Salmo 150: Alabanza de gloria

En este salmo se describe la vocación de toda la creación a la alegría. Así lo expresa Isabel de la Trinidad, una mujer enamorada: «Una ‘alabanza de gloria’ (Ef 1,12) es un alma que mora en Dios y que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en las dulzuras de ese amor; que le ama independientemente de todos sus dones y aunque no hubiese recibido nada de él. Una alabanza de gloria es un alma silenciosa que está como una lira, dócil al toque misterioso del Espíritu Santo, para que arranque de ella armonías divinas. Esta alma sabe que el sufrimiento es una cuerda que produce sonidos aún mucho más melodiosos; por eso quiere verla en su instrumento, para conmover más deliciosamente el corazón de su Dios. Una alabanza de gloria es un alma que fija en Dios su mirada con fe y con simplicidad. Es un instrumento que refleja todo lo que Dios es. Es como un abismo sin fondo donde Dios puede meterse y expansionarse. Es también como un cristal en el que Dios puede reflejarse y contemplar todas sus perfecciones y su propio resplandor. Una alabanza de gloria es, finalmente, alguien que vive en continua acción de gracias. Todos sus actos y sentimientos, todos sus pensamientos y aspiraciones, a la vez que la van enraizando cada vez más profundamente en el amor, son como un eco del Sanctus eterno» (Beata Isabel de la Trinidad).

1 ¡Aleluya!

Alabad al Señor en su templo,

alabadlo en su fuerte firmamento.

 

2 Alabadlo por sus obras magníficas,

alabadlo por su inmensa grandeza.

 

3 Alabadlo tocando trompetas,

alabadlo con arpas y cítaras,

 

4 alabadlo con tambores y danzas,

alabadlo con trompas y flautas,

 

5 alabadlo con platillos sonoros,

alabadlo con platillos vibrantes.

Todo ser que alienta alabe al Señor.

¡Aleluya!

1. LA ULTIMA PALABRA LA TIENE LA ALABANZA

La alabanza es la culminación de la obra del Espíritu, protagonista silencioso en medio de la creación. La alabanza es la voz, que el Espíritu ha ido enseñando a la creación a lo largo de los siglos. La alabanza es la respuesta al amor excesivo de Dios, que ha llenado de alegría toda grieta de dolor y de muerte. La alabanza es el último esfuerzo de una humanidad buscadora, que, rebosante de un agradecimiento asombrado y vibrando al son de la gracia, ya no sabe decir nada más. La alabanza brota gratuitamente, como la sonrisa, el amor, la vida.

Este es el final del Salterio, símbolo de la culminación de la historia de la salvación. Este breve poema, tan armonioso en el fondo y en la forma, manifiesta que la última palabra del pueblo no es la queja ni el lamento, sino un canto a Dios. Los diez imperativos de alabanza, como diez son las palabras creadoras y diez los mandamientos de la alianza, acallan todos los «peros», que quedan sepultados para siempre en el olvido.

La capacidad celebrativa del ser humano, y que se manifiesta en el gozo ante las pequeñas alegrías de la vida, llega aquí a una plenitud insospechada. Nunca podía pensar la creación que tenía tanta alegría adentro. El salmo es un broche de oro a todo un aprendizaje de alabanza, en medio de los claroscuros de la vida.

El texto es de una sencillez y transparencia admirables. Solo queda dejarse llevar por esa insistente invitación a alabar al Señor: «Aleluya. Alabad al Señor. Alabadlo. Que toda vida lo alabe». La creación, que en su recorrido ha interiorizado la muerte, la tristeza, los interrogantes, ahora, gracias a la paciente obra del Espíritu, saca a la luz el amor que ha interiorizado; vibra al son de la gracia.

2. EL SEÑOR MERECE LA ALABANZA

¿Cómo ha sido posible este milagro? ¿Cómo se ha despertado nuestra capacidad dormida para la alabanza? Ha sido posible por el empeño de Dios en mostrar su espléndida e incomparable generosidad. «Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros» (Ef 2,6).

El santuario, donde mora Dios con los santos, espacio de luz y de belleza, es el lugar de la alabanza. La liturgia del pueblo en el templo es testigo del lento aprendizaje de la humanidad para descubrirse a sí misma como espacio habitado por la Trinidad. En este sentido adquieren un valor de signo todas las comunidades que se reúnen para celebrar la fe. Como un pequeño resto, estas comunidades dispersas por toda la tierra mantienen viva la llama, orientando a toda la creación, por medio de un empuje misionero imparable, hacia su verdadera vocación de alabanza.

