Comenzamos en el nombre del Señor. «Comienzo en nombre del Señor, tomando por ayuda a su gloriosa Madre, cuyo hábito tengo, aunque indigna de él, y a mi glorioso padre y señor San José, en cuya casa estoy» (Pról. 6).
MOTIVOS PARA LEER LA VIDA CON TERESA DE JESÚS, UNA MUJER…
Amiga de la verdad. «Porque en cosa muy poco importante yo no trataría mentira por ninguna de la tierra; en esto, que se escribe para que nuestro Señor sea alabado, haríaseme gran conciencia, y creería no sólo era perder tiempo, sino engañar con las cosas de Dios, y en lugar de ser alabado por ellas, ser ofendido. Sería una gran traición» (Pról. 3).
- Con el corazón lleno de Dios y de nombres.
- Que escribe por obediencia. Le manda el Maestro Ripalda (1573).
- Con una gran experiencia de la vida, pero humilde para pedir ayuda.
¿QUIÉN MANEJA LOS HILOS DE NUESTRA VIDA?
Elogio de la obediencia. Su primera palabra: «Por experiencia he visto el gran bien que es para un alma no salir de la obediencia» (Pról. 1). «Gran tesoro que está encerrado en esta preciosa virtud» (Pról. 1). ¿Camino extraño para nosotros?
Finalidad de la obediencia: ir más allá de «nuestros bulliciosos movimientos, amigos de hacer su voluntad» (Pról. 1) y expresar «que determinadamente (hemos puesto la) voluntad en la de Dios» (Pról. 1).
Más motivos: «Irse adelantando en la virtud y el ir cobrando la de la humildad; en esto está la seguridad… Aquí se halla la quietud que tan preciada es en las almas que desean contentar a Dios (Pról. 1).
La fuerza de la Palabra del Señor: «Hija, la obediencia da fuerzas» (Pról. 2).
LOS DONES DEL SEÑOR NO SON DE PROPIEDAD PRIVADA
Como un sumario de los Hechos. Los cinco años en san José «me parece serán los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto menos muchas veces mi alma» (F 1,1). «En este tiempo entraron algunas doncellas religiosas de poca edad, a quien el mundo, a lo que parecía, tenía ya para sí según las muestras de su gala y curiosidad. Sacándolas el Señor bien apresuradamente de aquellas vanidades, las trajo a su casa dotándolas de tanta perfección, que eran harta confusión mía» (F 1,1). «Yo me estaba deleitando entre almas tan santas y limpias, adonde sólo era su cuidado de servir y alabar a nuestro Señor. Su Majestad nos enviaba allí lo necesario sin pedirlo; y cuando nos faltaba, que fue harto pocas veces, era mayor su regocijo. Alababa a nuestro Señor de ver tantas virtudes encumbradas, en especial el descuido que tenían de todo, mas de servirle» (F 2,2).
¿Para qué tantos y tan grandes deseos? «Considerando yo el gran valor de estas almas y el ánimo que Dios las daba para padecer y servirle, no cierto de mujeres, muchas veces me parecía que era para algún gran fin las riquezas que el Señor ponía en ellas» (F 1,6). «Muchas veces me parecía como quien tiene un gran tesoro guardado y desea que todos gocen de él, y le atan las manos para distribuirle; así me parecía estaba atada mi alma, porque las mercedes que el Señor en aquellos años la hacía eran muy grandes y todo me parecía mal empleado en mí» (F 1,6).
VISITAS INESPERADAS
Alonso Maldonado, franciscano, defensor de los indios. «Harto siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animando a la penitencia, y fuese» (F 1,7).
Ímpetu misionero. «Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuime a una ermita con hartas lágrimas. Clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio… Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes» (F 1,7). «Pues andando yo con esta pena tan grande, una noche, estando en oración, representóseme nuestro Señor de la manera que suele, y mostrándome mucho amor, a manera de quererme consolar, me dijo: Espera un poco, hija, y verás grandes cosas» (F 1,8).
El General Rubeo, de temido a amado. Teresa se siente entendida y valorada por él. «Temí dos cosas: la una, que se había de enojar conmigo y, no sabiendo las cosas cómo pasaban, tenía razón; la otra, si me había de mandar tornar al monasterio de la Encarnación, que es de la Regla mitigada, que para mí fuera desconsuelo» (F 2,1). Pero «mejor lo hizo nuestro Señor que yo pensaba; porque el General es tan siervo suyo y tan discreto y letrado, que miró ser buena la obra, y por lo demás ningún desabrimiento me mostró. Llámase fray Juan Bautista Rubeo de Ravena, persona muy señalada en la Orden y con mucha razón» (F 2,1). «Yo le di cuenta con toda verdad y llaneza, porque es mi inclinación tratar así con los prelados, suceda lo que sucediere, pues están en lugar de Dios, y con los confesores lo mismo… El me consoló mucho y aseguró que no me mandaría salir de allí» (F 2,2). El estilo de vida suscita alegría en el General. «Alegróse de ver la manera de vivir y un retrato, aunque imperfecto, del principio de nuestra Orden, y cómo la Regla primera se guardaba en todo rigor» (F 2,3).
Frutos. «Y con la voluntad que tenía de que fuese muy adelante este principio, diome muy cumplidas patentes para que se hiciesen más monasterios» (F 2,3). «Entendió de mi manera de proceder» (F 2,3). «Cuando al alma vienen estos deseos no es en su mano desecharlos. El amor de contentar a Dios y la fe hacen posible lo que por razón natural no lo es; y así, en viendo yo la gran voluntad de nuestro Reverendísimo General para que hiciese más monasterios, me pareció los veía hechos. Acordándome de las palabras que nuestro Señor me había dicho» (F 2,4).
