«Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
«Es importante comprender que en una situación de prueba no se puede permanecer inmóvil sino que se impone avanzar o retroceder. La prueba conducirá a una pérdida de la confianza en Dios o a una confianza mayor y más madura. En este último caso, de manera inesperada e incluso paradójica, la experiencia de la prueba supone un avance en la peregrinación de la fe» (Hermano John de Taizé).
DE LA AUTOSUFICIENCIA A LA CONFIANZA EN EL PADRE
La pasta de que estamos hechos. El orante se presenta ante el Señor con humildad. Por muchos años que lleve viviendo en la fe, por muy comprometido que esté con la evangelización, por muy arropado por la comunidad que se sienta, puede caer en la tentación.
Estamos ante las últimas peticiones del Padrenuestro. Hablan de peligros en el camino de la oración y de la vida. Jesús pide con nosotros al Padre que no nos deje caer en la tentación, y que nos libre del mal o del Maligno. A nosotros no se nos habría ocurrido poner a estas alturas de la vida de oración esta petición. Pero Jesús, que nos conoce, sabe que necesitamos pedir esto. Santa Teresa, al igual que Jesús, trata de esto, después de haber hablado largamente de la oración y del orante, de los pasos que conducen a los altos grados de oración contemplativa y de las virtudes que preparan y caracterizan al hombre de oración. Se dirige no a los principiantes, sino a los avanzados, «los que llegan a la perfección» o «tienen contemplación» (C 38,1).
Hay tentaciones y tentaciones. No se trata de «los trabajos, las persecuciones y peleas» (C 38,1), ni de las penalidades exteriores, ni de la consiguiente tentación de desaliento. El orante auténtico las acepta amorosamente y se crece en ellas. Tampoco se trata del riesgo de mentira o de ilusionismo en la oración: creer que los gozos de la oración provienen de Dios, cuando en realidad vienen de nosotros. Para santa Teresa, esto puede ser que «nos haga caminar más aprisa, porque cebados con aquel gusto están más horas en la oración… y como se ven indignos de aquellos regalos, no acabarán de dar gracias a Dios, quedarán más obligados a servirle, se esforzarán a disponerse para que les haga más mercedes el Señor, pensando son de su mano» (C 38,3).
¿Cómo vencer estas tentaciones? Santa Teresa propone, para vencer estas dificultades, dos o tres actitudes fundamentales. La humildad sincera: «Procurad, hermanas, siempre humildad» (C 38,4). La intención recta: «Dios mira nuestra intención» (C 38,4) y le basta. Y, sobre todo, la fidelidad de Dios mismo: «Fiel es el Señor… No hayáis miedo, hijas, que os deje El regalar mucho de nadie sino de Sí» (C 38,4).
En la vida del orante aparecen muchas tentaciones. Pero aquí, la tentación por antonomasia es que se nos arrebate el don más grande: que somos hijos y hermanos en Cristo, y nos quedemos en terreno de nadie. Si alguien nos quitara el mayor regalo que hemos recibido, nos quedaríamos desnudos.
La mayor tentación. ¿Qué tentación por antonomasia es ésa a la que apunta el Señor? Reside en la zona del engreimiento, en la solapada deformación de la imagen que el orante tiene de sí mismo. «Adonde el demonio puede hacer gran daño sin entenderle, es haciéndonos creer que tenemos virtudes no las teniendo, que esto es pestilencia. Porque en los gustos y regalos parece solo que recibimos y quedamos más obligados a servir. Acá parece que damos y servimos, y que está el Señor obligado a pagar, y así poco a poco hace mucho daño. Que por una parte enflaquece la humildad; por otra, descuidámonos de adquirir aquella virtud que nos parece tenemos ya ganada» (C 38,5).
Atención al escollo: Creer que tenemos virtudes, no las teniendo, es pestilencia. Pero el colmo del absurdo consiste en pensar que merecemos ante Dios; que no recibimos de Él, sino que Él recibe de nosotros lo que nos está dando; que es Él el obligado y deudor. Total falseamiento de postura en el corazón mismo de la oración. Ahí está el daño. Santa Teresa lo recalca varias veces en esas pocas líneas: «hasta que han hecho mucho daño en el alma no se dejan conocer, sino que nos andan bebiendo la sangre y acabando las virtudes» (C 38,2). «Da con nosotros en un hoyo de donde no podamos salir… Nos jarreta las piernas para no andar este camino de la oración» (CE 66,4).
