Santa Teresa Benedicta de la Cruz.

Edith Stein (1891-1942)

Mujer alemana, judía, filósofa, escritora, convertida al catolicismo, vivió nueve años en el Carmelo y murió mártir en las cámaras de gas en Auschwitz.

La búsqueda apasionada de la verdad la llevó al encuentro pleno con Jesucristo y a entregar la vida en holocausto por su pueblo. La Luz que en Cristo Jesús encontró iluminó los grandes interrogantes que la herían por dentro: la estructura del ser humano, el destino de la historia, y la sed de felicidad y paz que anhelan todo hombre y toda mujer.

Al entrar en contacto con esta mujer de nuestro tiempo, se despierta en nosotros una nueva lectura de la historia: nada acontece por casualidad. Todo está en las manos de Dios. En estas manos del Padre nos podemos abandonar, con la confianza cierta de estar bien cuidados. En una carta nos dejó este pensamiento:

“Y para lo que venga, hoy no se puede preparar una. Así que llevamos tranquilamente nuestra vida, y dejamos el futuro a Aquel que únicamente conoce la respuesta”.

Edith Stein, muy amiga de Dios, con frecuencia se metía en su corazón se retiraba a lugares solitarios para conocer su voluntad y buscar caminos de salvación para su pueblo.

En uno de sus escritos que lleva por título “Los caminos del silencio interior” nos dejó su testimonio de cómo comenzar el día siendo felices.

Nos invita a conocer nuestra propia interioridad para abrirnos a la gracia y aceptar con disponibilidad la voluntad de Dios en cada amanecer.

“Lo que nosotros podemos y tenemos que hacer es: abrirnos a la gracia. Esto significa renunciar totalmente a nuestra propia voluntad, para entregarnos totalmente a la voluntad divina, poniendo nuestra alma, dispuesta a recibirle y dejarse modelar por El, en las manos de Dios. Este es el contexto primario que nos permite vaciarnos de nosotros mismos y alcanzar un estado de paz interior.

Nuestra interioridad se ve colmada por propia naturaleza de muy diversas maneras hasta tal punto, que una cosa empuja a la otra y todas ellas mantienen el alma en un movimiento constante; a menudo incluso en conflicto y perturbación. Las obligaciones y preocupaciones del día se acumulan en nuestro entorno en el momento mismo de despertarnos por la mañana, si es que no interrumpieron ya la tranquilidad de la noche.

En ese momento se plantean ya cuestiones tan incómodas como estas: ¿Cómo puedo sobrellevar tantas cosas en un solo día? ¿Cuándo podré hacer esto o aquello? ¿Cómo puedo solucionar tal o cual problema? Parece que quisiéramos lanzarnos agitadamente o precipitarnos sobre los acontecimientos del día, para poder tomar las riendas en las manos y decir: ¡Hecho!

Pero realmente importante es no dejarse turbar en ese momento: Mi primera hora en la mañana le pertenece al Señor. Hoy quiero ocuparme de las obras que el Señor quiere encomendarme y El me dará la fuerza para realizarlas.

De esa manera quiero subir al altar del Señor. Aquí no está en juego mi propia persona o mis cuestiones personales, pequeñas y sin importancia, aquí se trata de la gran ofrenda expiatoria. Yo puedo participar de ella para purificarme y llenarme de alegría y para ofrecerme en el altar con todas mis obras y mis sufrimientos.

Y cuando recibo luego al Señor en la comunión puedo preguntarle: Señor ¿qué quieres de mí? En ese momento me decido a realizar aquello que, después de un diálogo silencioso con Dios, considero que es mi próxima empresa.

Una profunda paz inundará mi corazón, y mi alma se vaciará de todo aquello que pretendía perturbarla y sobrecargarla”.

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