El fin de la oración es estar con Dios, la unión con Cristo, para «traer consigo esa preciosa compañía» (V 12,2). Por tanto, «mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos, y él ve que lo hacéis con amor y que andáis procurando contentarle, no le podréis, como dicen, echar de vos; no os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos; tenerle heis en todas partes»(C 26,1).
Este conjunto de cosas fue designado por la Santa con un término muy de su tiempo: «recogimiento«. Es posible que esta palabra haya perdido en nuestro lenguaje el noventa por ciento de su eficacia, no sólo por llegamos lexicalmente menos rica de contenido, sino por no traducimos nítidamente la postura interior que se propone construir la Santa; y esto, porque la interiorización no es reclamo para nuestra sicología, ni es consigna favorita de nuestra espiritualidad.
De ahí la necesidad de aceptarlo como término teresiano, prestando atención al contenido doctrinal depositado en él por la autora. Bastará un somero análisis de los capítulos centrales del Camino —26, 27, 28, 29—, dedicados a este argumento. Los dos primeros tratan el aspecto más importante: introducir a Cristo en nuestra oración.
Los dos últimos, el otro aspecto: entrar con nuestra oración dentro de nosotros. Son los dos elementos que integran el «recogimiento» teresiano. Cada uno de ellos centra una de las personas que intervienen en el «trato de amistad». Cada uno, como veremos, con función propia, bien definida. El primero, para simplificar las cosas lo más posible. El segundo, para interiorizar y espiritualizar el acto, y así salvar el encuentro-dialogo del acoso de todo lo que en nosotros no es oración.
«Procurad luego, hija, pues estáis sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo Maestro que enseñó la oración que vais a rezar? Representad al mismo Señor junto con vos, y mirad con qué amor y humildad os está enseñando; y creedme, mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo» (Camino 26, 1).
MOMENTO DE ORACIÓN
Invocación al Espíritusu aliento de vida recrea y sostiene tu vida. Su fuerza amorosa vence todo obstáculo. Su luz alumbra toda oscuridad. Su gozo inunda nuestro ser y lo mueve a la alabanza.
Palabra de Jesús: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
La Palabra se hizo historia, habitó como una tienda de encuentro entre nosotros. Jesús tomó nuestra carne, el amor le hizo pequeño.
Hemos contemplado su gloria. Arropado por el cariño de María y de José, está Jesús, recogiendo nuestro llanto y dejando en nosotros la alegría. En el Niño Dios vemos la gloria de Dios. Ahí nace la experiencia misionera, porque la gracia del Espíritu Santo ignora la lentitud.
Audición, con imágenes, de la canción: Invítanos, Señor, de Ain Karen (CD, Según tu Palabra).
SEÑOR, SAL AL CAMINO
E INVÍTANOS, DE NUEVO,
A TRABAJAR EN TU VIÑA.
NO IMPORTA A QUÉ HORA,
NO IMPORTA A QUÉ PRECIO,
NUESTRA PAGA ERES TÚ
Y TU REINO.
Los primeros serán últimos,
los últimos serán primeros.
Tu justicia y tu bondad, Señor,
trastocan nuestros esquemas.
Momento de silencio
Testimonio: «Ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre. Jesús es el amor hecho carne» (Papa Francisco)