Salmo 35: Un himno al amor de Dios

«Es preciso crear en nuestra vida un espacio para el Señor, con el fin de que pueda transformar nuestra vida en su Vida… Mi primera hora de la mañana le pertenece al Señor. Una profunda paz inundará mi corazón y mi alma se vaciará de todo aquello que pretendía perturbarla… será ella colmada de santa alegría, de valentía y de fortaleza» (Edith Stein).

2- El malvado escucha en su interior
un oráculo del pecado:
«No tengo miedo a Dios ni en su presencia».
 
3- Porque se hace la ilusión de que su culpa
no será descubierta ni aborrecida.
 
4- Las palabras de su boca son maldad y traición,
renuncia a ser sensato y a obrar bien;
 
5- acostado medita el crimen,
se obstina en el mal camino,
no rechaza la maldad.
 
6- Señor, tu misericordia llega al cielo,
tu fidelidad hasta las nubes,
 
7- tu justicia hasta las altas cordilleras,
tus sentencias son como el océano inmenso.
Tú socorres a hombres y animales,
 
8- ¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!
Los humanos se acogen a la sombra de tus alas,
 
9- se nutren de lo sabroso de tu casa,
les das a beber del torrente de tus delicias:
 
10- porque en ti está la fuente viva
y tu luz nos hace ver la luz.
 
11- Prolonga tu misericordia con los que te reconocen,
tu justicia, con los rectos de corazón;
 
12- que no me pisotee el pie del soberbio,
que no me eche fuera la mano del malvado.
 
13- Han fracasado los malhechores,
derribados, no se pueden levantar.

1. EL MISTERIO DE LA INTERIORIDAD

«No estamos huecos» (Santa Teresa). Pero ¿quién habita el corazón del ser humano? ¿Qué misterio se esconde en sus adentros? Este bellísimo salmo intenta responder ofreciéndonos los retratos contrapuestos de dos mundos interiores, habitados uno por el abismo de la malicia y otro por el abismo de la bondad de Dios. Estas fronteras entre buenos y malos, tan bien clarificadas en el salmo, son más difusas en la vida real. El ser humano, al mirarse por dentro, descubre conviviendo juntos el trigo y la cizaña, oye voces contrarias en su mundo interior. Por eso, en este salmo hay que entrar con preguntas, con una honda curiosidad por la vida, con ganas de opción, con deseos de despertar el corazón a la bondad. Empieza el salmo relatando la trama secreta del malvado y lo hace con una expresión muy dura: «el malvado escucha en su interior un oráculo del pecado»; la palabra de Dios ha sido suplantada por la palabra de la maldad. El mal no es algo externo, sino que se ha hecho connatural a su ser más íntimo, asomándose desde ahí en la lengua y en las obras (cf Mc 7,22).. La interioridad del ser humano, el espacio más bello y secreto que tiene, ha quedado convertida en cueva oscura donde se gestan, día y noche, la crueldad y el engaño. En este planteamiento de la vida, Dios es un estorbo. De ahí que le dé la espalda y no le deje espacio ni palabra en su vida; y de ahí también que molesten los amigos de Dios y que intente marginarlos y ningunearlos. El desprecio de la moralidad, el rechazo de la religión, la renuncia a la sensatez son su hábito cotidiano. Una conducta semejante solo puede terminar en la muerte. ¿Qué hacer ante esto? ¿Huir? ¿Ser como ellos? ¿Enfrentar al odio con más odio y a la violencia con más violencia? El salmista, partiendo de esta experiencia humana, tan dura, encuentra en la experiencia de Dios una respuesta.

