2. Humaniza tu vida

«Mis películas reflejan el vacío existencial. Pensándolo bien, ésa es la raíz de todos los demás problemas, que no sabemos por qué estamos en este mundo y durante tan poco tiempo, envejecemos, morimos y no sabemos cuál es el objetivo» (Woody Allen).

«La televisión está cambiando la manera de ver el mundo y la manera como la gente se ve a sí misma» (Arthur Miller).

«¿Cómo desarrollar la propia identidad en una época en la que el peso de la tradición y de los valores establecidos se retira? Esto nos obliga a vivir de una forma más abierta y reflexiva. Las pequeñas opciones que tomamos en nuestra vida cotidiana: lo que nos ponemos, cómo empleamos el tiempo libre, de qué manera cuidamos la salud y el cuerpo, forman parte de un proceso continuado de creación y recreación de nuestra propia identidad» (Anthony Giddens).

ESCUCHAR LOS LATIDOS DEL PROPIO CORAZÓN

Orar es conocerse. Sin el propio conocimiento, la oración, como la vida, será superficial. De ahí que sea «lo que más importa» (M 1,2,13). El propio conocimiento es la tierra buena donde cae la semilla para dar buen fruto (cf Mc 4,1-9). Ni siquiera en asuntos de oración conviene espiritualizar sin humanizar. La oración se desarrolla cuando recreamos lo que somos.

Observación humilde. Con la actitud del testigo, miramos lo que somos, escuchamos nuestras voces, observamos con atención lo que nos pasa. Cuando vamos por la vida con los ojos abiertos, con capacidad de atención, todo nos habla de nosotros.

«La verdad en el amor» (Ef 4,15). La oración no es para huir, sino para ser, es un tiempo de ser nosotros de verdad. Hay cosas que son mentira, pero que aparecen como verdad; ahí radica su atractivo. «Terribles son los ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan» (M 1,2,1 l). «Somos la misma vanidad» (M 1,2,8). He aquí un texto fuerte, pero sincero: «El hombre, en general, no ora de buena gana y fácilmente experimenta en la oración tedio, embarazo, repugnancia e incluso animosidad. Cualquier ocupación se le antoja más interesante e importante y se dice a sí mismo: «no tengo ahora tiempo para orar», o «aquella ocupación es más urgente ahora». Y ordinariamente el tiempo no empleado en la oración se malogra en las cosas más superfluas. Es absolutamente necesario que el hombre cese de engañarse a sí mismo y de intentar engañar a Dios. Es mucho mejor no emplear tales ardides y decir sencillamente: «no quiero orar». Mejor que escudarse en la disculpa de un excesivo cansancio es decir con toda claridad: «no tengo ganas de orar». Estas frases no suenan precisamente bien y muestran a las claras la mezquindad de nuestro espíritu, pero son la verdad y con la verdad se supera esta mezquindad de espíritu mucho más fácilmente que con tergiversaciones. (Romano Guardini).

Humildad y verdad andan juntas. «La humildad siempre labra, como la abeja, la miel» (M 1,2,8). Cuando creamos espacios de verdad, renace la vida. Entonces no vivimos de opiniones: «Lo que la gente opine de ti es un problema suyo, no tuyo» (Kübler Ross).

LA MIRADA DE LA FE

No basta con observarnos. Nuestros ojos no son el único criterio para saber quiénes somos. Los ojos de la fe iluminan nuestro misterio: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 35,10); «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 86,7). Como principiantes en el camino, no nos conoceremos de verdad si no nos sabemos habitados por la Trinidad. Aunque, en estas primeras moradas, sea poca «la luz que sale del palacio donde está el Rey» (M 1,2,14).

El sentido de pecado. Al mirarnos con la luz de la fe, descubrimos nuestra incapacidad, como si estuviésemos atados y en gran oscuridad, desalojados de nosotros mismos, incapaces de relacionarnos con Dios, sin palabra ni vida propia, «como niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina» (Ef 4,14). Son las consecuencias éticas y teologales del pecado. Si perdemos el sentido del pecado, perdemos el sentido de la realidad, nos equivocamos de camino. La miseria de todo ser humano, tantas veces experimentada en nosotros y en los demás, es el contrapunto de su grandeza y dignidad.

Un riesgo. No podemos reducir el propio conocimiento a nuestra vanidad y pecado, porque ésa no es toda la verdad, y por tanto genera «temores, pusilanimidad y cobardía» (M 1,2,10). Hay Alguien que nos habita; El es nuestra verdad más honda, por eso «jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios» (M 1,2,10). Como la abeja sale de la colmena para labrar la miel, así nosotros necesitamos considerar lo que Dios nos quiere, porque eso somos de verdad.