Contra esto, verdad y humildad. Este tipo de tentación comporta un doble fallo radical. Pone en quiebra los dos postulados básicos del trato con Dios: la verdad y la humildad. Es contra la verdad adoptar ese gesto de propietario en materia de virtudes. Las virtudes cristianas no las poseemos como una técnica o como algo conseguido a pulso. Es menester «que entendáis con verdad que no tenemos nada que no lo recibimos» (C 38,7). Y en segundo lugar la humildad, derivado del espíritu de verdad. Humildad es andar en verdad. Es importante que «en principio y fin de la oración, por subida contemplación que sea, siempre acabéis en propio conocimiento» (C 39,5).
El séquito de las tentaciones menudas. Se peca por engreimiento, atribuyéndose algo que no tiene. Se peca también por carta de menos: no reconociéndose a sí mismo objeto de los dones de Dios, de su amor, de su acogida benéfica. Falsa humildad, depresiva y desasosegada, que conduce también a una postura de mentira frente a Dios. Se trata de la tentación de Judas, de obcecarse en la visión del propio pecado, olvidándose de que, a pesar de él, seguía siendo amado por Jesús. La consigna de la humildad verdadera es: no nos atribuyamos lo que no es nuestro, pero no desconozcamos lo que se nos ha dado y efectivamente existe en nosotros. Por ahí va el andar en verdad.
Y otra: arrogarnos una seguridad que no poseemos: «Parecernos que en ninguna manera tornaríamos a las culpas pasadas, y a los contentos del mundo: que ya le tengo entendido, y sé que se acaba todo, y que más gusto me dan las cosas de Dios» (C 39,4). Su receta: «Nunca andéis tan seguras, que dejéis de temer podéis tornar a caer, y guardaros de las ocasiones» (C 39,4).
Epílogo en oración. De nuevo entra en juego la consigna pedagógica de santa Teresa: no hablar de oración sin que la palabra pase por la oración. Todo lo dicho se recopila ahora en una súplica conclusiva sumamente delicada: «Pues, Padre Eterno, ¿qué hemos de hacer sino acudir a Vos y suplicaros no nos traigan estos contrarios nuestros en tentación? Cosas públicas vengan, que con vuestro favor mejor nos libraremos; mas esas traiciones (las tentaciones solapadas) ¿quién las entenderá, Dios mío? Siempre hemos menester pediros remedio. Decidnos, Señor, alguna cosa para que nos entendamos y aseguremos; ya sabéis que por este camino (de oración) no van los muchos, y si han de ir con tantos miedos irán muy menos» (39,6).
Momento de Oración
Ábretea Jesús, ábrete al Espíritu, habla al Padre:
No me dejes tomar el camino del mal.
Dame tu fuerza.
No me dejes caer en la tentación que lleva a la muerte.
Sé que Tú no permites que sea tentado/a
por encima de las fuerzas que Tú pones en mí.
Gracias, Padre, por tu presencia providente en mi vida.
Únete a Jesús. Él es vencedor del Tentador desde el principio. Mantén la vigilancia del corazón unido/a a Él.
Me fío de ti, Señor. Acojo tus caminos.
Me abrazo a tu Cruz, de ella me viene la fortaleza.
Pide al Padre la perseverancia final
Tú dijiste: Dichoso el que esté en vela.
Concédeme la gracia de perseverar en tu amor.
No permitas que me aleje de tu abrazo.
Envuélveme cada día con el vestido de tu gracia.
Canto con toda la Iglesia tu fidelidad.
Lee y deja que se te grabe por dentro el mensaje de este relato
El pescador solitario era un hombre de Dios. Un día tuvo la audacia de pedir al Señor un signo de su presencia y de su compañía: ‘Señor, hazme ver que Tú siempre estás conmigo. Dame el don de experimentar que me amas. Y el gozo de saber que caminas conmigo’. Cuando reemprendía el camino que le conducía nuevamente a su casa, observó con asombro que junto a la huellas de sus pies descalzos había otras cercanas y visibles. Mira, le dijo el Señor, ahí tienes la prueba de que camino a tu lado. Esas pisadas tan cercanas a las tuyas son las huellas de mis pies. La alegría que tuvo el hombre fue inmensa. Pero no siempre fue así. Vinieron días de tormenta y de frío. Caminaba taciturno por la playa. Volvió sobre sus pasos y observó que, esta vez, en la arena solo había la huella de dos pies descalzos. ‘Señor, has caminado conmigo cuando estaba alegre. Ahora que el desánimo y el cansancio hacen mella en mi vida… me has dejado solo. ¿Dónde estás ahora?’ Amigo… cuando estabas bien, yo caminaba a tu lado. Pudiste ver mis huellas en la arena…, ahora que estás cansado y abatido he preferido llevarte en mis brazos. Las pisadas que ves en la arena son las mías marcadas por el peso de tu propio cansancio.