Preciosa oración compuesta por nuestra Santa el Domingo de la Santísima Trinidad (9.6.1895)
¡Oh, Dios mío! Trinidad Bienaventurada, deseo Amarte y hacerte Amar, trabajar por la glorificación de la Santa Iglesia salvando a las almas que están en la tierra y librando a las que sufren en el purgatorio. Deseo cumplir perfectamente tu voluntad y llegar al grado de gloria que me has preparado en tu reino. En una palabra, deseo ser Santa, pero siento mi impotencia y te pido, ¡oh, Dios mío!, que tú mismo seas mi Santidad.
Puesto que me has amado hasta darme a tu único hijo para que fuese mi Salvador y mi Esposo, los tesoros infinitos de sus méritos son míos; te los ofrezco gustosa, suplicándote que no me mires sino a través de la Faz de Jesús y en su corazón abrasado de amor.
Te ofrezco también todos los méritos de los Santos (de los que están en el Cielo y de los que están en la tierra), sus actos de Amor y los de los Santos Ángeles; en fin, te ofrezco
¡Oh Bienaventurada Trinidad!, el Amor y los méritos de la Santísima Virgen, mi Madre querida; a ella le confío mi ofrenda, rogándole que te la presente. Su Divino Hijo, mi Esposo Amadísimo, en los días de su vida mortal nos dijo: ‘Todo lo que pidáis a mi Padre en mi nombre, ¡os lo concederá! Estoy, pues, segura de que escucharás mis deseos; lo sé, ¡Dios mío! (cuanto más quieres dar, tanto más haces desear).
Siento en mi corazón deseos inmensos, y te pido confiadamente que vengas a tomar
posesión de mi alma. ¡Ah! no puedo recibir la Santa Comunión con la frecuencia que deseo; pero, Señor, ¡no eres Todopoderoso?… Permanece en mí como en el tabernáculo, no te alejes nunca de tu pequeña hostia…
Quisiera consolarte de la ingratitud de los malos, y te suplico que me quites la libertad de disgustarte; si por debilidad caigo alguna vez, que tu Divina Mirada purifique en seguida mi alma, consumiendo todas mis imperfecciones, como el fuego, que todo lo transforma en sí…
Te doy gracias, ¡oh, Dios mío!, por todas las gracias que me has concedido, en particular por haberme hecho pasar por el crisol del sufrimiento. En el último día te contemplaré con alegría, llevando el cetro de la Cruz; puesto que te has dignado darme en lote esta Cruz tan preciosa, espero parecerme a ti en el Cielo y ver brillar sobre mi cuerpo glorificado los sagrados estigmas de tu Pasión…
Después del destierro de la tierra espero ir a gozar de ti en la Patria, pero no quiero amontonar méritos para el Cielo; quiero trabajar sólo por tu Amor, con el único fin de complacerte, de consolar a tu Sagrado Corazón y de salvar almas que te amen eternamente.
En la tarde de esta vida, me presentaré ante ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que cuentes mis palabras. Todas nuestras Justicias tienen manchas a tus ojos. Quiero, por eso, revestirme de tu propia Justicia, y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro Trono ni otra Corona que a ti, ¡Oh, Amado mío!…
A tus ojos el tiempo no es nada, un solo día es como mil años, puedes, en un instante, prepararme a comparecer ante ti.
A fin de vivir en un acto de perfecto Amor, me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, suplicándote que me consumas sin cesar, dejando que se des-borden en mi alma los torrentes de ternura infinita que están encerrados en ti, para que así llegue yo a ser Mártir de tu Amor, ~ oh, Dios mío!
Que este martirio, después de haberme preparado a comparecer delante de ti, me haga por fin morir, y que mi alma se lance sin demora al eterno abrazo de Tu Amor Misericordioso…
Quiero, oh, Amado mío, renovarte esta ofrenda a cada latido de mi corazón, un número infinito de veces, hasta que, habiéndose desvanecido las sombras, pueda yo repetirte mi Amor en un cara a cara eterno.
María Francisca
Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz o. c. d.
Fiesta de la Santísima Trinidad, 9 del junio del año de gracia 1895