2. EL AMOR LOCO DE DIOS

Frente al malvado, que solo sabe decir «yo», coloca el salmista otro tipo de hombre, por el que apuesta claramente, que sabe decir «tú», «tú a Dios y tú a todo ser humano». Este nuevo tipo de persona está habitado por el misterio de Dios, por su Palabra, por su Espíritu, que lejos de anularlo lo plenifica y lo embellece. Tenemos que agradecer al salmista que nos deje oír su fe, que nos desvele una meditación tan extraordinaria sobre Dios. Su fe sale convertida en un hermoso himno al amor de Dios, y por extensión, a todo ser humano que se deje tocar el corazón por el cariño y la dulzura de Dios y se convierta en testigo de la bondad de Dios en el mundo (cf Tit 3,4). Canta la grandeza de Dios con símbolos cósmicos (cielo, nubes, altas cordilleras, océanos) que abarcan «lo ancho y lo largo, lo alto y lo profundo» (Ef 3,18) y lo hace con cuatro términos muy ricos en significados salvíficos. Hésed, que significa los dones que aporta Dios a su alianza con la humanidad: gracia, compasión, ternura, misericordia. Emunáh, con la misma raíz que amén, y que significa seguridad, firmeza, fidelidad inquebrantable. Sedaqáh expresa justicia, pero en sentido de salvación y liberación del mal. Mishpat, que significa las sentencias con que Dios mira la tierra, inclinándose hacia los pobres y oprimidos, y doblegando a los arrogantes y prepotentes. Canta los favores de Dios con símbolos rituales de la liturgia en el templo. Dios es inagotable en sus dones, se da a conocer enriqueciendo. «Se alegra de ser Dios para poder darse como Dios» (San Juan de la Cruz). En lo más hondo del ser humano deja sentir su presencia y todo lo deja vestido de gracia y hermosura. Merece la pena volverlas a leer en unos versos tocados de honda belleza: «Los humanos se acogen a la sombra de tus alas, se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias: porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz». Dios, en el espacio orante de la comunidad que se reúne para la alabanza y la escucha de la Palabra, es sombra que alivia, cobija, descansa; es banquete de manjares sabrosos; es fuente de agua viva ofrecida a todos gratuitamente; es luz capaz de asomarse como luz en «el rostro descubierto del orante, y así reflejar, como en un espejo, la gloria del Señor’ (2Cor 3,18). Estos símbolos encuentran su correspondencia en los sacramentos: Cristo es cristalina fuente de vida en el bautismo, cena que recrea y enamora en la eucaristía, llama de amor viva en la confirmación, sombra acogedora y protectora en la comunidad eclesial. ¿Qué hacer ante este panorama? ¿Marginaremos a este Dios tan enamorado de nosotros? ¿Abriremos la vida a un amor tan gratuito y tan personal: «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20)? ¿Dejaremos que su ternura ablande nuestro corazón? ¿Colocaremos su fidelidad como cimiento de nuestra vida? ¡Cómo no entrar en contemplación y quedar fascinados ante este Dios que nos embellece con su beso! ¡Cómo no tratar de amistad con este Amigo tan verdadero! No es de extrañar que los dones de Dios enamoren a la persona y que ésta se convierta en la «cara humana de Dios» (San Gregorio de Nisa) y responda también amando, porque amor saca amor. «Tú que manas dentro de mí como una fuente que no nace de mí, pero que me moja y me riega. Tú que brillas dentro de mí como una luz que yo no enciendo, pero que alumbra mi salar de estar. Tú que amas dentro de mí como una llama que no es mi hoguera pero que pone en fuego todo mi ser» (Loidi). «Déjame beber de esa fuente, déjame meter las manos en sus aguas para sentir sus frescura, su pureza y su fuerza. Que las aguas vivas de ese divino manantial fluyen a través de mi alma y de mi cuerpo, y su corriente inunde el pozo de mi corazón» (Carlos G. Vallés).

3. CONTEMPLATIVOS EN MEDIO DE LA VIDA

El orante, después de la experiencia tan intensa que ha tenido de Dios en la interior bodega, sale a la vida de otra manera: con su interioridad alcanzada por la presencia de Dios. Sabe que no es dueño de la fuente, pero puede cantarla y saciar su sed con su frescor. Sabe que no es dueño de la luz, pero puede ver todas las cosas con esa luz que arde incluso en medio de la noche; orar es aprender a ver la vida como Dios la ve. Sabe que no es dueño de los bienes, pero puede enriquecer con ellos a muchos. Sabe que es arcilla, pero arcilla viva por el roce de los dedos de Dios. Del encuentro con Dios le ha quedado humildad para saberse necesitado de la ayuda de Dios y seguir contando con su misericordia y su justicia («con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad» (Jr 31,3); los dones no son garantía de fidelidad, requieren vivir alerta. Le ha quedado también fortaleza y confianza hasta la audacia en la bondad de Dios. Para los momentos difíciles conoce el caminito que lleva al manantial, porque guarda grabado en el corazón el sonido del agua Ha perdido el miedo a los malvados. Esperanzado por el amor inmenso de Dios que siente a su lado, sabe que éstos no podrán pisotear su dignidad, ni echarlo fuera de su experiencia de Dios; iluminado por la luz de Dios, se le revela el futuro de repente y está seguro de que el mal, a la larga, no podrá mantenerse de pie y quedará derribado, sin poderse levantar. Y en los momentos difíciles, El orante, a quien Dios le ha regalado su misterio, sale a la vida como un humilde testigo de la bondad de Dios, como un pregonero que anuncia la vida, como un germen de gracia en un mundo desgraciado. Ese orante es, sobre todo, Jesús que ama con derroche para que «el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26).

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