Santa Teresita oró y vivió de un modo peculiar el «Padrenuestro». Nos lo explica en una de sus confidencias espontáneas: «A veces -nos dice- cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio el «Padrenuestro», y luego la salutación angélica. Entonces estas oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces» (B25). Dispongamos a escuchar…
Padre nuestro que estás en el cielo…
La mayor originalidad y el mayor regalo de la oración de Jesús fue, sin duda, la de enseñarnos a orar dirigiéndonos a Dios como al más entrañable y cariñoso de los Padres: «Cuando queráis orar decid: Padre nuestro…» (Mt 11, 1). Pues bien, el acierto mayor de la Santa -cuyo papel fundamental es el de volvernos al Evangelio- fue el de comenzar por descubrir su condición de «hijita» para poder, luego relacionarse a sus anchas con el Padre. De ahí que ninguna otra plegaria le ayudase tanto a conseguirlo como ésta del Padrenuestro.
A partir de aquí, es cuando Teresita escudriñará apasionadamente el rostro amoroso del Padre. Y al poco de esto, es cuando, providencialmente, en la selección de textos bíblicos que le envía su hermana Celina, descubre dos tesoros que la introducen de lleno en el océano del amor paternal de Dios:
«Quien sea pequeño, que venga a mí» (Prov 9,4). Y «como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os merece» (Is 66,12). He aquí el kilómetro «0», el punto de partida de ese «pequeño camino»; de ese sendero directo que al momento descubriría para ir a Dios.
Su camino de infancia espiritual. Un caminito del todo nuevo, que no fomenta el infantilismo ni la estéril confianza, sino la auténtica gozada de ser y sentirnos… hijos del más tierno y amoroso de los Padres y de lanzarnos por amor a su servicio. Dotada, a la vez, y según reconoce ella misma, de una asombrosa aptitud para la pedagogía espiritual, Teresita, no sólo ora y vive ella el «Padrenuestro», sino que se lo enseña a todo el que se lo pide. Comencemos, pues, a decir junto con ella: «Padre nuestro…»
Santificado sea tu nombre…
Santificar el nombre de Dios es reconocer su gloria, la que ha manifestado, sobre todo, en su Hijo Jesús. La gran obsesión de Teresa será, por eso mismo, «amara Jesús y hacer que otros le amen». Observemos que esta frase es un verdadero estribillo en sus Cartas. Incluso en el cielo, no piensa hacer otra cosa. Santificar el nombre del Señor es convertirle en centro de nuestros pensamientos. Y ella nos confiesa:
«Creo que nunca he estado tres minutos sin pensar en Dios.» Santificar el nombre del Señor es sentir-nos seguros y confiados ante El. De ahí que la Santa trabaje por vivir en paz y armonía como clima en que mejor se refleja su Bondad y en que mejor se viven actitudes tan suyas como la de la confianza y el total abandono. La tensión y división interiores, enseñará a sus novicias, no glorifican a Dios.
Venga a nosotros tu reino…
«iOh Jesús mío! Ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de las almas, he aquí mi vocación». Y he aquí, también, uno de los mejores criterios para calibrar nuestros deseos de que el «Reino de Dios» venga por fin: nuestro celo apostólico por salvar almas. El Maestro inyecta en Teresita una sed abrasadora por las almas. Primero, las de los pecadores, luego, las de los sacerdotes y misioneros; por fin, todas. Podríamos insertar aquí todo un sartal de textos suyos que lo atestiguan. El título de Patrona de las Misiones que le otorga la Iglesia puede re-sumirnos mucho en este sentido.
Llevada por este deseo de que la presencia de Dios se instaure allí donde reina el mal, no duda en sentarse a la mesa con os pecadores sometiéndose a la dura noche de la fe. Tiene, al mismo tiempo, prisa de que sus hermanas entren en el horizonte de este Reino. A su prima le dice: «Preocúpate un poco menos de ti misma….
Todos tus escrúpulos no son más que el fruto de buscarte a ti misma. Tus penas, tus congojas, todo rueda alrededor de ti misma… ¡Por favor! Olvídate de ti misma y piensa más en salvar almas» (Citado por P. Piat, Maríe Guerin, p. 86). Su mismo sufriendo lo convierte en la mejor arma con la que luchar por este propósito: «Nunca hubiera creído que fuese posible sufrir tanto. No puedo explicármelo, a no ser por los ardientes deseos que tengo de salvar almas» UC30, 9).
Hágase tu voluntad…
Teresa, monja contemplativa, comprende a la par que «el Reino de los Cielos está dentro de nosotros» Y que para enseñarnos el camino de este Reino; es decir, cuál es su voluntad, «Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores… El, el Doctor de doctores, enseña sin ruido de palabras» (A83). Por ello, al descubrir que es totalmente in-capaz de santificarse por sí misma, deja a Dios actuar en ella, y se abandona confiadamente a su acción divina.
