El rostro de la Inmaculada. Leves pinceladas

Secundino Castro

En la transparencia de los evangelios se refleja de forma discreta, en su fondo, la figura de María, la dulce esclava, Madre del Señor, que llena de poesía la entrada de Jesús en nuestra tierra. Mujer sublime y sencilla (Teresa de Lisieux), Amada del Espíritu Santo y esposa de José, con gran capacidad de contemplación, pues daba vueltas y vueltas en su corazón las cosas referentes a Jesús, ahora la Palabra de Dios hecha carne en ella. Cuando los cristianos hablamos del corazón de María, no es un invento, el primero en hacerlo fue el evangelista. Envuelta en el misterio, que se manifiesta en la pérdida del Niño en el templo. Dulce y fuerte en la Cruz del Señor. Compañera y amiga envidiable de los Apóstoles esperando de nuevo al Espíritu Santo.

Personaje sorprendente (Mc), que se hace imprescindible en la comunidad de Jesús, y rompe la dinámica de las genealogías precedentes (Mt). Maestra de la fe, traspasada por la belleza (Llena de gracia), como nos la presenta Lucas. Marcos deja entender que su figura siempre interroga. Este evangelista es quien nos ha transmitido que la gente llamaba a Jesús el ¡Hijo de María! Palabras llenas de misterio, pero que los cristianos conocemos y gustamos con gozo desbordado.

En el evangelio lucano aparece como identificada con la Palabra. Lucas nos ha regalado una narración sobre ella – la Anunciación- que es la historia más bella que jamás se ha contado en el mundo sobre una mujer; de la que afirma que siempre estuvo en la plenitud de Dios (Inmaculada y llena de gracia). Todos los escritores cristianos deberíantener una envidia inmortal a Lucas por haber sido el escogido para narrarla. Lucas, no se ha atrevido a usar su lenguaje, ha recurrido a su ingenio y ha escogido palabras inspiradas del A.T. para reflejarla, logrando concentrar en su relato lo más sublime de la Biblia hebrea. Sólo así ha quedado satisfecho.

María como la alegre mensajera de Isaías traspasa la montaña con sus preciosos pies de cierva en llamas para anunciar a Jerusalén que ¡Dios reina! A su vez este mismo evangelista (Lc) la identifica con el arca en camino, y como David danzaba desenfrenado ante ella, perdiendo todo decoro, ahora lo hace el pequeño Bautista en las entrañas de su madre. Y a la misma Isabel, con sólo verla, se le alegra tanto el corazón que enardecida prorrumpe en alabanzas inspiradas, a gritos.

No es otra cosa lo que hará después la comunidad de Jesús (la Iglesia). No puede escuchar su nombre sin que el corazón se le desenfrene o se le llene de ternura. Testimonio de esta realidad son la liturgia, lo concilios, los santos y los pequeños de la Iglesia.

Juan la contempla envuelta en bodas (Cantar de los Cantares), brindando el vino nuevo de la alianza en un banquete (Caná) con el que se inicia el evangelio. Su figura aquí recobra un relieve singular. El relato no nombra a la novia, por eso algunos biblistas han visto en ella a la verdadera novia, que representa la comunidad ideal de Jesús, la comunidad joánica. Como es sabido, el pasaje de Caná está transido de símbolos, imágenes y significados y más que una boda humana, atiende a las bodas de Cristo con su Iglesia.

Caná está relacionada también con la sangre y el agua del costado de Cristo enla Cruz. Allí María es la fertilidad, puesen una narracióntan pequeño, en que se habla del nacimiento de la nueva comunidad, se la denomina cinco veces «madre». Mientras, el nuevo vino corre a raudales embriagando a los comensales. Y aquí me resuena un comentario de Teresa de Jesús: «¡Oh fuentes vivas de las llagas de mi Dios, cómo manaréis siempre con gran abundancia para nuestro mantenimiento, y qué seguro irá por los peligros de esta miserable vida el que procurare sustentarse de este divino licor!» (E 9,5).

Y aglutinando al nuevo pueblo, nos encontramos a María en los Hechos de los Apóstoles, como hemos recordado, esperando en oración una vez más al Espíritu Santo. Acaso, ¿no le reverbera su rostro? Su historia comenzó con el Espíritu Santo y termina también con él. No se puede separar de él, es su Amada, puesto que «nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió. Sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo» (S. Juan de la Cruz) ¡Rostro de María! ¡Rostro del Espíritu Santo!

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