No estoy seguro, porque no me he sentido muy solo en la vida. Sólo en algunos momentos puntuales y en alguna época me ha alcanzado esa manera de soledad terrible en la que no encuentras consuelo aparente, por alguna secreta razón que de momento desconoces. Pero esos momentos han convivido en mí con largas épocas de soledad llena de placer.
Lo que me pregunto siempre es cómo vivir esa soledad sin renunciar a descubrir algo, o si no será posible en medio de tanta pobreza abrirse a una nueva manera de mirar la vida. Yo he tenido algunos de esos momentos en los que la soledad se ha tornado serena y profunda alegría. Pero no sé si eso pasa mucho.
Leí hace poco unas líneas de un sacerdote conocido que traigo aquí por si a alguien le ayudan, ya que a mí me tocaron:
«Cada vez que me visita una nueva manera de soledad o se agudiza el dolor de alguna otra soledad inveterada, si la acojo como una invitación a ahondar en la amistad del Único que destierra toda separación infecunda, he sabido que existen pocas gracias comparables en esta vida». (A. López Baeza, en Cuadernos de Oración, 71, p. 23)
Me encantaría saber vivir así la soledad. Supongo que a ti también.
Recuerdo, a propósito, los últimos días de Lamennais, (célebre pensador y teólogo modernista del XIX), como una invitación a transformar el sufrimiento en ternura y sensibilidad. No dejar que las soledades nos amarguen, al contrario:
«En 1838, Lamennais, que en sus últimos años, pobre, bronquítico y casi olvidado, condenado oficialmente por su Iglesia, sospechoso a la policía, y con sus ilusiones rotas, vivía en un barrio mal afamado de París, en una buhardilla de la calle Fontaine Saint-Georges, no se atrevía, sin embargo, a encender la chimenea. Un día, madame Cottu, una de las pocas amistades que le fueron fieles, se lo encontró aterido de frío; pero Lamennais no permitió que ella la encendiera. Tenía una poderosa razón para no hacerlo: unos gorrioncillos habían hecho su nido junto al tubo de salida de humos y, si encendía fuego, temía quemarlos u obligarlos a emigrar de allí.» (J. Jiménez Lozano, Los Tres Cuadernos Rojos, p. 19)