Parece que se encierra una magia especial en esas palabras, cuando las oímos con el corazón atento y en calma: érase una vez… nos traslada a un lugar de sueño, fantasía y emociones.
Afortunadamente hemos ido recuperando los cuentos en la noche, sentados a la cabecera de la cama de nuestros hijos. Más que la historia que se cuenta, la magia del cuento es el amor que encierra, la atención, la escucha que despierta en el niño, el sentimiento de ser conducido de la mano de su padre, de su madre o de un hermano mayor a un mundo, donde, aunque haya malvados y brujas, hay un bien más fuerte y corazones valerosos dispuestos a jugarse la vida por un ideal noble.
Hay quienes piensan que los cuentos son para dormir, para evadir, para ocultar la realidad y que el niño tenga dulces sueños. Otros pensamos que los cuentos son para despertar lo mejor que hay dentro de nosotros, nuestros mejores deseos y sueños.
Pero quiero contar la historia de una de las mejores contadoras de cuentos que conozco.
Siendo pequeña, sus padres no le contaban cuentos, tal vez alguno en el cole. Durante las noches, nadie le relataba historias. Tenía unos seis años, e imaginaba a Dios, en su mente de niña, demasiado preocupado, afanado por todo el mundo. Ella, llena de comprensión hacia ese Dios, le contaba cuentos para que se riera y descansara de su no fácil tarea de cuidar y querer a los hombres.
Hoy la recuerdo ante vosotros… Invitándoos a que al orar, en las noches, al mirar a los ojos a Dios no penséis sólo en vosotros, en vuestros problemas… ¿por qué no intentar hacerle reír, para que descanse de tantas preocupaciones? ¿No es eso también y, sobre todo, la amistad, despertar la sonrisa en el otro? ¿Y no sólo esperar de Él todo?
Aquella niña, en las noches (seis años tenía) buscaba hacer sonreír a Dios contándole cuentos…