Patentes para fundar frailes. «Pasados algunos días, considerando yo cuán necesario era, si se hacían monasterios de monjas, que hubiese frailes de la misma Regla, y viendo ya tan pocos en esta Provincia, que aun me parecía se iban a acabar, encomendándolo mucho a nuestro Señor, escribí a nuestro P. General una carta suplicándoselo lo mejor que yo supe, dando las causas por donde sería gran servicio de Dios; y los inconvenientes que podía haber no eran bastantes para dejar tan buena obra, y poniéndole delante el servicio que haría a nuestra Señora, de quien era muy devoto. Ella debía ser la que lo negoció; porque esta carta llegó a su poder estando en Valencia, y desde allí me envió licencia para que se fundasen dos monasterios, como quien deseaba la mayor religión de la Orden» (F 2,5).
La fe mueve montañas. «Yo no hacía sino suplicar a nuestro Señor que siquiera una persona despertase. Tampoco tenía casa, ni cómo la tener. Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos deseos y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra. El ánimo no desfallecía ni la esperanza, que, pues el Señor había dado lo uno, daría lo otro. Ya todo me parecía muy posible, y así lo comencé a poner por obra» (F 2,6). «Pues crédito para fiarme en nada, si el Señor no le diera, ¿cómo le había de tener una romera como yo?» (F 3,2).
ORACIÓN IMPRESIONANTE
«¡Oh grandeza de Dios! ¡Y cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga! ¡Y cómo, Señor mío, no queda por Vos el no hacer grandes obras los que os aman, sino por nuestra cobardía y pusilanimidad! Como nunca nos determinamos, sino llenos de mil temores y prudencias humanas, así, Dios mío, no obráis vos vuestras maravillas y grandezas. ¿Quién más amigo de dar, si tuviese a quién, ni de recibir servicios a su costa? Plega a Vuestra Majestad que os haya yo hecho alguno y no tenga más cuenta que dar de lo mucho que he recibido, amén» (F 2,7).
FUNDACIÓN DE MEDINA
Cascada de murmuraciones. Teresa pone los ojos en Medina, ciudad próspera y mercantil. «Cuando en la ciudad se supo, hubo mucha murmuración: unos decían que yo estaba loca; otros esperaban el fin de aquel desatino» (F 3,3). «Mis amigos harto me habían dicho, mas yo hacía poco caso de ello; porque me parecía tan fácil lo que ellos tenían por dudoso» (F 3,3). «A todos les parecía disparate» (F 3,4). «¡Oh, válgame Dios! Cuando Vos, Señor, queréis dar ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones!» (F 3,4).
Presencias alentadoras en el camino. Domingo Bañes: «Diome gran consuelo cuando le vi; porque con su parecer todo me parecía iría acertado… porque quien más conoce de Dios, más fácil se le hacen sus obras» (F 3,5). Fray Antonio, prior del Carmen de Medina: «dijo que la casa que tenía concertado de comprar era bastante y tenía un portal adonde se podía hacer una iglesia pequeña, aderezándole con algunos paños» (F 3,6).
Nueva fundación en una noche. «Unos a entapizar, nosotras a limpiar el suelo, nos dimos tan buena prisa, que cuando amanecía, estaba puesto el altar, y la campanilla en un corredor, y luego se dijo la misa» (F 3,9).
Poco duró el gozo. «¡Oh válgame Dios! Cuando yo vi a Su Majestad puesto en la calle, en tiempo tan peligroso como ahora estamos por estos luteranos, ¡qué fue la congoja que vino a mi corazón!» (F 3,10). «Con esto se juntaron todas las dificultades que podían poner los que mucho lo habían murmurado, y entendí claro que tenían razón…la tentación estrechaba de manera su poder, que no parecía haber recibido ninguna merced suya; sólo mi bajeza y poco poder tenía presente… Luego se añadía el temor si era ilusión lo que en la oración había entendido, que no era la menor pena, sino la mayor; porque me daba grandísimo temor si me había de engañar el demonio. ¡Oh Dios mío! ¡Qué cosa es ver un alma, que Vos queréis dejar que pene!» (F 3,11).
Comienzos de la fundación de los frailes. Consulta al prior de Medina y éste se ofrece. «Yo lo tuve por cosa de burla, y así se lo dije» (F 3,16). Encuentro con Juan de la Cruz. «Yo le dije lo que pretendía y le rogué mucho esperase hasta que el Señor nos diese monasterio, y el gran bien que sería, si había de mejorarse, ser en su misma Orden, y cuánto más serviría al Señor. El me dio la palabra de hacerlo, con que no se tardase mucho. Cuando yo vi ya que tenía dos frailes para comenzar, parecióme estaba hecho el negocio, aunque todavía no estaba tan satisfecha del prior» (F 3,17).
Resumen. «Las monjas iban ganando crédito en el pueblo y tomando con ellas mucha devoción, y, a mi parecer, con razón; porque no entendían sino en cómo pudiese cada una más servir a nuestro Señor» (F 3,18). «Eran tantas las mercedes que les hacía, que yo estaba espantada. Sea por siempre bendito, amén; que no parece aguarda más de a ser querido para querer» (F 3,18).