En el pensamiento bíblico el desierto es un lugar temible, de lucha con el mal, de protestas, de tentaciones. Pero al mismo tiempo, aparece como un tiempo bendito, el de una relación fuerte entre Dios y su pueblo. Geográficamente, el desierto es una tierra sin agua, «de estepas y barrancos, tierra sedienta y sombría, tierra que nadie atraviesa, que el hombre no habita» (Jr 2,6).
En ese desierto estéril habitan los demonios, como Azazel a quien se envía el macho cabrío cargado con los pecados del pueblo (Lv 17,17). Es el hábitat de animales maléficos: las hienas «las víboras y los áspides», «los dragones y alacranes» (Is 13,22; 30,6; Dt 8,15).
Soledad y encuentro
Por ese desierto Yhwh «guía a su pueblo con amor» (Sal 136,16); «lo rodea cuidando de él, lo guarda como a las niñas de sus ojos» (Dt 32,20), y en esa tierra inhóspita es donde Yhwh se muestra como un Señor lleno de atenciones (Dt 8,15s; 29,4).
El desierto es un lugar de encuentro con Dios (Jr 2,2). Invita a un cambio, a una conversión, a una renovación del amor perdido (Os 2,16).
El desierto es un paso de la esclavitud a la tierra de la libertad. Recuerdo de un período de prueba, de rebelión, en el que Dios manifestó su gloria y su poder.
Texto completo de la Ficha 13 en Doc. PDF