Salmo 97: El aplauso de la creación al Señor

Nos acercamos al salmo, atentos a la sonoridad que lo recorre, dispuestos a escuchar su música. Orar este es como entrar en una fiesta. «¿Qué canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo. La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel, ¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra, estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a ‘juzgar’ a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la radiante nivelación de la justicia!» (Paul Claudel).

1 Cantad al Señor un cántico nuevo,

porque ha hecho maravillas:

 

2 su diestra le ha dado la victoria,

su santo brazo;

el Señor da a conocer su victoria

revela a las naciones su justicia:

 

3 se acordó de su misericordia y su fidelidad

en favor de la casa de Israel;

los confines de la tierra han contemplado

la victoria de nuestro Dios.

 

4 Aclama al Señor, tierra entera,

gritad, vitoread, tocad:

 

5 tañed la cítara para el Señor,

suenen los instrumentos:

 

6 con clarines y al son de trompetas

aclamad al Rey y Señor.

 

7 Retumbe el mar y cuanto contiene,

la tierra y cuantos la habitan;

 

8 aplaudan los ríos, aclamen los montes

al Señor que llega para regir la tierra.

 

9 Regirá el orbe con justicia

y los pueblos con rectitud.

1. INVITACIÓN A LA ALABANZA

Al ser humano, también al que es creyente, le habitan a menudo los problemas y le brota el lenguaje pesimista y desesperanzado, se le queda dormida y escondida su vocación a la alabanza. Pero no se le apaga del todo la llama y espera que venga alguien que ponga remedio a las injusticias; es la necesidad y el derecho a esperar. Al encontrarse con este salmo, auténtica escuela de la «alegre alabanza» (Juan Pablo II), es como si se respirara una atmósfera de júbilo, como si se hallara un oasis en medio del desierto. ¡Qué hermosa vocación, la de alabar, para el ser humano!

Todos necesitamos una fuerte y constante invitación a la alabanza. Eso es lo que hace el salmista, invitar; quiere que todo el mundo alabe al Señor, que a él le ha fascinado. Lo hace con abundancia de imperativos: gritad, vitoread, tocad, tañed, aclamad. Concede mucha importancia a los instrumentos musicales, reconociendo en la música un acto superior de alabanza. Pone a tono las voces y los aplausos; anima a mantener una relación gozosa con Dios y a responder con cantos de gratitud y admiración a su grandeza y bondad.

Hay un tiempo para la oración silenciosa, pero hay también un tiempo para la oración de aclamación, en la que el gozo mana de la interioridad del ser humano y se desborda; el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf Rm 8,16), y la lengua de los hijos es la alabanza. Hay que aguzar el oído para percibir la rica sonoridad de estos versos.

La historia de la salvación ofrece abundantes modelos de cantos de alabanza; los salmos son buena prueba de ello. Uno de los exponentes más preciosos es el Magnificat, donde la humildad de María, para dejar a Dios ser Dios, es terreno donde florece la alabanza. «Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor» (Ef 5,19; Col 3,16).

Los motivos del desencanto y la queja siempre están más a la vista, los motivos para la alabanza están en lo profundo y hay que buscarlos. El pueblo de Israel cree haberlos encontrado y se atreve a compartirlos con todos los pueblos de la tierra para que participen, también ellos, de la gran fiesta. Los motivos de tanta alegría son las acciones de Dios: Dios ha hecho maravillas, ha logrado la victoria con su mano derecha, ha revelado su justicia, ha mantenido su fidelidad. El orante, además, puede añadir sus propios motivos: «Dios no tiene término, tampoco le tendrán sus obras. ¿Quién acabará de contar sus misericordias y grandezas? Es imposible» (Santa Teresa).

El verdadero protagonista de la alegre alabanza de todos los seres humanos es el Señor, que ocupa el centro de la escena y de la vida (seis veces es nombrado en el salmo). Las imágenes de la «diestra» y del «santo brazo» recuerdan el éxodo y la intervención liberadora de Dios. «La misericordia y la fidelidad» expresan la forma que tiene Dios de ser fiel a sí mismo y de acordarse del pueblo, manteniendo una línea coherente de amor. Es lógica la respuesta del salmista y de todos los que han cantado al Señor a lo largo de la historia, porque sus vidas han sido embellecidas por el manantial inagotable de Dios. Es lógica la respuesta ‘te alabamos, Señor», siempre que leemos la Palabra de Dios, donde se narran sus maravillas.

