«Un viejo rabino preguntaba en cierta ocasión a sus alumnos cuándo se sabe el momento en que se acaba la noche y comienza el día… Después de varias respuestas de los alumnos, dijo el maestro: Cuando al mirar el rostro de cualquier hombre, tú reconozcas a tu hermano o a tu hermana. Hasta que no llegue ese momento, seguirá siendo noche en tu corazón».
«La expresión ‘Abba, papá’ pertenece al modo de hablar del niño; expresa una familiaridad total, y también simplicidad, confianza y ternura. A ningún judío se le habría ocurrido usar esta expresión familiar y popular para dirigirse a Dios. Habría sido una falta de respeto al Señor omnipotente. Sin embargo, Jesús se dirigía a Dios así, como un niño a su papá, con la misma simplicidad, el mismo abandono confiado» (J. Jeremias).
«El cielo de Dios está a una distancia infinita de nosotros, pero el amor ha impedido a Dios permanecer solo y alejado» (Santo Tomás).
«CUANDO ORÉIS DECID: PADRE» (Lc 11,2)
El nombre que Jesús da a Dios. Jesús, cuando ora en la intimidad, se dirige a Dios llamándole cariñosamente Abba. Jesús conocía otros nombres. Rezaba con ellos en la sinagoga y en las fiestas de su pueblo. Sin embargo, un nombre nuevo le fue naciendo en el corazón: Abba. Los Evangelios ponen 170 veces en labios de Jesús la palabra ‘Abba, Padre’. Antes de ser Padre nuestro, Dios es Padre de Jesús, Padre suyo desde siempre (cf Lc 10,21-22). Este término expresa una intimidad única, un signo de confianza, una fuente de libertad, una experiencia de gozo pleno.
El nombre que el Padre le da a Jesús. Jesús escogió la palabra Abba para tratar con Dios, porque Dios escogió la palabra Hijo mío, Amado mío, mi Predilecto, para tratar con Él. «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). En medio de la noche o en lo alto de un monte, en las encrucijadas de los caminos o envuelto por el murmullo de la vida, Jesús busca al Abba del éxodo (nueva creación), de la alianza (diálogo de amor), de la promesa fiel (esperanza para todos). «¡Oh buen Jesús, qué claro habéis mostrado ser una cosa con Él» (C 27,4).
El regalo de Jesús. Jesús no hizo otra cosa a lo largo de su vida que mostrar el misterio del Padre: «Quien me ve a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Jesús se hace portavoz en el mundo de su perdón (hijo pródigo: Lc 15,11ss), de su acogida incondicional a los perdidos (oveja perdida: Lc 15,4ss), de su deseo de dar vida en plenitud a los pequeños (viuda: Lc 18,2ss). Con el Padrenuestro, Jesús nos hace partícipes de su oración, nos revela que Dios, el creador del cielo y de la tierra, es «Padre suyo y Padre nuestro» (Jn 20,17), nos autoriza a llamarlo de esa forma. En la palabra «Abba, Padre» está el secreto y la novedad de la oración de Jesús y del cristiano. Este es el regalo que nos hace Jesús: poder contemplar cara a cara al Abba y tratar de amistad con quien sabemos nos ama.
El don del Espíritu. En esa intimidad nos mete el Espíritu, por puro regalo. La vida es una oportunidad para aprender a decir con el corazón, con todos los hombres y mujeres, con la creación entera: Abba, Padre, Madre. «Hemos recibido el Espíritu de su Hijo Jesús, que grita en nosotros: ¡Abba, Padre!» (Gal 4,6; cf Rom 8,15). El que reza el Padrenuestro se atreve, en la confianza de la fe, a acoger desde la primera palabra el don del Espíritu y a ocupar el lugar propio de Jesús, el Hijo amado. «¡Señor Dios mío!, no eres tú extraño a quien no se extraña contigo: ¿cómo dicen que te ausentas tú?» (San Juan de la Cruz).
El asombro contemplativo. Decir Padre nuestro es la mejor ocasión para entrar el alma dentro de sí, y hacer el giro hacia la contemplación perfecta. Apenas se encuentra santa Teresa con la palabra «Padre nuestro» entre las manos, estalla en un «oh» de asombro contemplativo. Que Cristo se humille tanto para tratar con nosotros, que nos dé al Padre: «¡Cómo dais tanto junto a la primera palabra! Tan amigo de dar, que no se os pone cosa delante» (C 27,2). Le fascina que Cristo le obligue a cumplir la Palabra: que nos ha de perdonar, nos ha de consolar, nos ha de sustentar, nos ha de hacer partícipes y coherederos. Le llena de estupor que nos dé a las claras el ser hijos de Dios, mientras él lo ocultaba (cf C 27,2.3). . Entrar en el misterio del Padre. «¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás!» (C 27,1). La oración de santa Teresa se adentra en el misterio del Padre, al estilo de Pablo en Ef 1,1ss, sobre todo en el designio de darnos el Hijo, don que «nos hinche las manos», que «hinche el entendimiento» hasta «ocupar la voluntad» (C 27,1) y dejarla sin palabras, en el silencio de su presencia.
