Adviento: Caminos en el Adviento

«Canta y camina» (San Agustín)

I.- INTRODUCCIÓN

El Adviento es un tiempo para que los religiosos y las religiosas recuperemos nuestra dignidad y nuestra belleza. Dios se empeña en decirnos que las cosas no son como las vemos, que nosotros no somos como nos vemos; rompe los viejos esquemas y nos regala una mirada nueva. Nos dice que los montes se abajan y los valles se nivelan, que las estepas se convierten en manantiales y los desiertos en jardines. Así queremos vernos, con la mirada creativa y embellecedora de Dios. Dios, en el Adviento, habla muy bien de nosotros y de todos. Merece la pena escucharle. «No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella, y alcanzarás las peticiones de tu corazón» (San Juan de la Cruz). La conversión de nuestra mirada no viene motivada por el entorno ni por nuestras fuerzas, sino por la gratuidad amorosa de Dios.

Así podemos decir que los religiosos y religiosas somos personas de camino y, por nuestra capacidad de preguntarnos, de admirarnos, de escaparnos hacia nuevos horizontes, de orientar la mirada hacia el futuro para creer en los paisajes que todavía no existen, somos símbolo y podemos salir a la plaza pública para entablar, con palabras claras y sencillas, un diálogo abierto, verdadero, con los que se preguntan cómo se aprende el arte de vivir y van en busca de sentido para la vida. Al caminar, nos encontramos con otros peregrinos con los que podemos entretejer y sacar a la luz un futuro mejor para los más pequeños y los más pobres.

Somos continuadores de los místicos y los profetas, aquellos que, nadando contracorriente, nos dieron esperanzas para andar y que, antes de irse, nos dijeron lo que sabían de Dios y nos dieron lo que les hacía vivir de esa manera tan fascinante. Ellos y ellas, dejando tras de sí un rastro de «una nueva primavera en libertad y anchura y alegría del Espíritu» (San Juan de la Cruz), nos invitan al éxodo, a ser raíz más que follaje, melodía profunda más que charanga superficial, palabra de aliento y esperanza más que profetas del desaliento.

Es verdad que los tiempos son recios y que se nos mete por debajo de la puerta el desaliento, pero aún así queremos acoger el consejo de nuestro hermano Agustín: «Tal como suelen cantar los caminantes: canta, pero camina; consuélate en el trabajo cantando, pero no te entregues a la pereza; canta y camina a la vez». El camino es canto y trabajo. ¿En los tiempos sombríos cantaremos también? En los tiempos sombríos cantaremos también. Porque, después del encuentro con Cristo, no podemos dejar de tomar la vida agradecidamente.

Este deseo de seguir abiertos para aprender a vivir en plenitud nos lo regala el Espíritu creador, que hace nuevas todas las cosas y despierta en nosotros y en nosotras las más insospechadas posibilidades. Alegramos al Espíritu cuando cultivamos este deseo y «somos fragancia de Cristo» (2Cor 2,15). «Jesús pretende mostrar, en nosotros y en nosotras, el lujo de la bondad que aletea en todo lo que existe» (Eloy Bueno).

La reflexión común y la oración común en el Adviento nos abren a un tiempo de gracia, aun en medio de las dificultades. «Llegará el día en que quizás sea imposible hablar abiertamente; pero rezaremos, haremos lo que es justo. Y llegará el tiempo de Dios» (Hermano Roger). Dios tiene contraída con la humanidad una deuda de amor, porque nos ha hecho muchas promesas, que ha sellado con su letra. Con esas promesas de Dios, que nos han puesto en camino hacia la libertad y la verdad, podemos afrontar las dificultades más grandes. Los problemas llaman a nuestra puerta queriendo doblegar nuestra esperanza, pero las promesas de Dios guardadas en el corazón nos lanzan a la aventura de una vida teologal.

David, siendo todavía un muchacho, pero confiado en la fortaleza de Dios, fue capaz de derrotar a Goliat, un enemigo mucho más poderoso, con apenas cinco piedras y una honda (cf 1Sam 17). Voy a destacar cinco caminos, para que cada uno y cada una escojan aquel camino que más les convenga: Camino de libertad, camino de totalidad, camino de amor, camino hacia los pobres, camino de noche.

