiero pensar las siguientes notas:

Orar es, al fin, entrar en ese clima en el que nos sentimos queridos por Dios, comprendemos que Él es Amor Incondicional. Cuando nos miramos en Él, creyendo en Él, despegados de nuestro sentimiento egoísta, interesado, entendemos en su mirar, que nuestra vida, siendo fugaz y extremadamente frágil, es hermosa para Él, preciosa a sus ojos, y vamos siendo ganados para una paz, que nace y crece en nuestra misma pobreza.

Vivir la propia historia sin envidia, aceptar mi aventura, aunque sea dura y difícil en estos instantes. Recuperarme a mí mismo, volver a entrar en mi propia piel, sin escapar de lo que siento y deseo en lo más profundo.

La oración no nos pierde, no nos enajena en Dios. Si es verdadera, nos devuelve a nosotros mismos. En su mirada se nos responde a la pregunta: ¿Quién soy yo?. Y aprendemos a amarnos, porque Él nos ama con pasión inimaginable.

«Cuando hacemos algo debemos consumirnos por completo, como una hoguera bien encendida, sin dejar huellas de nosotros mismos». [2]

La paz que nos brinda Cristo después de resucitado, no es la paz que nace de la ausencia de problemas y dificultades, la paz que nace cuando uno está descansado o de vacaciones. Pronuncia la paz sobre nosotros y viene de morir por amor, tiene las manos, los pies y el pecho taladrados, traspasados. Esa es la paz que nos promete, la que nace de entregar la vida. Nos deja su paz, cuando somos capaces de morir por amor en cada instante.

Orar no es otra cosa que aprender a morir, como la vela que se consume lentamente mientras regala su frágil luz.

La paz no puede brotar de quien ha hecho de su vida un deseo angustiado de perpetuarse. Vivimos queriendo ser eternos en el corazón y la mente de otros, queremos perpetuar nuestra imagen en todo lo que hacemos, y así olvidamos la verdadera alegría que nace de hacer todo sin dejar huellas, por la limpia elegancia de hacerlo, por el desnudo amor de vivirlo.

Hay demasiada tristeza y pesadez en nuestro aferramiento a la vida, demasiada tensión. La violencia nace, en gran medida, de este sentimiento.

Viene a ser lo mismo que aprender a morir. Se dice que la principal fuente de tristeza procede de la palabra «mío«, de nuestro aferramiento, de nuestro deseo febril y alocado e inconsciente de dominar y controlar lo que nos rodea, para tapar nuestra inseguridad esencial. Queremos poner nombre a todo. Obtener un beneficio, un resultado de todo lo que hacemos, de todo lo que vivimos, queremos evaluar todo lo que sale de nosotros para no perder la sensación de dominio, y, tal vez, viajamos alejándonos del verdadero disfrute de las cosas y de la vida.

Desprenderse del deseo de poseer, del fruto de las propias obras, de las consecuencias de nuestros trabajos, para cuidar y cultivar la pureza del corazón, que hace a los hombres pacíficos.

¿Qué provoca nuestra impaciencia, nuestra falta de paz, las guerras pequeñas y las grandes, sino el afán de dominio, de posesión?

La oración es la escuela de la pobreza, de la sencillez. Oramos para ser adentrados en un misterio de paz que nace de ser desnudados de nosotros mismos y de todo.

Por eso la oración es difícil, y, en un momento dado, nos es incómoda y huimos de ella, porque nos vacía de todo para dejarnos abiertos al viento de lo nuevo. En el terreno profundo de la comunión el orante va siendo despojado de todo, incluso de sus ideas de Dios, cuánto más de todo apego humano, de todo aferramiento febril a la vida. La oración en el Espíritu obrará esto en nosotros para que nos abramos a la vida, y disfrutemos de ella, como enseña San Juan de la Cruz: «Gocémonos Amado…»

Voy a decir una aparente tontería: muchas guerras han sido provocadas por hombres con nula capacidad para reírse de sí mismos, para relativizarse a sí mismos. He aquí una fuente de sabiduría que afecta no sólo a la guerra y a la paz internacional, sino a la guerra y a la paz doméstica y personal.

Mirarse al espejo y reírse de uno mismo, sin desprecio, para desbloquear nuestro afán de castigarnos y de encumbrarnos, dos extremos igualmente peligrosos.

En la oración, Dios se sonríe de nuestros dramatismos, y nos lleva «más adentro en la espesura…».

«Soy feliz porque no siento odio», ha dicho Kim Phuc a sus 34 años, aquella niña que gritaba de dolor, a consecuencia del napalm estadounidense lanzado sobre Vietnam, en una foto que dio la vuelta al mundo. Acababa de perder, en aquel instante, a dos de sus hermanos. Sufrió quemaduras en la mitad de su cuerpo. La imagen de aquella niña desolada y dolorida es el símbolo del horror y el absurdo de la guerra. En una reciente reunión de veteranos de guerra del Vietnam en Washington, se encontró sin esperarlo con John Plummer, el piloto que dio la orden de bombardear su pueblo. Ella lo cogió entre sus brazos y ambos lloraron…

¿Qué es orar sino superar el odio, abrazando los fantasmos y las heridas del pasado, para dejarse curar?.

Estando yo agobiado por la responsabilidad, un día vinieron a mí estas palabras que invitan a la confianza con las que te dejo a solas: «Tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas Tú…» (Is 26, 12)

[1] Hno ROGER DE TAIZÉ, Carta de Taizé 1998.

[2] SHUNRYU SUZUKI, Mente Zen, Mente de Principiante, Ed. Estaciones, Buenos Aires (Argentina) 1987, p. 69.

Miguel Márquez Calle, ocd

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