Salmo 145: El camino de la confianza

Estamos llegando al final del Salterio. Se oye el Aleluya, como sonido de cascadas. Ya no hay peanas donde colocar a los poderosos, todos se colocan como hermanos. «¡Bien cuidado está el que se fía de Dios! Ocúpate en la oración en adquirir esta confianza. Esa confianza supone la fe en su providencia y la providencia es el cuidado y solicitud paternal que Dios tiene de nosotros. Dejemos que Dios nos cuide, que nos gobierne, que nos guíe. Y esta confianza nos cubrirá contra las horribles zozobras, ansias y temores que nos asaltan, procedentes de nuestras propias ilusiones» (Carta del Beato Francisco Palau).

1 ¡Aleluya!

Alaba, alma mía, al Señor:

 

2 alabaré al Señor mientras viva,

tañeré para mi Dios mientras exista.

 

3 No confiéis en los príncipes,

seres de polvo que no pueden salvar:

 

4 exhalan el espíritu y vuelven al polvo,

ese día perecen sus planes.

 

5 Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob,

el que espera en el Señor su Dios,

que hizo el cielo y la tierra,

 

6 el mar y cuanto hay en él;

que mantiene su fidelidad perpetuamente,

 

7 que hace justicia a los oprimidos,

que da pan a los hambrientos.

El Señor liberta a los cautivos,

 

8 el Señor abre los ojos al ciego,

el Señor endereza a los que ya se doblan,

el Señor ama a los justos,

 

9 el Señor guarda a los peregrinos,

sustenta al huérfano y a la viuda

y trastorna el camino de los malvados

 

10 El Señor reina eternamente,

tu Dios, Sión, de edad en edad.

¡Aleluya!

1. ALELUYA

Esta bella composición poética comienza y termina con el Aleluya, por eso se llama salmo de Aleluya. Estando Dios en medio, todo culmina en la alabanza al Señor, que eso es lo que significa Aleluya. Entrar en los salmos es entrar en el terreno santo de la gracia y, por tanto, de la alabanza. El Aleluya de corazón brota de las certezas hondas, creyentes, que lleva el salmista dentro de sí. De ahí nacen la bendición, la poesía, el gozo. «El Aleluya pronunciado en esta vida es como el canto del caminante y, en el cielo, nos bastarán dos palabras: Amén, para aceptar a Dios plenamente y Aleluya, para cantar su gloria y su poder» (San Agustín). Después de contemplar la obra maravillosa de Cristo, todo el espacio de la alegría y la alabanza lo ocupa la celebración de Cristo Resucitado.

Apenas nos asomamos al salmo, sorprendemos al orante dialogando consigo mismo. Lo hace invitándose a la alabanza. Los diálogos con uno mismo son lo que cada uno siembra cada día en su corazón, son como un evangelio que se dirige uno mismo cada mañana. Santa Teresa se decía a sí misma: «Nada te turbe, nada te espante. Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta».

A esta invitación responde con una decisión valiente, con un bellísimo proyecto, que abarca toda la vida: «Alabaré al Señor mientras viva. Tañeré para mi Dios mientras exista». El salmista compromete toda su vida en la alabanza. Pase lo que pase, tañerá con su cítara para el Señor.

2. LA OPCIÓN POR LA CONFIANZA

El orante se siente empujado a comunicar a la comunidad su experiencia honda de fe en el Señor. Anima a los demás a vivir lo que él vive. Su palabra trata de Dios. Se le ha afinado la retina y se le ha agudizado el oído para ver y oír lo esencial. En su invitación, el protagonismo de Dios es total. Merece la pena confiar en El. Caminará seguro quien aprenda a dejarse cuidar y guiar por El. La confianza es la espina dorsal de este salmo.

El salmista sabe que el ser humano está abierto a la confianza, llamado desde lo más hondo de su ser a confiar, pero sabe también que está tendencia radical puede terminar en fracaso y en desencanto. La confianza está expuesta al fracaso cuando vale poco o nada la palabra dada, cuando las relaciones se basan en la hipocresía, cuando se desprecia la verdad y se ensalza la mentira, cuando los labios no expresan lo que dice el corazón. En estos casos, se necesitan muchas ayudas para sacar a la persona de los miedos y encaminarla a la confianza.

¿En quién poner la confianza? El salmista lo tiene claro. No hay que confiar en lo que vale menos que nosotros. No hay que confiar ni siquiera en los príncipes de este mundo, a pesar de su poder, de su prestigio, de sus riquezas. Son seres de polvo, como todos. No pueden salvar. Sus planes son perecederos. Confiar en los que más brillan es un terreno resbaladizo, «un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas» (Pro 2,15). El ser humano, que merece toda la atención por parte de Dios, no puede ser, por su fragilidad y mortalidad, roca sobre la que apoyarse. Es como un edificio que se resquebraja (cf Qo 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf Jb 8,14), como una «hierbecita que florece y se renueva por la mañana y por la tarde la siegan y se seca» (Sal 89,5-6).