II.- CAMINO DE LIBERTAD. AL AIRE DEL ESPÍRITU

Libertad, pero ¿para qué? ¿De qué nos sirve tener libertad si no sabemos para qué? En el Adviento Dios nos pone delante horizontes nuevos; el Adviento es tiempo de libertad para acoger lo nuevo de Dios. Esa es la libertad que ejercita María. Es tiempo para «creer de Dios mucho más y más». ¿Somos los religiosos y religiosas un canto de libertad para las gentes de hoy? ¿Somos una mano amiga, que ayude a tantos hombres y mujeres a dejar toda clase de esclavitud y volar como las águilas? Lo somos, si hemos descubierto en el corazón semillas de libertad, si las hemos cultivado con ahínco y si ahora las ofrecemos gratuitamente a muchos.

La verdad es que no lo tenemos fácil. Las dificultades provienen de fuera y de dentro de nosotros, quizás más de dentro que de fuera. Por un plato de lentejas podemos vender nuestra dignidad y nuestra palabra. Arropados por una ideología que nos conviene podemos descuidar la tarea de excavar nuestro pozo para dar con esas palabras limpias y verdaderas, valientes, que solo salen del manantial. Incapaces de decir no, decimos un sí sin brillo, que ni ahuyenta la nada ni crea el ser. Hoy somos más libres para muchas cosas, pero ¿somos libres, con una libertad honda, fuerte, teologal, para optar por lo que Dios nos propone?

En la vida de comunidad, los hermanos y las hermanas nos piden una serie de cosas muy importantes para la vida comunitaria: presencia que no sea conflictiva, participación en las tareas, talante constructivo. Pero esto no basta. ¿Cómo ser uno mismo, una misma? ¿Dónde podemos decir nuestro yo más íntimo, más vocacionado, más original y creativo? En la comunidad somos llamados y llamadas a vivir lo más original, lo más nuestro, eso a lo que no podemos renunciar si queremos realizar el sueño que Dios ha sembrado gratuitamente en nuestro corazón y no ser infieles a nosotros mismos. Y esto, lo sabemos por experiencia, nos resulta muy difícil decirlo, explicarlo a los hermanos y hermanas, aun sabiendo que es lo que realmente da vida y crea comunidad. «Hace falta una heroica humildad para ser uno mismo y no otro», decía el Abbé Piérre). Vivir la vocación puede llevarnos al conflicto, a la soledad. «Pues ya si en el ejido / de hoy más no fuere vista ni hallada, / diréis que me he perdido, / que andando enamorada / me hice perdidiza y fui ganada» (San Juan de la Cruz). Y en este forcejeo por la libertad de nos alejarnos de nuestra íntima vocación, el arte está en no perder la sonrisa ni el cariño hacia los hermanos y hermanas que viven con nosotros.

La libertad es para adentrarte en tu geografía inexplorada. ¡Qué bien lo han expresado los poetas! «No eches de menos un destino más fácil, / tus pies sobre la tierra antes no hollada, / tus ojos frente a lo antes nunca visto» (Luis Cernuda). No hemos sido llamados y llamadas a ser personas sedentarias, acomodadas. Hemos sido escogidos y escogidas para ser nómadas, siempre en camino, libres, buscando fuentes para la sed de gentes que no eran nuestras pero que Jesús nos metió en la interioridad, que ahora está ensanchada como una tienda y habitada por muchos nombres. Recogiendo el ansia de libertad que se vive en nuestro mundo, somos empujados por el aire del Espíritu a recorrer honduras sorprendentes: la libertad de abrazar la voluntad de Dios, de madurar en el amor, de dar gloria a Dios levantando la dignidad caída de los más pequeños y esclavizados de la sociedad.

Nuestra identidad es la llamada a la libertad y a la verdad. Y este deseo de libertad, no solo para nosotros y nosotras, sino, en nosotros y nosotras, para bien de los más pobres, nos pone en éxodo hacia donde están los más necesitados de liberación. El ambiente que nos rodea quiere que nos acomodemos, que no demos guerra, que nos estemos quietecitos… pero nuestros pensamientos van en otra dirección, nuestros pies están orientados hacia donde ya está nuestro corazón. Por eso, hacemos una oración frente a todos los obstáculos: «¡Apártalos, Amado, que voy de vuelo!» (San Juan de la Cruz). Y siempre será una fuente de consuelos encontrar presencias alentadoras en el camino, amigos y amigas contagiados de esta locura de la libertad. Con ellos y ellas, todo vuelve a ser posible.

