Mi Amado las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora
(Juan de la Cruz).
El testimonio de una mujer buscadora de la verdad. «La vida me había tirado por tierra, pero después del encuentro con Cristo tomé de nuevo la vida agradecidamente. He aprendido a amar desde que sé para qué vivo» (Edith Stein).
Recuerdo de un apasionado de Cristo hablando de los religiosos/as: «Nuestra vida es siempre una vida tocada por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia» (Juan Pablo II).
Tres imágenes para expresar la unión de la persona con Cristo: «Es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyito pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida se hace todo una luz» (Moradas VII, 2,4).
1. Nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido
No tiene sentido una vida de oración que prescinde de la humanidad de Cristo. No tiene sentido la vida de oración, en cualquiera de sus etapas, sin la vinculación a la vida, muerte y resurrección de Jesús. Su estilo de vida en libertad, su pasión por el reino, su acercamiento a todos los orillados, su intimidad con el Padre, su entrega crucificada por amor, su presencia resucitada de paz y perdón entre los suyos… todo es necesario para la vida de oración. «Si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino» (Moradas VI,7,6). El Hijo para nosotros es el insondable misterio del amor del Padre (cf Col 1,26-27). En la plenitud de los tiempos, el Padre nos ha hecho vivir la vida del Hijo, en el aliento del Espíritu que nos hace gritar: «Abbá».
El camino de Jesús es un camino de bajada y ascenso, de humillación y de exaltación. «Se vació a sí mismo, tomando forma de esclavo» (Flp 2,7ss). «Siendo rico se hizo pobre por nosotros» (2Cor 8,9). «Fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18). «Y toda lengua confiese: ¡Jesús, Cristo, Señor! Para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).
El grito de la persona contemplativa es: «¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestra guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término. El solo. Ninguna otra luz. Ninguna otra verdad. Ninguna otra aspiración. Ninguna otra esperanza. Solo él. Exclusivamente él. Totalmente él» (Marcelino Legido).
Lo que adelanta con tanta belleza el salmo 44: «Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia», lo dice, entusiasta, Pablo, cuando lanza este desafío: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Fascinada por la belleza de Cristo, no soporta santa Teresa que le digan que tiene que dejar a un lado la humanidad de Jesús. «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien» (Vida 37,4). «A mí no me harán confesar que es buen camino… y mirad que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa» (Moradas VI,7,5). Cristo siempre es buena compañía para el orante. «Todas las demás verdades dependen de esta verdad, y todos los amores de este amor» (Vida 40,4). La mística se alimenta de los misterios de Jesús.
2. Jesús: camino, verdad y vida
«Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG 40). Pero si tuviéramos que describir la santidad, ¿cómo lo haríamos? Esta no consiste en una especie de vida extraordinaria, practicable solo por algunos genios de la santidad. «Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno» (NMI 31). Ser santos es vivir la vida de Cristo. La vida cristiana no es solo relación, imitación o seguimiento, sino compenetración de dos vidas.
Cristo, gracias a una asimilación progresiva, se convierte en presencia viva en el corazón del cristiano. Cuando en el Cantar de los Cantares se quiere definir el amor se dice que es «como un sello sobre tu corazón» (Cant 8,6). Jesús es la séptima morada, lo más íntimo, la presencia en el corazón. «Siempre queda el alma con su Dios en aquel centro» (Moradas VII,2,4).
3. El matrimonio espiritual
Si para cualquier bautizado ser cristiano es, en el fondo, vivir en relación personal con Cristo, ahora santa Teresa percibe eso mismo en plenitud, desde la experiencia. Percibe que su vida es Cristo. Tiene delante el testimonio de Pablo: «El que se arrima y allega a Dios, se hace un espíritu con El» (1Cor 6,17) y «para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21). «¡Oh vida de mi vida, y sustento que me sustentas!» (Moradas VII,2,6).
«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» (Mt 25,6). Cristo viene «con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado» (Moradas VII,2,1). Y se hace notar, «no quiere que el alma esté ignorante de que recibe tan soberano don» (Moradas VII,2,1). En un instante comunica grandes secretos.