A quien se le puede entregar el corazón, sin riesgo de quedar defraudados, es a Dios. El merece nuestra confianza. ¿Por qué? Porque es creador de la nada y con casi nada, o con nada, levanta la vida; porque es fiel a la alianza de amor y a sus promesas, despertadoras de las esperanzas más hondas en el pueblo; porque cuida la vida amenazada de los que están en los límites, porque lo nuestro es suyo y lo suyo nos lo da a manos llenas. ¿Hay confianza mayor? Las acciones de Dios, dirigidas a los más oprimidos, suscitan la auténtica confianza. La tarea de servir a los últimos siempre es provocadora de fe. Juan Bautista, desde la cárcel, pregunta a Jesús si es Aquel de quien se puede fiar y Jesús le responde con sus obras: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,4-5).

Quien se apoya en Dios experimenta el Amén, que, en su raíz hebrea mn, significa la seguridad de un niño en los brazos de su mamá. Quien se fía de Dios entra en el espíritu de las bienaventuranzas, se le llama «dichoso», «anda seguro» (Francisco Palau). «Me gusta el que se abandona en mis brazos como el bebé que se ríe y que no se ocupa de nada» (Palabras que, Péguy, pone en boca de Dios).

La experiencia de confianza se hace proyecto cada mañana; este salmo es una oración muy oportuna para comenzar la jornada, y se hace oración de abandono al caer de la tarde: «Tu Palabra, Señor, nos llena de vida, en ella nos fiamos en todo momento. Tú eres nuestra fortaleza, en Ti nos apoyamos. Tú eres el consuelo de nuestros pasos, pones cimientos a nuestros vacíos. Tu compasión nos sostiene. Solo en Ti esperamos. Solo de Ti nos fiamos. Solo en Ti, Señor».

3. DIOS ESTÁ CON LAS VÍCTIMAS

Como solo Dios habla bien de Dios y como solo las acciones de Dios hablan bien de Dios, el salmista hace doce afirmaciones, número perfecto, que muestran cómo Dios está comprometido con la historia y cómo está siempre a favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices. Es como un anticipo de las bienaventuranzas, ese empeño que Dios tiene de ver belleza y corazón en los que los demás solo ven lodo, de despertar la gracia en todos los desgraciados.

El amor a todos los pequeños de la tierra, examen al atardecer de la vida (cf Mt 25,31-46), la confianza creativa hacia los últimos, el riesgo en la entrega a los más sufren, nacen de una experiencia de confianza total en los cuidados que Dios tiene de nosotros. Quien ha descubierto en Cristo su riqueza, puede entregar sus bienes a los pobres. Quien ha experimentado la confianza en la roca desechada y convertida ahora en piedra angular (cf Sal 118,22), puede iniciar cada día caminos de confianza en los demás. Quien ha experimentado la compasión inagotable de Dios, puede ser fuente de ternura para los que le rodean. Quien ha descubierto en quiénes pone Dios los ojos, puede ir por la vida mirando a todos los pequeños, rescatándolos del anonimato de la nada.

Eso no quita la cruz. Porque, ¿qué es una persona que ha puesto su confianza en el Señor? Muchas veces objeto de burla: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora» (Mt 27,43). En los que dejan que Dios entre y se siente en su corazón, se despliega el Reino toda su fuerza, se mantiene, pese a todo, el proyecto de la nueva humanidad, cantada por María en el Magnificat. ¿En qué termina la persona que entierra su vida en los últimos? ¿En qué paran las personas que esconden su rostro, en una continuación del lavatorio de los pies realizado por Jesús, en los más perdidos de la sociedad, para que aparezca en ellos el rostro de la dignidad? Sabemos cómo terminó Jesús: «En tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Sabemos en qué terminó su entrega a los últimos: no en trastorno sino en vida para todos, en Aleluya, en canto a Dios.

4. LA BELLEZA DEL REINO: DON Y TAREA

Después de recorrer las acciones de Dios, se nombra lo que ya era experiencia en el corazón de los orantes: Dios reina, Dios es Señor del todo el universo, de edad en edad. El horizonte del ser humano se agranda en los finales. Merece la pena continuar la tarea de Jesús al servicio del Reino, todo en alabanza. Una catarata de aleluyas, provenientes de los pobres de la tierra, de aquellos que han puesto su confianza en el Señor, lo avala sin cesar. Todo ello se plasma en los vibrantes himnos del Apocalipsis. Escogemos uno de ellos: «Aleluya. La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos. Aleluya. Alabad al Señor, sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes. Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo, alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Aleluya. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido. Aleluya» (Ap 10,1-17).

Salmo 145

Libros recomendados:

Post recomendados:

Viva el evangelio como nunca antes:

Recibe nuestras reseñas literarias:

Únete a nuestra comunidad literaria para recibir reseñas semanales de libros  de tu interés por e-mail. Es gratis y disfrutarás de precios más bajos y regalos en nuestras editoriales con tu cupon de socio.