La experiencia del pecado, en sus mil formas, demanda nuestra libertad para amar, para entregar la vida. Habiendo bebido en la cristalina fuente de la verdadera libertad podemos ser fuente en medio de la plaza del pueblo, a la que acuden los que tienen sed. Sin imponer nada a nadie, «porque la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la propia verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas» (Vat II).

Un último, y no pequeño, detalle en nuestro camino hacia la libertad. Los protagonistas somos cada uno y cada una de nosotros. Porque no aceptamos «un alma apretada» ni un estilo de comunidad apretada, hemos librado muchas luchas para llegar a ser libres, pero quizás no entendemos por qué, para llegar a la libertad, tenemos que ir a tierras no sabidas por caminos no sabidos; no entendemos por qué tenemos que ir sin nada, sin sentimientos, sin fuerza, sin nadie. Nuestro espíritu se resiste. «De donde todo espíritu, que quiere ir por dulzuras y facilidades y huye de imitar a Cristo, no le tendría por bueno» (San Juan de la Cruz, 2S 7,8). ¿Por qué tenemos que quedarnos en soledad, en un silencio hondo, misterioso? Porque en medio de la noche, entrando «más adentro en la espesura», Dios, solo El, nos hace libres. Y de esa libertad salimos dispuestos a repartir sus frutos en una mesa común, sirviendo a la humanidad en un lavatorio de pies ininterrumpido. La memoria más honda de la libertad para el amor que se ha manifestado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado, ahuyenta todas las memorias negativas que tienden a adueñarse de nuestra interioridad.

Estemos donde estemos, pongámonos en camino, porque las distancias más largas se acortan cuando damos un paso. «Algún día vendrá un viento fuerte que nos lleve a nuestro sitio» (León Felipe).

III.- CAMINO DE PLENITUD. «TODO TE OFREZCO, SEÑOR»

«Dios es como la fuente y cada uno coge como lleva el vaso» (San Juan de la Cruz). En el Adviento, la sorpresa de un Dios que hace nuevas todas las cosas y que sale a nuestro encuentro dándonos posibilidades, nos lleva al asombro. El paso de Dios por nuestra vida, hace que toda hora sea primera, que toda brecha quede restaurada, y que todo comienzo de seguimiento acontezca en la frescura de la mañana. El arte de la vida consiste en aprender a recibir y al conocer que recibimos nos despertamos a amar, porque su gratuidad no nos pasa desapercibida. Hacemos el camino con María, la llena de gracia.

Así, con el corazón inquieto, salimos a buscar a Dios desde las primeras horas. ¡Qué sorprendente, sentir en el corazón el gemido por Dios desde el inicio! ¡Qué conciencia de haber sido elegidos y elegidas gratuitamente desde la aurora! ¡El árbol frondoso, latente ya en el fondo de la semilla! ¡Qué milagro! Y Dios, que también nos busca, se nos descubre en el «Todo». Los religiosos y religiosas somos gentes tocadas por la dicha, que lo quieren todo. «Somos amados» (1Jn 4,10), este es el estribillo de nuestro canto.

La palabra «todo» tiene para nosotros y nosotras un fuerte significado. Radicalidad y totalidad, vividas con la suavidad y dulzura de una sonrisa, ésa es nuestra vida. Hemos hecho con Jesús en el camino un intercambio de totalidad: ofrecer nuestra vida, como total nada, y recibir la de Dios, como total todo; no concebimos otra manera de responder a Quien nos busca para entregarse a nosotros y nosotras del todo, que la de entregarnos por entero.

En la mejor línea evangélica, donde el «todo» es igual a amor -recordemos a la pobre viuda que lo da todo y a la mujer que rompe el frasco de perfume a los pies de Jesús como respuesta agradecida a un amor excesivo-, y en la mejor línea de nuestras Congregaciones, donde tantos hombres y mujeres han experimentado la verdad bella de que Dios solo se entrega por entero a quien se le entrega por entero, nosotros y nosotras hacemos de nuestra vida una ofrenda de totalidad enamorada.

La respuesta a tanta gracia, inmerecida, se nos asoma en la alegría, en «andar interior y exteriormente como de fiesta y traer un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor» (San Juan de la Cruz). Caminar es aprender a ser felices. La alegría es la forma que tenemos de contar a Dios a todos. La alegría es la manera que tenemos de evangelizar, de comunicar una Presencia que hemos encontrado y nos recorre por dentro. La alegría es el perfume que ponemos allí donde estamos. El Espíritu es la alegría, y nosotros y nosotras somos la alegría.