Entrar en el misterio del Hijo. «¡Oh hijo de Dios y Señor mío! ¡cómo dais tanto junto a la primera palabra!» (C 27,2). Al decir Padre nos vamos asociando a los sentimientos de Jesús.
Entrar en el misterio de nosotros mismos. «Buen Padre os tenéis, que os da el buen Jesús. No se conozca aquí otro por padre para tratar con él; y procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con El y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí si sois buenas hijas. Pues, ¿quién no procurará no perder tal Padre?» (C 27,6).
¿A quién orar: al Padre, a Jesús, al Espíritu? En la liturgia oramos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Santa Teresa dice que se haga con libertad, pero al observarla, descubrimos que comienza con la palabra al Padre: «Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo» (C 27,1). Pasa rápidamente al diálogo con el Hijo: «Oh Hijo de Dios y Señor mío» (C 27,2). Y concluye con la convicción de la presencia del Espíritu: «Entre tal Hijo y tal Padre, forzado ha de estar el Espíritu Santo, que enamore vuestra voluntad y os la ate con tan grandísimo amor» (C 27,7).
PADRE NUESTRO
El traje de la fraternidad. El que se atreve a llamar a Dios Padre, debe añadir nuestro. La nueva relación con Dios implica como consecuencia inmediata una nueva relación con los demás. La fraternidad es el traje de fiesta que nos ponemos para ir al Padre. Así le gusta a Él vernos llegar a su presencia: con las manos entrelazadas, con sabor a familia y a banquete. El que ora no puede aislarse de los hermanos ni ser portador solo de sus propios deseos y necesidades. Dios no quiere que la oración se convierta en una especie de narcisismo espiritual (San Cipriano).
Una provocación permanente. Decir hoy y siempre Padre nuestro es una provocación permanente para todos los que van a lo suyo, es una bocanada de aire fresco que limpia el ambiente de nuestro mundo, es encontrar respuestas nuevas de solidaridad para todos los orillados de la tierra. A nadie le debáis otra cosa que amor (Rm 13,8).
Resonancia social. Santa Teresa concluye, después de orar el Padrenuestro, que todas han de ser iguales, que no hay que tener vergüenza de los orígenes ni pavonearse de ello. Recuerda el colegio de Cristo, que tenía como jefe a Pedro, pescador, y a Bartolomé, hijo de rey, como uno más. Dios os libre de semejantes contiendas (C 27,6).
Momento de Oración
Ora desde la experiencia del Padrenuestro. Santa Teresa no escribe un comentario sobre la oración de Jesús, sino que la ora. Los datos de la teología y de la revelación, de la Escritura, no son datos fríos, sino que le llenan las manos, el entendimiento, la voluntad y la dejan sin palabras, en pura contemplación.
¡Oh esperanza mía y Padre mío y mi Creador y mi verdadero Señor y Hermano! ¡Cuánto se alegra mi alma, cuando dices que tienes tus deleites en estar con nosotros! ¡Oh Señor del cielo y de la tierra!, ¡qué palabras estas para que no desconfíe ningún pecador! ¿Acaso te falta con quién deleitarte que buscas un gusanito como yo para hacerlo? Tu voz, en el Bautismo, dice que te deleitas con tu Hijo Jesús. ¿Pues hemos de ser todos iguales, Señor? ¡Oh, qué grandísima misericordia, y qué favor tan grande tienes con nosotros! ¡Oh alma mía! Considera el gran deleite y gran amor que tiene el Padre en conocer a su Hijo, y el Hijo en conocer a su Padre, y la inflamación con que el Espíritu Santo se junta con ellos. Estas soberanas Personas se conocen, éstas se aman y unas con otras se deleitan. Pues ¿para que necesitan mi amor? ¿Para qué le queréis, Dios mío, o qué ganáis con ello? ¡Bendito y alabado seas, Padre, Hijo y Espíritu Santo! Alégrate, alma mía, que hay quien ama a tu Dios como Él merece. Alégrate con María, que proclama su grandeza. Alégrate con toda la Iglesia que canta su bondad. Alégrate con toda la creación que canta la hermosura de Dios. ¡Padre nuestro! Que nada me impida alabarte y cantar tus grandezas. Que cada día te dé gracias al son de mi cítara. Que cada mañana cante tus misericordias. Que cada noche me duerma diciendo: «Te engrandezco con toda mi alma, Señor».