El canto viene detrás del asombro, la alabanza detrás de una experiencia gozosa. La fe en Dios lleva consigo la alabanza. Si el ser humano alaba a Dios, lo hace movido por un corazón admirado y agradecido, inundado de alegría por sentirse amado, salvado y protegido por Dios. Por medio de la oración de alabanza celebramos todo lo que Dios es para nosotros.

El cántico es nuevo, es decir, perfecto, pleno, solemne; reemplaza a otro. No bastan las alabanzas rituales conocidas, se requiere algo nuevo y grandioso. Este cántico nuevo adquiere todo su esplendor ante la encarnación del Hijo de Dios, verdadera novedad que pone en marcha un cántico ininterrumpido de alabanza. En Cristo vemos la realización completa del plan de Dios, saboreamos su victoria sobre el pecado y la muerte, nos asombramos de su ternura y de su cuidado de toda vida pisoteada; en su resurrección encontramos la fuente del gozo que no acaba. «Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado, algo hasta entonces inaudito. Una realidad nueva debe tener un cántico nuevo» (Orígenes).

2. UNA ALABANZA ARMONIOSA

La respuesta a la intervención salvadora de Dios es una alabanza coral a toda orquesta, que culmina con la terouah, palabra intraducible que significa grito, ovación, aclamación. La alabanza solo es armoniosa si en ella participa todo lo que existe, si los labios de la creación se abren a la oración, al canto, a la alegría y al testimonio del amor. Este clamor imparable comienza en las calles de Jerusalén y en su templo, sobre todo en la fiesta de las Tiendas, pero se extiende sin cesar al templo de la creación, hasta convertirse en un aplauso cósmico.

¿Cómo es posible que todos los pueblos participen de la victoria de Dios? Es posible porque se trata de una victoria que no humilla ni deja un rastro de vencidos; es una victoria que salva a los desvalidos y libera a los oprimidos. Por todo ello, la Iglesia puede encabezar una manera de actuar adecuada a su fe, una doxología que será plena al final de los tiempos, pero que la liturgia ya adelanta: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del cordero! La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 7,10.12).

A la vasta aclamación de la humanidad, acompañada de la música, se asocian también los ruidos de la naturaleza, siempre solidaria con el ser humano hecho de barro, como si ella continuase en la misma vibración de la primera creación, salida de las manos de Dios. Son cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso. Lo siguen la tierra y el mundo entero, con todos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación es la de los ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su flujo rítmico. Por último, vienen las montañas, que parecen danzar de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes.

Pero entonar himnos gozosos y unirnos a la alabanza de toda la creación es insuficiente. Es necesario unir nuestra alabanza a la de Jesús, nuestras oraciones a las suyas. La voz de Cristo es la única que llega eficazmente al corazón del Padre. «No oro yo, es Cristo quien ora en mí» (San Agustín). De su exceso de amor, puede nacer cada día un exceso de alabanza.

Para poder purificar nuestra alabanza y sanar la actitud de queja, viene en nuestra ayuda el Espíritu Santo, el que hace nuevas todas las cosas. La verdadera oración de alabanza es fruto del Espíritu Santo. Cuando dejamos que el Espíritu sea quien impulse nuestra oración, cuando dejamos que sea El quien ore en nosotros con «gemidos inenarrables» (Rom 8,26), solo entonces, nuestra voz se identifica con la de Cristo y somos «alabanza de su gloria» (Ef 1,12). «Como se pasea la mano en las cuerdas, y como canta la cítara, así habla en mí el Espíritu de Dios» (Poema de la primitiva Iglesia).

3. EL PORVENIR DE DIOS, ESPERANZA DE LOS POBRES

El motivo más grande para la alabanza lo comunica el salmista al final del salmo. «Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud». Dios es el que llega. Jesús es el cumplimiento de esta promesa. Aquí radica la esperanza de la humanidad, aquí se encuentra la fuerza para que un don tan grande se convierta en una tarea constante, aquí los seres humanos aprenden a conjugar la alabanza con el trabajo diario por la paz y la justicia. La presencia comprometida de los amigos de Jesús en la historia es una posibilidad para que los más pobres cambien el lamento en alabanza. «¡Canta con la boca! ¡Pronuncia salmos con las obras! ¿Quiénes cantan? Quienes realiza el bien con alegría» (San Agustín).

Salmo 97

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