En nuestro compromiso constante por adquirir una buena formación y no asentar nuestra vida sobre «devociones a bobas», la alegría; en nuestro deseo de colaborar con nuestro granito de arena en el surgimiento del Reino, la alegría; en nuestra incorporación a familias religiosas llenas de vitalidad, la alegría; en el silencio y soledad del callado amor hecho adoración, la alegría. Todo es para nosotros y nosotras campo para sembrar la alegría. Al jugarnos el todo por el Todo, Dios nos bendice con la alegría.

El espíritu de la alegría, con que el Espíritu nos anima desde lo más hondo, nos empuja a buscar constantemente la santidad en la totalidad: Todo, nada de partes; todo, nada de pactos con la mediocridad; todo, en un corazón enamorado donde cabe Dios y cabemos cada uno o cada una, y caben todos, especialmente los más pobres. Queremos ser de todos. El desafío diario es «demostrar que somos lo que creemos» (San Cipriano).

La santidad es lo que Dios ha soñado para nosotros; es la forma original que tiene Dios de abrazar a los pobres en nosotros y nosotras según el espíritu de las bienaventuranzas. A nosotros y nosotras nos toca mostrar esa santidad con toda la sencillez, transparencia y pureza posibles, para que la gloria sea para Dios y para que el hombre y la mujer vivan. La luz del sol le pide a la lluvia que refleje los colores del arco iris, a nosotros y nosotras se nos pide mostrar la santidad en la virginidad, en la obediencia y en la pobreza. La vida religiosa es un estilo de vida que deja pasar la gracia.

La opción por la plenitud es la forma en que se asoma en nosotros y nosotras la santidad. De este modo, nos sentimos llamados y llamadas a cuidar la creación, a levantar la dignidad del ser humano, tan caída, a abrir a la luz lo que está cerrado y oscuro, a liberar lo que está oprimido. La santidad, regalo de Dios en nosotros y nosotras, no está lejos de lo humano, no es enemiga de la vida ni de la alegría, al revés, es lo humano dignificado por la gloria y la alegría de Dios. «Un santo llama la atención por su rostro, único en el mundo, por su luz tan absolutamente personal. Su rostro irrepetible, nunca ha sido visto antes» (Endokimov).

Esta búsqueda del Todo no la hacemos a solas, «la energía del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos» (San Basilio). Buscamos la santidad, la originalidad del proyecto de Dios sobre nosotros y nosotras, siguiendo de cerca a Jesús, siempre bajo el impulso del Espíritu, bajo la guía de la Iglesia, bajo el estímulo de nuestros fundadores y fundadoras.¡Cuánto historias de búsqueda! ¡A cuántos hemos preguntado por el camino a seguir! ¡Cuántos y cuántas han sido y son presencias alentadoras para seguir el camino sin mirar hacia atrás! Tenemos el corazón agradecido, lleno de nombres.

«¡Ayudémonos, que es áspero el camino!», dicen unos y otras por la ruta. Y si nos dejamos ayudar, siempre habrá quien nos saque a la luz lo mejor que llevamos dentro, porque la santidad es la hermosa aventura de ser uno mismo y no otro. La adoración al Señor, muchas veces en medio de la noche, la comunión eucarística, la presencia tan cercana y entrañable de María, nos empujan sin pausa hacia la santidad, es decir, hacia nuestro verdadero rostro en medio de este mundo. De tanto mirar al Amor, el amor se nos ha metido dentro, como al Principito se le metió dentro la belleza de la puesta de sol vista tantas veces aquel día.

La búsqueda de Dios como el Todo de nuestra vida no nos aísla, porque «Dios es más ensanchador que ocupador», porque «Jesús no quita nada, lo da todo» (Benedicto XVI). Por la santidad sentimos a todos y a todo como parte nuestra: «La oración del corazón me producía tanta felicidad que no podía imaginar que hubiera nadie más feliz sobre la tierra… No solo la sentía en el alma, sino que todo el mundo exterior se me representaba con un aspecto atrayente y todo me hacía tender hacia el amor y hacia el agradecimiento a Dios: la gente, los árboles, las plantas, los animales, todo me era familiar, y por todas partes encontraba la representación de Jesucristo» (El Peregrino ruso).

