DANIEL DE PABLO MAROTO – Carmelita Descalzo: “La Santa – Ávila
El día 14 de diciembre recordamos la muerte de San Juan de la Cruz en Úbeda (Jaén), un ilustre abulense, pequeño de cuerpo, pero un pensador genial, aunque creo que sus contemporáneos no se dieron cuenta de su valía intelectual, de la grandeza de sus escritos en prosa, profunda teología; de la maravillosa estética de sus versos, no obstante lo menguado de su producción poética, aparentemente devota, pero poesía esencial. Santa Teresa, sí que intuyó su grandeza como director espiritual, su sabiduría, con el que pudo dialogar en sintonía mística y en afecto humano.
A Juan de la Cruz lo recuerdo en este día como un crítico de la religiosidad “popular” de su tiempo, que ha sobrevivido en la historia de la piedad supongo que con los mismos matices que en el siglo XVI. Que él nos ayude con su crítica sabia a corregir los desvíos del presente. Él, como enamorado de Dios, es promotor de una religiosidad esencial, interiorizada y traza un camino de purificación de las facultades del hombre en relación con Dios.
Es posible que los lectores del Santo quedarán fascinados por la belleza de los versos del Cantico Espiritual; admirados del camino que recorre el “creyente” en el proceso de búsqueda de Dios que los versos proponen; de la pregunta por el Dios escondido en su misterio y que no resuelven las voces muertas de las criaturas porque “no saben decirme lo que quiero”, lo mismo que el balbuceo del lenguaje humano. Solo en el decir misterioso de la fe, el caminante intuirá en esa “cristalina fuente” al Dios escondido y desconocido. También admirarán los misteriosos versos de la Llama de amor viva en la que el lenguaje humano enmudece, puro silencio admirativo del misterio más hondo del Dios cristiano que es Padre, Hijo y Espíritu Santo; y en esa “llama” todo el ser del hombre creyente se va transfigurando en el mismo Dios.
Recuerdo estas dos obras cumbres de la mística universal para que el lector comprenda hacia dónde encamina Juan de la Cruz al lector de su obra Subida del Monte Carmelo – Noche oscura del alma: hacia la transformación del hombre en el Dios revelado en el Cántico y la Llama. Y es esa “transformación” la que exige la “purificación” de las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad mediante el ejercicio de las tres virtudes teologales: fe. Esperanza y caridad. Juan de la Cruz, para purificar la voluntad, recurre al precepto del Deuteronomio: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fortaleza” (6, 5). Pues bien, “la fortaleza” del alma -escribe el Santo- “consiste en sus potencias, pasiones y apetitos”; y dedica muchas páginas de la Subida a purificar las “pasiones” que, según el filósofo Boecio, eran: “gozo, esperanza, temor y dolor” (Subida, 16, 1-2).
Inicia Juan de la Cruz el proceso para purificar el “gozo” en las cosas en las que el “espiritual” se puede “gozar” indebidamente y debe purificar con la virtud teologal de la caridad. Y encuentra que se puede “gozar” de los bienes “espirituales”, entre ellos, los objetos del culto: imágenes, oratorios, romerías, etc., que forman el entramado de la llamada “religiosidad popular”. Y es aquí donde Juan de la Cruz pone orden para que los fieles cristianos purifiquen sus actos de piedad con el ejercicio de la caridad teologal.
El esquema de purificación de las potencias del ser humano que propone Juan de la Cruz en la Subida-Noche hacen de la obra una de las construcciones mentales más poderosas de la mente humana y de los pensadores cristianos, la más original de todas y trata de una materia menos explicitada en la tradición espiritual. Es tan amplio el proyecto que el autor no fue capaz, o no quiso, completarlo. De las cuatro pasiones que se propuso purificar, solo lo hizo con el gozo; había previsto hacerlo con la esperanza, temor y dolor y no lo hizo, quizá cansado de las divisiones y subdivisiones que él proyectó. ¡Cuánto me hubiera gustado el tratamiento de las tres experiencias de la vida de los humanos!
Y lo más grandioso del proyecto purificador es que lo “cristianiza” con la presentación del Cristo crucificado en el Gólgota, modelo supremo del sacrificio de Cristo “abandonado” por el Padre en medio de los más espantosos tormentos; y en ese momento -escribe Juan de la Cruz- en el desamparo total del Padre, Cristo hizo “la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho […] que fue unir y reconciliar al género humano por gracia con Dios” (Subida, II, 7, 9-11. Leer todo).
Lo que me queda por decir es pura aplicación de lo escrito a la “religiosidad popular”, tan alejada a veces de la auténtica teología cristiana y de la que los santos a veces participaban acompañando a sus pueblos a mantener al menos las cenizas de la verdadera praxis del culto debido a Dios, a María y a los santos. Como el tema es amplio y la crítica es a veces dura, resumo su doctrina. Juan de la Cruz se fija sobre todo en algunas prácticas del pueblo católico que tienen más éxito que la celebración de la Eucaristía o los sacramentos.
Se refiere, por ejemplo, a los lugares del culto, iglesias y, mejor, los oratorios, capillas, públicos o privados, convertidos a veces en “camarines profanos”, adornados para alimentar el propio “gusto” no la devoción ni el recogimiento interior: él propone para orar los “lugares apacibles y solitarios”, los montes pelados de vegetación, etc. Escribe sobre las imágenes de Cristo, la Virgen o los santos y critica con rigor su uso porque, siendo mediaciones necesarias para la vida cristiana, algunos las visten y las convierten en “ornato de muñecas”, que es como “idolatrarlas”; también se refiere a las imágenes que se mueven o hablan y son “milagrosas”, pero dice que no lo son por “la hechura” sino por otras razones. Me parece que es más partidario de los “iconos” de las iglesias orientales cuando escribe que se escojan las imágenes “que más se conformen con lo divino que con lo humano”.
Finalmente, un juicio crítico de las fiestas religiosas a las que muchos van no por devoción, sino para “comer y beber”, para “holgar”, ver y ser vistos “más que para agradar a Dios”. Y a las “romerías” quiere que vayan por amor de Dios y no hacerlas “cuando va mucha turba” “porque vuelven más distraídos que fueron”. Ya salió el esencialista del santo Juan de la Cruz que quita el sabor “popular” y multitudinario de esos acontecimientos religiosos y populares.
(Se aconseja la lectura de la Subida del Monte Carmelo, libro III, caps. 35-44).