Dios se muestra como esposo, como amigo que ha entregado su vida por los seres humanos. Por eso, la oración contemplativa es una especie de diálogo entre iguales. Cristo asume nuestra carne para hablarnos así, de carne a carne, de humanidad a humanidad, de amigo a amigo. «Queda el alma hecha una cosa con Dios» (Moradas VII,2,3). «De tal manera ha querido juntarse con la criatura, que así como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar El de ella» (Moradas VII,2,3). Esta igualdad se manifiesta en la comunicación profunda de vida entre los hermanos para ser un solo corazón. En la mesa de la eucaristía, lugar del diálogo más impresionante, los menos valorados pasan al centro de la mesa.
Lo mío es tuyo, lo tuyo es mío. «Lo mío es pensar en Dios; lo mío es asunto suyo» (Simone Weil). Cristo y el ser humano se miran, se contemplan, «ya no se pueden apartar» (Moradas VII,2,2). La vida es ya amistad, intercambio de amor, de voluntades. La persona está ocupada en las cosas de Dios; Cristo se ocupa de las cosas de la persona. «Ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas, y El tendría cuidado de las suyas» (Moradas VII,2,1). Se cumple aquí la oración del Padrenuestro: nosotros decimos tu reino, tu nombre y tu voluntad, y El dice lo nuestro, lo que nos hace falta: el pan, el perdón, la fuerza, el amén.
Santa Teresa de Jesús ha destacado otro símbolo de amor. Dios se desvela como madre que nos da de su propia vida; de sus pechos abundantes recibimos leche, el gran amor de la existencia. Teresa ha resaltado el carácter femenino, materno, de ese Dios a quien presenta como fuente radical de vida. «Porque de aquellos pechos divinos adonde parece está Dios siempre sustentando el alma salen unos rayos de leche que toda la gente del castillo conforta» (Moradas VII,2,6).
4. Los frutos del encuentro con Jesús
¿Qué ocurre cuando se desvela el misterio de la novedad de Jesús? Que aparecen el hombre nuevo y la mujer nueva, como un diseño del Hijo del Amor. Jesús es el hombre nuevo que inaugura la nueva humanidad para la nueva creación.
- El don de la presencia.El contemplativo se acoge a la palabra de Jesús, que no puede fallar: «Yo estoy en ellos» (Jn 17,23). Y también, que ruega por ellos, como en la oración sacerdotal de la última cena, para que «sean una cosa con el Padre y con él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en El» (cf Jn 17,21).
- Una experiencia de gozo.La presencia enamorada de Dios deja en el alma «un grandísimo deleite» (Moradas VII,2,3). Este gozo se extiende a la persona entera y de la persona pasa a la humanidad y a la naturaleza en una especie de contagio cósmico: «Rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan» (Sal 64,13-14). El gozo se hace misión, porque faltan todavía muchos hermanos a la mesa. La tierra no es todavía un hogar. Los pobres están todavía tirados en las sombras de la muerte.
- El don de la paz. Jesús, con todo el amor del Padre que lleva en las entrañas, logra que los hermanos se perdonen y se quieran; haciendo la paz, es germen de liberación y de reconciliación. En el Hijo crucificado y entronizado, el Padre nos entrega en sus manos el aliento mismo del amor.A pesar de los trabajos y penas «el alma se está en paz», «no se le pierde la paz», «nada le quita la paz» (Moradas VII,2,10; VII,2,6; VII,2,9).
- Una fraternidad restaurada. Los hermanos, rotas de raíz las diferencias, llegan a ser radicalmente iguales. «Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28). Esta fraternidad es el fermento y el alma de la familia humana.
- Una cotidianeidad transfigurada. En la etapa final, los orantes «todo lo ven en Cristo». Realistas como son, no sueltan de la mano el timón de lo terrestre. Su inmersión en el misterio de Cristo y en el propio centro interior no les aleja la mirada de la vida peatonal por la calle de lo cotidiano. Viven la mística en lo diario; eso les hace tan humanos.
Momento de Oración
Asumes mi carne para hablarme de carne a carne,
de humanidad a humanidad, de amigo a amigo.