Una fiesta de amor y alegría
‘Cuando los días se acortan paulatinamente y en un invierno normal comienzan a caer los primeros copos de nieve, surgen tímido y calladamente los primeros pensamientos de la Navidad. De la sola palabra brota ya un encanto especial, al cual apenas un corazón puede presentar resistencia.
Aquellos que no comparten nuestra fe y aún los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén carece de significado, se preparan para esta festividad y discurren modos y maneras de encender aquí y allá un rayo de felicidad.
Es como si desde semanas y meses atrás un cálido torrente de amor se desbordase sobre la tierra.Una fiesta de amor y alegría, esto es la estrella hacia la cual marchamos todos en los primeros meses de invierno.
Para los cristianos y, en especial para los católicos, significa algo todavía más profundo.La estrella los conduce hasta el pesebre con el Niño que trajo la paz al mundo.
El arte cristiano nos lo presenta ante nuestros ojos en numerosas y tiernas imágenes; viejas melodías, en las cuales resuena todo el encanto de la infancia, nos hablan de él.
Las campanas del “rorate” y los cánticos del Adviento despiertan en el corazón del que vive con la Iglesia un anhelo santo; y aquel que ha penetrado en el inagotable manantial de la liturgia se siente día a día más profundamente estremecido por las palabras y promesas del Profeta de la Encarnación que dice:
“¡Que caiga el rocío del cielo! ¡Que las nubes lluevan al justo! (Isaías 45,8).
¡El Señor está cerca, venid adorémosle! ¡Ven, ven Señor, no tardes!
¡Alégrate Jerusalén, llénate de gozo por viene tu Salvador!” (Zacarías 9,9).
Desde el 17 hasta el 24 de diciembre resuenan las solemnes antífonas “Oh” del Magnificat (¡Oh Sabiduría!; ¿Oh Adonai!; ¡Oh Raíz de Jesé!; ¡Oh Llave de David!; ¡Oh Amanecer!; ¡Oh Rey de los pueblos!) llamando cada vez más fervientes y ansiosas: “¡Ven a salvarnos!”
Cada vez más prometedor resuena también el“He aquí que todo se ha cumplido” (en el último domingo de Adviento); y finalmente: “Hoy veréis que el Señor se acerca y mañana contemplaréis su grandeza”.
Precisamente cuando al anochecer se enciende el Arbol de Navidad y comienza el intercambio de regalos, una ansia todavía insatisfecha nos impulsa hacia afuera, hacia el resplandor de otra luz, hasta que las campanas tocan a la Misa del Gallo y el misterio de la Nochebuena se renueva sobre los altares cubiertos de flores y de luces: “¡Y el Verbo se hizo carne!” (Jn.1, 14). Esa es la hora de la plenitud’.
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