Deja a Dios ser Dios. Y lo hace ofreciéndose al Amor Misericordioso a través de una de las más bellas composiciones orantes de la espiritualidad actúa. (No dejemos de leerla para orarla). Y es en ese abandono confiado donde ve claramente que la voluntad de Dios es un verdadero intercambio de amor entre Dios y la criatura.
Danos hoy nuestro pan de cada día…
De Teresa sabemos que es una luchadora empedernida para que Pan de la Eucaristía pueda ser comulgado por todos en el día -cosa difícil entonces- para que todos puedan experimentar el beso amoroso de Jesús (A4). Para ella «pedir el pan» es un medio más de hacerse pequeña y pobre, ya que sabe que «hasta en las casas de los pobres se da a los niños lo que necesitan» (UC6.8.8). Demostrando también que uno desea vivir el momento presente, sin agobios.
En las dificultades, pone toda su confianza en Dios. Enseña a sus hermanas a no tomar-se las cosas demasiado a pecho, a no atormentarse en los oficios, sino a hacerlo todo con paz y libertad de espíritu. (UC 14.7.1). Tiene, en fin, otro modo sublime de vivir esto del «pan nuestro»: poniendo espontáneamente al servicio de los demás todo lo que recibe. «Si alguna vez se me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo. Ese pensamiento pertenece al Espíritu y n a mí» (Cl 9v).
Perdona nuestras ofensas…
El encuentro con eso que llamamos pecado y debilidad -propios y ajenos- lleva a Teresa a descubrir con más profundidad el rostro de Dios. Vive el pecado como una ocasión para amar más a Dios. Comentando el texto de Lucas 7,47, dirá que no sólo tienen que amar aquéllos a quienes se les ha perdonado mucho, ya que… «A mí Jesús me ha perdonado mucho más que a san-ta María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado impidiéndome caer» (A38).
Otra forma de vivir esta petición consiste en no quedarse en la tristeza que brota en ella cuando descubre sus deficiencias. Por aquí irán sus consejos: «Si te encuentran siempre imperfecta, ¡estupendo!, ésa es tu mayor ganancia… Si te juzgan poco virtuosa, ¿qué importa?, eso no te quita nada ni te hace más pobre»… «Ahora comprendo -dice en otra ocasión- que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizar-se de sus debilidades, ensacar edificación de los menores actos de virtud que veamos practican otros». He ahí una forma muy delicada y asequible de practicar esta petición del «Padrenuestro».
No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal…
Teresa afirma que la tentación sirve para hacer brillar más la fe. Y no habla de oídas. Ella se ha visto muchas veces probada y tentada. La noche de la nada ha saltado insistentemente su causa. Ha aprendido a vivir sin sentir el amor ni la fe: «Cada vez que queremos amar, estamos ya amando…» ¡Bellísimo pensamiento!. Sus mismas canciones son acordes gozosos arrancados demasiadas veces a las mismas tinieblas: «Sueñas con la luz-le dice el Tentador-, con una Patria perfumada de los más suaves perfumes… Sueñas con la posesión eterna del Creador de todas estas maravillas… Crees que saldrás un día de las brumas que te rodean…, ¡Adelante! ¡Adelante! Gózate con la muerte, que te proporcionará, no lo que tu es-peras, sino una noche más profunda toda-vía: la noche de la nada» (C6).
Tan sensible a la belleza y hermosura de la Creación, sólo ésta le aporta un rayito de luz en medio de la negra noche: «Cuando el azul del cielo se oscurece y parece que el cielo me abandona, mi alegría es quedarme en me-dio de la sombra, escondida y pequeña. Y mi paz consiste en cumplir únicamente la voluntad de mi Jesús, mi único y solo amor. Qué me importa la vida? ¿Qué me importa la muerte? Amarte… ¡ése es mi único gozo!.
Hasta en sus últimos momentos suplica la oración de sus hermanas para no caer en la tentación: » ¡No puedo más! ¡Ah, rueguen por mí! ¡Jesús! ¡María!
Amén…
Los expertos en raíces lingüísticas dice que la de la expresión «Amén» tiene mucho que ver con la que denota la total dependencia del feto en el seno de la madre. De ahí que esta última palabra del Padrenuestro posea también unos matices netamente teresianos.
Como un niño en los brazos de su madre, así se siente Teresa en los de Dios; Dios no me abandonará. Nunca me ha abandonado» (UC 30.9). En una estampa de despedida dedicada a sus hermanas, escribe: Veo lo que he creído. Poseo lo que he esperado. Estoy unida a Aquél a quien he amado con todas mis fuerzas».