Los amplios horizontes de una cueva

Desde que Francisco Palau hizo de su experiencia una “cueva” un gesto de libertad y de profunda comunión interior, la “cueva” de una Carmelita Misionera o de un laico que vive la espiritualidad palautiana, debe ofrecer un espacio para el encuentro, debe permitir una concelebración universal.

Al entrar en la “cueva” sientes inevitablemente la sensación de ahogo pero cuando el ambiente te va siendo familiar, te das cuenta de que la oración ahí es precisamente una gran concesión de espacio. Nadie tiene tanto terreno a disposición como el orante. Y cuando te vas adentrando en su oscuridad silenciosa, tienes la impresión de ser tocada por una luz que posee voz. Sí, descubres que la luz tiene una voz y que la palabra tiene una luz. Tú puedes entonces allí, en la “cueva”, escuchar la luz en la “cueva” todo se convierte en lenguaje.

La vida de “cueva” trae consigo, como suave imposición, la pobreza y la soledad. En la soledad, Dios te hace descubrir no lo que te falta sino precisamente lo que tienes de sobra. Cuando oras te das cuenta de lo que verdaderamente no necesitas. Y esta pobreza y esta soledad te dan el gozo de la libertad y la alegría del canto.

Y desde luego, no hay que temer: la “cueva” es el lugar más protegido porque es el más expuesto.

Con frecuencia me retiro a la “cueva” para refrescar la memoria, la masa nos impone una memoria corta, limitada a las últimas noticias, a la consigna del día. Una memoria tipo “lista de la compra diaria…” La burocracia está dominada por el ordenador electrónico que necesita para funcionar no tu nombre sino tu número de carnet. La ficha que el ordenador elabora te recuerda lo que debes pagar, consumir, producir… Te presenta cifras, fechas tope… En la “cueva” la burocracia cede el puesto a la llamada y cuando resuena tu nombre adquieres memoria de lo que en verdad eres. La ficha te dice lo que debes. El nombre te sugiere lo que puedes.

Francisco Palau, acostumbrado a la serenidad de la “cueva” no es el hombre impaciente de las conclusiones superficiales. Es el hombre que se guía sobre todo por el mapa de la vida subterránea. No se orienta solo por las estrellas sino que es capaz de adivinar lo que está en las entrañas de la tierra. Y con esa visión de profundidad, cada instante puede contener la gracia de la vida en soledad.

Donde estemos tenemos que ser contemplativos. En un autobús lleno de gente, haciendo cola para entrar en la autopista, en el andén del metro, en el caos del tráfico ciudadano o en casa, cuando el televisor del vecino no te da tregua, el teléfono suena una vez más para anunciar al distraído que se ha equivocado de número y desde la calle enloquece la Jinkama de las motocicletas… Pues bien, estemos atentos porque éstas y no otras son las condiciones reales para nuestra soledad, para nuestra personal aventura en la “cueva”. Adentrémonos sin miedo en esa soledad molestada porque la vida de “cueva” comienza cuando, aunque permaneces en tu puesto, decides estar en otro sitio.

En la “cueva” me parece haber descubierto también que el amor hacia el otro pasa por el camino de la renuncia, del sacrificio, antes que por el de la autorrealización.

El Espíritu no protege, hace salir al descampado. La vida en el Espíritu, alimentada en la “cueva”, no es descanso, nido… sino camino, itinerario que hay que descubrir y recorrer día a día. Cuando nos sentimos resguardados en realidad no estamos seguros, aunque nos parezca lo contrario. Hemos huido del Espíritu. Nos hemos escapado del “soplo”.

Luchemos por encontrar la soledad y ofrecer el servicio en medio del gentío. Abramos “cuevas” de silencio en el bombardeo de nuestras ciudades y en el trajín de nuestra actividad. Huyamos sin alejarnos, estemos en otra parte permaneciendo en el puesto necesario… Seamos personas libres, empeñadas en mirar más allá de los barrotes de la propia prisión.

Y poco a poco, la “cueva” nos irá moldeando como personas nuevas que han sustituido la prisa por la vigilancia, la ansiedad por la esperanza, personas capaces de darle al Señor y a los hermanos lo que siempre nos falta: el tiempo, un tiempo grávido de silencio, soledad y servicio.

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