La creación, visitada por los misterios de la fe, ha comprendido la alianza de amor entre Dios y ella, ha visto, una y otra vez, cómo la distancia entre cielo y tierra la acortaba el amor. Este ha sido su ejercicio a lo largo de los siglos: alimentar, día tras día, su esperanza con las grandes verdades de la fe, hasta colmar de dicha su estado de humanidad parturienta (cf Rom 8,22).

El salmo es la cumbre del itinerario místico. «Solo mora en este monte la honra y gloria de Dios» (Palabras que san Juan de la Cruz escribió en su famoso dibujo del Monte). En la alabanza todo se vuelve de una sencillez admirable. La mirada está centrada. Finalmente, el rostro de Dios y el rostro de la humanidad se reflejan en la armonía de la alabanza, como la luz del sol que pone a la vista la gama de colores escondidos. «La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre está en dar gloria a Dios» (San Ireneo).

3. ALABANZA A TODA ORQUESTA

¿Cómo celebrar la magnífica obra de Dios y alegrarse por su inmensa grandeza? El salmista llama en su ayuda a los instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén: trompetas, arpas, cítaras, tambores, flautas y platillos sonoros. También llama a la danza, estilización de los movimientos humanos, para que no falte nada en este espectáculo montado en honor de Dios.

Esta insistencia en el uso del canto, la danza, la música, en la liturgia, es una excelente manera de educarnos en su belleza. No basta con orar a Dios con fórmulas teológicamente exactas, sino que hay que hacerlo también de un modo hermoso y digno, sin ceder a la rutina, impropia de gentes fascinadas por el misterio. «Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20).

Después de orar este salmo, ¿cómo se puede estar en contra de la música y la danza en la liturgia? Una gigantesca y gloriosa tradición de música religiosa, y de sencillos gestos de la creación movidos por el viento del Espíritu, están en sintonía con el último salmo del Salterio.

A este respecto, san Agustín, en sus Exposiciones sobre los salmos, ve simbolizados en los instrumentos musicales a los santos que alaban a Dios: «Vosotros, santos, sois la trompeta, el salterio, el arpa, la cítara, el tambor, el coro, las cuerdas y el órgano, los platillos sonoros, que emiten hermosos sonidos, es decir, que suenan armoniosamente. Vosotros sois todas estas cosas. Al escuchar el salmo, no se ha de pensar en cosas de escaso valor, en cosas transitorias, ni en instrumentos teatrales». En realidad, «todo espíritu que alaba al Señor» es voz de canto a Dios. La música más sublime es la que se eleva desde el corazón de una humanidad reconciliada. Esa es la armonía que Dios espera encontrar en las liturgias de las comunidades esparcidas por el mundo.

4. LA VOZ DEL UNIVERSO, HECHA UNA ALABANZA

El autor, como un excelente director de orquesta, pone en movimiento, no solo a los instrumentos musicales, sino también a todo lo que respira y tiene vida. Recoge todas las músicas calladas, contenidas en la vida, e invita a que se conviertan en sonoridad armoniosa.

Todos los seres que han recibido de Dios un aliento de vida se han de ocupar en la alabanza de Dios. El aliento es para la alabanza. Todo lo que respira, todo soplo, todo lo que tiene vida, por pequeñita y escondida que ésta sea. Hay una complicidad fraterna con toda la creación. En un intercambio de dones maravilloso, de toda la creación, con sus múltiples lenguajes, siempre en armonía, brota la más asombrosa alabanza. La humanidad ya no quiere retener para sí misma una gloria que no le pertenece. Se la da a quien le corresponde el honor y la gloria. Ha descubierto su alma. «Mi alma es un cielo donde canto la gloria del Eterno, y solo la gloria del Eterno» (Beata Isabel de la Trinidad).

El «vosotros» de la alabanza es todo ser que alienta, que tiene el aliento del Espíritu. Cristo es alabanza y el gran motivo de alabanza, que tiene en sus entrañas la humanidad. Cristo entona el himno de nuestra alabanza; mejor, El es la sublime canción entonada por la humanidad a gloria de Dios. No se avergüenza de llamarnos hermanos: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la asamblea te cantaré himnos» (Hb 2,11). La esperanza de alabar un día a nuestro Dios de un modo definitivo nos impulsa ya ahora a entonar nuestra salmodia. Caminamos hacia una alabanza total, hacia una alabanza sinfónica. María, la gran alabanza de la gloria de Dios, por haber aceptado ser la Madre de Jesús, nos acompaña en este camino, danzando con nosotros la danza del amor, la danza de la vida verdadera, el cumplimiento del proyecto bonito de Dios. Amén. Aleluya.

Salmo 150

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