No se trata de ser santos y santas para nosotros y nosotras, sino para Dios, ¡solo para El!». Deseosos y deseosas de conocer en el Todo la Verdad, de vivir en el Todo la Verdad, de comunicar al Todo en la Verdad, hacemos de nuestra vida una entrega de esa Verdad, con la sonrisa como música de fondo. Darlo todo, darse por entero, no quedarnos con nada, es nuestro estilo. En la entrega mostramos que la vida nos rebosa (cf Jn 10,10). «La ciudad del hombre no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (Benedicto XVI).

IV.- CAMINO DE AMOR. «A NADIE DEBÁIS OTRA COSA QUE AMOR»

«Amor saca amor». Dios, con tantas miradas de amor, ha hecho de nuestra vida un adviento enamorado. Al intentar comprendernos a fondo, hemos mirado al Hijo de la Promesa, y en él hemos descubierto «otro amor mejor», «un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser». En este encuentro con Jesús, «el alma se nos ha salido en su seguimiento» (Cant 5,6). Así nos presentamos, como hombres y mujeres enamorados, que han conocido el amor, han creído en él y le han dejado espacio. Con ojos nuevos y corazón nuevo no dejamos de sorprendernos ante tantos prodigios.

Nuestra propuesta es un amor, que nos recorre por dentro. No nos entendemos sin amar. Para nosotros y nosotras, vivir es amar. No mostramos un amor fácil, a flor de piel, basado en un sentimentalismo pasajero; tras larga caminata, mostramos un amor verdadero, consecuente, bien formado, discernido, que sabe lo que se juega en el dar y en el recibir. Aun lo más querido, precisamente eso, hemos dejado por ese amor. Buscadores de perlas finas, hemos encontrado una perla de gran valor y la hemos comprado con todas las riquezas de nuestra casa. La encontramos un día, y se ha afianzado a lo largo de nuestro itinerario. Esa perla de nuestro corazón es Jesús: el gran amor de nuestra vida. Y si tuviéramos que dar un consejo, sin duda tendría que ver con el amor y con Jesús: No viváis sin amar, no viváis sin Jesús; buscad el amor, buscad a Jesús; entregaos a amar, entregaos a Jesús. La vida no tiene sentido sin una experiencia profunda de ser amados y de amar. Toda vida se embellece con Jesús. El amor es lo único que permite que la persona se logre y alcance la fecundidad para la que fue creada.

Entrar en nuestras vidas y explorar la belleza del amor que nos ha alcanzado, puede ser una aventura maravillosa para el Adviento. Podemos hacer nuestras las palabras que escuchó Moisés ante la zarza que ardía sin consumirse: «Descálzate, porque el terreno que pisas es santo». La radicalidad del amor que nos ha tocado por dentro es terreno santo ante el que hay que descalzarse, ante el que hay que hacer silencio para oír la voz del Amado que acaricia nuestros oídos, ante el que hay que estar en soledad para descubrir el delicado y respetuoso, aunque no fácil, silencio con que hemos acallado otros amores.

Desde este encuentro radical con Jesús, se entiende nuestra vida de locura, incomprensible para muchos, y que solo se explica porque Dios está en medio. Solo así se explica que hayamos esparcido el perfume de otros amores, que nos han enseñado a amar, a los pies de Jesús. Todo ha sido gracia en nuestra vida, «lo que no estaba en mis planes, estaba en los planes de Dios» (Edith Stein). Enamorados y enamoradas de muchas cosas, podemos decir que más enamorados y enamoradas estamos de Jesús. Esta sed extraña nos acompaña y crece en el camino; es nuestro Adviento.

Hemos conocido y amado a Jesús en la Palabra, la que ahuyenta la nada y crea el ser. Hemos conocido y amado a Jesús en la Eucaristía, «la cena que recrea y enamora». Hemos conocido y amado a Jesús en los hermanos y en las hermanas, con sus dones y carismas. Hemos conocido y amado a Jesús en los pobres y en los enfermos. Hemos conocido y amado a Jesús en el acercamiento a nuestra propia vida. «Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre, y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar» (Camino de Perfección 40,1)..

