El Evangelio, para quien quiera mirar y ver.

Vendo castañas

Su lugar de trabajo no mide más que un par de metros cuadrados, apenas el tamaño de una cabina de teléfonos, la chimenea de su lugar laboral la tiene en la calle, en su lumbre se calienta, frotando las manos sucias. Guarda celoso con cuidado el fruto de su sustento bajo una manta… un verdadero tesoro.

Como salidos de los cuentos de Andersen, los vendedores de castañas, pintan en nuestras aceras y calles una estampa de otro tiempo, y nos permiten soñar… todavía.

A su lado, el otro mundo comercial entorno, altivo, (aderezado de mil luces y brillantes adornos), riéndose y mirando de reojo, como con sorpresa, el atrevimiento de estos infiltrados comercios sin rango de tales.

Y nosotros, ¿qué?

Vamos de camino aprisa, como por una pendiente hacia la Navidad, vamos por la acera, y se nos insinúan más claramente los escaparates que se iluminan y nos guiñan sus ofertas tan apetecibles como innecesarias. Pero estos otros comercios sin escaparate, sin trastienda, son lo que ves, no pueden competir, no reclaman, no guiñan, no interrumpen tu paso, solo esperan, y te recuerdan, te avisan… ¿De qué?

De que todavía hay lugares donde las manecillas del reloj no tienen poder, donde vivir al día, y encontrarse y jugar, es la esencia de lo cotidiano. Hay lugares donde el caballero don dinero no tiene tanto valor como la acogida, la hospitalidad, la libertad de darse… sin ponerle precio al aire.

Sacar solo un euro por cucurucho, poca ambición por estar a la intemperie. El pan nuestro de cada día, no el de mañana. Que la vida, la verdadera, no vive de rentas, ni de almacenar en graneros o bancos. Sólo al paso lento de un euro se alimenta y caldea la esperanza del vendedor de la calle.

No olvidéis nunca que unos hombres y mujeres con las manos sucias, junto a otros venidos de extraños y lejanos lugares, fueron los que merecieron ver al Niño Dios la primera vez. No olvidéis… nunca, que no estaban limpios y que eran extranjeros.

En este otoño gris de la caída de la hoja, no siempre fácil de sobrellevar, afortunadamente, todavía nos quedan las castañas, y sus lumbres en la calle, para que este mundo nuestro recuerde que hay fuego que arde en medio del frío glaciar de la incomunicación, hay lumbres que te devuelven la fe en lo humilde, en lo que no brilla. Otra vez el evangelio, para quien quiera mirar y ver.

Míralos al pasar, no dejes de comprar alguna vez un cucurucho de castañas y regalarlas si no te gustan, pero acepta la invitación a pararte, sólo una vez.

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