Conocernos en el don. Lo más nuestro es lo que hemos recibido por gracia. «Mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad, considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes» (M 1,2,9). Cuando volvemos nuestros ojos para mirar al Señor y adquirimos la certeza de que contamos con El, nos hacemos osados, atrevidos, fuertes aguerridos…, nos disponemos a grandes cosas. «Nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y más aparejado para todos bien tratando a vuelta de sí con Dios» (M 1,2,10).

Nuestro rostro en el de los pobres. Si, más allá de las estadísticas frías que nos hablan de los pobres, no nos acercamos a mirar de cerca su rostro, no sabremos quiénes somos. Cultivar el propio conocimiento «al margen de los pobres es un producto burgués». Es el conocimiento de sí que tiene el rico Epulón (cf Lc 16,19-31), que después de comer bien busca profetas para salvarse. A éste no se le enviarán. Deben bastarle los lázaros que tiene delante. Nuestra «sentada silenciosa» debe estar habitada por el «nosotros solidario» (Irene Vega).

«LAMPARA ES TU PALABRA PARA MIS PASOS» (Sal 118,105)

Espacios donde la vida renace (cf Mc 4,1-9). So pena de ser flor artificial, nuestra oración no puede germinar, ni florecer ni dar fruto, si no está inserta en la trama de nuestra existencia cotidiana. Esta es la tierra buena, en la que hay que buscar el manantial. Una oración sin historia origina una historia sin Dios. «Todos los graves problemas del mundo pueden ser agrupados bajo el epígrafe de la indiferencia generalizada ante el sufrimiento humano. Te encuentras con cosas terribles que están sucediendo, pero pasas la página y sigues con tu vida» (Woody Allen).

De la agitación a la calma (cf Lc 10,38-42). La actividad inútil, la agitación interior y las preocupaciones, nos impiden dar con lo mejor de nosotros y de abrirlo a la palabra del Señor. «Hay que tener una heroica humildad para ser uno mismo y no otro» (Thomas Merton).

Como nos vemos oramos (cf Lc 18,9-14). Dos maneras opuestas de vivir dan como resultado dos maneras opuestas de orar: una con fruto y otra sin él. Quien prescinde de los otros y se complace enumerando sus vicios, se incapacita para el encuentro con Dios. Está tan seguro, que nada le cuestiona; más que dar gracias a Dios espera que Dios se las dé a él. Quien reconoce su condición de pecador y siente necesidad de salvación, puede recibirla; el amor gratuito de Dios lo rehabilita. Nuestra verdad, aunque sea pobre, es la esterilla sobre la que nos colocamos (cf 2Re 5,1-19: Relato de Elíseo y el sirio Naamán).


Momento de Oración

Comenzamos con un gesto de oración:

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Canta:

La Palabra se hizo humanidad y acampó en la tierra de los hombres. Desde entonces todo ser humano lleva dentro la semilla del amor.

Escucha este relato. Puede despertar en ti la oración. El preso y la flor

El preso Nº. 87 contemplaba los alrededores de la cárcel. Sus ojos se fijaron en un brote que nacía junto a la pared, debajo de su ventana…

Ya tengo compañía… La regaré todos los días. Me servirá de distracción. Pasaban los días y la planta crecía. Al mes justo, empezó a echar los primeros brotes… Más tarde floreció. El preso No. 87 se sentía mejor. Empezó a darse cuenta que no había muerto en él la esperanza. La emoción y la alegría inundaron su celda cuando la flor alcanzó su ventana. Pasó horas contemplándola de cerca, acariciándola con mimo, conversando… Así pasó una semana feliz y contento, extasiado con su compañía. Pero un día, le nació la duda y la preocupación…
 
Si la riego, seguirá creciendo y se marchará de mi ventana… Si no la riego, se me morirá… Si la meto en mi celda, la verá el carcelero y la cortará… Preocupado se movía de un lado para otro y gritaba los insultos aprendidos…
 
¡Esto es un asco! ¡Yo siempre tengo mala suerte! ¡Estoy desesperado! De pronto oyó un ruido. Apresuró el paso a la ventana y se agarró con ansia a los barrotes. Alguien estaba regando su flor… Por la dirección del agua se dio cuenta que era el preso que vivía en la celda de arriba… Sintió alivio a su preocupación, al mismo tiempo que le nacía por dentro una alegría nueva. – Alguien necesitaba una flor… Yo ya he sido feliz una temporada. La liberó de los barrotes de su ventana y la animó a seguir subiendo.

SOLO EL AMOR HACE MILAGROS

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