El amor a Jesús no podemos ni queremos expresarlo sino yendo por el mismo camino por el que fue Jesús. La mejor referencia es María, que lleva a Jesús en las entrañas. Nuestro lema es: «Juntos andemos, Señor». Camino de evangelio, camino de diálogo amoroso en el corazón de la noche, camino de entrega crucificada, camino de gloria por la alegría de la Pascua. «Lo que une a los pueblos es el sonido del corazón, la música de los cuerpos» (Orhan Pamuk, premio nóbel de literatura); este sonido interior es el que nos une a toda la humanidad y a toda la tierra.

¡Qué significativas las palabras de san Juan de la Cruz, cuando en la gravedad de su enfermedad le quieren leer la recomendación del alma! Les pide a sus hermanos: Léanme las canciones de amor del Esposo a la esposa en los Cantares». Y qué significativas las palabras de una religiosa en sus últimos momentos: «Recordadme, recordadme sencillamente que un Amor me espera». El amén amoroso es la mejor forma de sellar el plan de elección amorosa con que Dios nos ha mirado a lo largo del camino.

El Adviento es un tiempo propicio para contar a todos este amor. «Después de todo, cuando estás enamorado quieres contarlo a todo el mundo» (Carl Sagan). «Con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor» (2Cor 3,18).

V.- CAMINO HACIA LOS POBRES. «ME HAN HECHO LOS POBRES»

El Adviento es Dios en camino hacia los últimos, para habitar con ellos, compartir con ellos sus bienes y levantarlos a la dignidad.

Cuando se encuentran la energía del Espíritu de Jesús y nuestro propio espíritu aparecen en el camino de las bienaventuranzas. Este Adviento de Dios hace posibles nuestros advientos, que nos llevan a hacernos cargo de los últimos, de los más orillados. Somos hombres y mujeres en camino hacia los pobres. No pretendemos arrollar la historia, preferimos fermentarla; no la determinamos, la inspiramos. La compasión se traduce en pasión, pasión por Dios y pasión por la humanidad más dolorida.

«El Espíritu del Señor está sobre mí. El me ha ungido para llevar buenas nuevas a los pobres». Estas palabras del evangelista san Lucas se cumplen en nosotros y en nosotras. Solo quien es movido por el Espíritu es capaz de reconocer al Señor en los desdichados de la tierra y de amarlos profundamente. Por la acción del Espíritu, hemos descubierto la presencia de Jesús en quien sufre hambre y sed, en el desnudo de ropa y de cariño, en el pobre, en el perseguido por la justicia y la libertad, en las víctimas del pecado. Esto nos lleva a actuar, más allá de un romanticismo momentáneo, con una fidelidad radical, en el día a día. Nuestra solidaridad con ellos es mucho más que la entrega de unas horas o de unas limosnas; los religiosos y religiosas nos entregamos por entero, por amor a Jesús. Los pobres, los sin voz, los que han dejado perdida la belleza entre el barro, nos hacen religiosos y religiosas. Los pobres y los enfermos no son solo receptores de nuestros servicios, sino que nos desvelan nuestra identidad. No queremos solo ayudar, queremos amar.

Nuestra forma de mostrar la alianza de amor que hemos hecho con Jesús es ir por la vida curando y haciendo el bien a personas concretas, que, gracias a eso, recuperan el nombre y la dignidad. «El que intenta guardar su vida la perderá, pero el que la entregue, la hará nacer a nueva vida» (Lc 17,33).

Indudablemente, los pobres son para los religiosos y religiosas lugar teológico, lugar de Dios. Es ahí donde Dios nos habla, donde hablamos a Dios, donde se habla de Dios. En ellos encontramos la pregunta más radical por la verdad de esta vida. Y donde nacen las preguntas más hondas, pueden darse también las respuestas más bellas y creativas.

Durante mucho tiempo nos hemos preguntado qué lugar debíamos ocupar en este mundo, cuál era nuestra misión. Los pobres nos han llevado de la mano y nos han enseñado nuestro sitio. Los pobres son nuestro Adviento hacia la Navidad. Los necesitados nos han salvado al romper nuestra indiferencia y vencer nuestro aislamiento egoísta. Nosotros les hemos dado el pan, pero ellos nos han dado el nombre nuevo. Dios crece donde crece la humanidad. La humanidad crece donde crece Dios.

