Pasó Manos Unidas, y volvimos a caminar con ellas apretadas en los bolsillos, conservando el calor y la seguridad que cada uno haya tenido la suerte o la desgracia de acumular… Pasa el tiempo… la vida pasa. Mi seguridad crece, mi confianza… Miro la televisión, y en este momento en que yo estoy tranquilo en la radio, compartiendo estas impresiones, cientos de mozambiqueños esperan, esperan, esperan… eso se les da bien a los pobres, esperar, y dar gracias. Mientras tanto, yo reflexiono sobre la sonrisa de Dios, de la que no me cabe la menor duda, pero, ¿qué hay de las lágrimas de Dios? ¿Qué hay del dolor del corazón de Dios en cada pequeña criatura? «Si hay Dios, seguramente entiende de emoción.», decía un cantante al que conocéis (Alejandro Sanz)
Para invitarme e invitaros a despertar, no a dar limosnas de compasión, sino a entrar en el sentir de Dios, a cambiar la vida, os brindo este relato que me envió una amiga, Malen, hace algún tiempo. Con él os dejo. Porque no quisiera que quedara enterrado entre mis papeles.
«Estábamos sentados en la sala de espera del hospital, pabellón de desnutrición. En medio del habitual movimiento, aquel lugar era casi siniestro con su silencio cansado… Los pacientes no tenían fuerzas para hacer ruido. Ella, temblorosa y exangüe, me había pedido que la acompañara. Yo veía sin mirar su rostro afilado y oscuro, la mirada huesuda -dura y blanda- del hambre en el fuego de sus ojos, los pechos caídos, las costillas transparentándose bajo la piel arrugada y negra como corteza quemada. Sus líneas, rectas a fuerza de hambre, no conseguían disfrazar una serena elegancia. Entre sus brazos marchitos se recostaba la criatura. Era tan leve que no me atrevía a mirarlo…
De pronto una voz la llamó. Ella alzó la mirada, reconoció una cara y se iluminó por un instante. De inmediato se volvió hacia mí, me dijo: «¿Te importa, un momentito?» y me tendió al niño. Sin querer mis manos se abrieron, y lo encontré en ellas.
En ese mismo momento fue como si un agujero negro se me abriese en el estómago, y sentí que el mundo entero se vaciaba de sentido. Allí, entre mis palmas, sin peso -como una pluma- estaba la criatura. Era tan pequeño, tan leve, que un soplo de aire no habría pesado más. Pero igualmente un soplo de aire, tan débil como el niño, me lo hubiera arrebatado de las manos. Mi piel joven y viva tocaba la suya, llamada a sentirlo todo y pronto condenada a consumirse sin pausa… Súbitamente sentí nauseas, se me hizo intolerable aquella carga en mis manos; se me aflojaron las rodillas, y creí que mis brazos no resistirían. Aquel ser, tan profundamente ligero, se volvió pesado, tan pesado como la responsabilidad de vivir, tan denso y pesado que todas las manos del mundo no habrían bastado para sujetarlo -porque su silencio gritaba de sufrimiento, de llanto, de hambre-. El universo entero, sumido en el corazón de un niño, me golpeó la conciencia y el corazón sin necesidad de preguntarme nada…
Al cabo de un instante o una eternidad la madre volvió, tomó con inmenso amor aquel escuálido pedazo de vida y lo acunó canturreando. Mis manos, aliviadas, recuperaron el aire; pero mi corazón siguió sintiendo su peso tremendo y leve, y estas manos, éstas que miro y no conozco, saben que ya nunca más estarán vacías.»