VI.- CAMINO EN LA NOCHE. «LA FECUNDIDAD INSOSPECHADA»

El Adviento es noche en busca de la aurora. En el Adviento, Dios nos empuja, más allá de cansancios y agotamientos, a alumbrar lo nuevo. La palabra del Señor permanece creadora, llamándonos a fe y a esperanza; «llama a lo que no es para que sea» (Rom 4,13). «La primera llamada que recibimos suele ser a seguir a Jesús y a hacer cosas grandes y maravillosas por el Reino. Somos apreciados y admirados. La segunda llamada acontece más tarde, cuando nos damos cuenta de que no podemos hacer cosas grandes y heroicas por Jesús. Es un tiempo de renuncia, de humillación y de humildad. Nos sentimos inútiles; no somos valorados en nuestro ambiente. Si la primera llamada tuvo lugar en pleno mediodía, a la luz del sol, la segunda tiene lugar a menudo en la noche» (Jean Vanier).

Cuando escuchamos el relato de muchos hermanos y hermanas religiosos quedamos arrastrados por su dinamismo. ¡Cuánto han hecho y hemos hecho a lo largo de la vida! ¡Con qué entusiasmo nos hemos formado para poder darnos por entero! Hemos deseado con todas nuestras fuerzas responder a las preguntas y necesidades que hemos percibido en la sociedad. Del corazón hemos ido a la calle, de la intimidad al barrio de los pobres, del rostro de Jesús que llevamos dentro al rostro de los necesitados. Muchos de nosotros y de nosotras hemos percibido a veces el agotamiento, porque hemos querido sacarle al día 25 horas.

Pero, ¿cómo se equilibra en nosotros este aspecto de hacer, de realizar el apostolado, con otro aspecto muy necesario, como es el de dejarse hacer? Todos somos conscientes de que es el Señor quien actúa. Sin esta disposición para saber recibir, el árbol vigoroso de la acción apostólica terminaría secándose. Sabemos muy bien que «para que haya fuentes en el desierto tiene que haber pozos escondidos en la montaña».

Nos recibimos, más que nos hacemos. Es muy ilustrativo nuestro modo de comenzar el día. Antes de ir a la tarea, recorremos el camino que lleva al manantial del agua viva. Nuestra primera hora le pertenece al Señor. Sabemos bien dónde está la fuente de toda su santidad, por eso, antes de dar y para poder dar, recibimos primero. Antes de amar a manos llenas, nos dejamos enamorar por Jesús, «cuyo mirar es amar». Antes de ser gracia para multiplicar por los caminos, recibimos la gracia. Antes de ponernos en camino, preguntamos al Señor qué quiere que hagamos, cómo, dónde, cuándo. ¿Bastará esto?

Dios, que guía y forma la vida de quien ha puesto su barro en sus manos de Alfarero, tiene sus caminos que no son, a primera vista, los nuestros. Hay momentos en los que estos caminos de Dios son como una noche para nosotros y nosotras, una experiencia desconcertante, incomprensible, incluso para nosotros y nosotras, tan avezados en el deseo de querer cumplir la voluntad del Señor, tan entrenados en poner al Tú de Jesús y de los prójimos por encima del yo: «Que se cumpla tu voluntad y no la mía», le hemos dicho muchas veces al Señor. La noche, para nosotros y nosotras, es la oportunidad que nos da Dios de dejarnos hacer del todo, de quedarnos en el más hondo silencio, de realizar la voluntad de Dios que tanto hemos buscado. Es el misterio de la vida oculta… cooperando silenciosamente en el misterio de la redención… Como el grano de trigo, que debe enterrarse y morir en el surco para producir sus frutos.

Entramos en una experiencia humana difícil, pero a la vez fecunda. Pudiera parecer que lo propio de la vida fuera el entusiasmo, la acción apasionada, el dinamismo que arrastra a otros al apostolado, el querer abarcar todo con la inteligencia amorosa. Y, sin embargo, también es propio de la vida de seguimiento de Jesús el camino del silencio, de la noche, del dejarse modelar por dentro sin saber cómo, del abandonarse confiadamente en las manos de Otro que guía la vida y nos conduce a través de «cañadas oscuras» (Sal 20).

En estos momentos nos brotan las preguntas más fuertes de la vida, las oraciones más desgarradas. Nos resulta sorprendente no vibrar por lo que hemos vibrado tanto. Detrás de una vida, aparentemente normal, una gran tormenta zarandea nuestra frágil barquilla.

La posibilidad del desconcierto la superamos en la fe que se abandona; la crisis de sentido la superamos partiendo el pan de la vida en una prolongación de la eucaristía de Jesús; la tentación del abandono la superamos con la entrega: «Mi nada, ¡tan tuya!, vuelvo hoy a entregártela, sin saber cuántas veces aún te la he de sustraer y patalear desesperada por hacer mi voluntad y no la tuya. ¡Y aquí estoy, Señor! ¡Tu voluntad!, pero ayudada de tu fuerza, de tu amor, de tu misericordia, mi Dios» (María Felicia).

Ya no se trata de dar cosas a los pobres, ni siquiera de darnos. Ahora se trata de dar a Jesús en nuestro silencio, en nuestra noche, en nuestra nada. En la noche, el Dios que solo sabe amar, nos lleva al amor. La experiencia de la noche nos hace transparentes a nosotros mismos, invitándonos a un viaje hacia una experiencia increíble de alegría y libertad. La noche hace de nosotros y de nosotras hombres y mujeres fecundos con la fecundidad de Dios. Entender esto, nos lleva a cambiar el lamento por la esperanza, el llanto desconsolado por el canto creciente del Aleluya. Donde hay religiosos y religiosas «hay humanidad nueva; lo viejo ha pasado, existe algo nuevo» (2Cor 5,17).

VII.- CONCLUSIÓN

Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres, con tantas posibilidades y dones como los demás, capaces de cruzar despacio el paisaje percibiendo el perfume de las flores, hemos hecho una opción por Jesús: el canto de nuestra vida. Nuestro gesto en el Adviento: los ojos fijos en El, como María.

Conscientes de las inmensas posibilidades de que Dios nos ha dotado, por pura gracia, para transmitir al mundo la bondad, la ternura y el cuidado de la vida que lleva Dios en el corazón, aportamos nuestro granito de arena para que no se entienda ni se escriba la historia de la humanidad sin valorar el aporte generoso, gratuito, de los religiosos y de las religiosas, al servicio de una nueva humanidad, donde la justicia y la paz se besen. Nuestro gesto en el Adviento: las manos en el arado para una siembra generosa.

Somos conscientes también de nuestras imperfecciones, que es como hablar de nuestra humildad. No somos perfectos, ni afortunadamente lo seremos nunca. Todos tenemos carencias, que podemos aceptar. ¡Además Dios ya las ha aceptado! Las conoce muy bien y, pese a ellas, se acerca a nosotros y a nosotras. Nuestra actitud en el Adviento: el abandono confiado al saber que estamos en buenas manos.

El Señor Jesús nos ha ensanchado el corazón para amar a todos, para saludar a todos, para crear redes de comunión con los distintos y distantes. Conscientes de que hemos sido alcanzados por Dios, de que está dentro de nosotros y de nosotras, lo más importante es vivir en su presencia. Al hacerlo, la vida nos va diciendo lo que tenemos que ser para los demás. Nuestra actitud en el Adviento: vivir abiertos y abiertas a los demás hermanos y hermanas, en un intercambio de carismas.

Los religiosos y religiosas, buscadores de caminos más hondos y bellos de libertad, que quedándose en la nada escondida hemos escogido al Amor de nuestra alma, que hemos aprendido a llegar a los pobres a través de unas manos y de unos pies vestidos con la túnica del callado amor, tejido en largas horas de adoración silenciosa, que hemos entrado en la noche para percibir el sonido del silencio en el que Dios actúa, somos un regalo del Padre para sus hijos, una filigrana del Espíritu para todos los buscadores de sueños nuevos para el mundo, un detalle de amor de Jesús a sus amigos. Nuestro símbolo en el Adviento: un perfume que no se guarda, sino que se da para que se llene de buen olor toda la casa.

El Espíritu nos hace vivir en la belleza de nuestra vocación. «Encuentra bello todo lo que puedas» (Van Gogh); nos introduce en el don (1Sam 9); nos enseña a valorarnos (Saludos de Pablo en las cartas); nos enseña el camino de la confianza creativa, porque despierta y reanima todas las cosas; nos cita en el misterio del Reino, manteniendo en nosotros el derecho a soñar a pesar de todo: «En la vejez seguirán dando fruto» (Sal 92,15). Nuestro canto en el Adviento: Marana tha. Ven Señor Jesús.

Pedro Tomás Navajas, carmelita, Retiro a CONFER.

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