Toda espiritualidad echa mano del silencio. No hay espiritualidad sin silencio. En el silencio aparece el vacío y eso produce miedo. El vacío es el primer paisaje ‒necesario‒ para caminar por la vía del silencio.
1er paso: eliminar las voces inservibles
Lo primero es eliminar todas las voces que siempre llevo dentro; esas voces me acompañan cuando hago las compras o paseo; lo mismo si escucho música o veo la tele, cuando consulto Internet y cuando leo un libro; cuando realizo cualquier actividad (nadar, planchar, jugar, reír, llorar, enfadarme, perdonar, correr, ir al médico, visitar a amigos o familiares, orar, acompañar a un enfermo, dormir, soñar, conducir, viajar en coche, tren o avión, ir en bicicleta o a pie…), siempre, esas voces me acompañan: son dañinas al causar ruido interior. Única voz permitida: la conciencia. Todo lo demás sobra: ignorarlo, minimizarlo, desaparecerlo, eliminarlo. Voy al centro y me centro en el centro.
A modo de ejemplo
Intento estar en silencio interior: veo que es muy difícil; surgen voces (de Fulanita, de Menganito, de tal época de mi vida, de tal persona o tal otra); dejo que campen a sus anchas, pero no me centro en ninguna de ellas. Estoy un rato a solas conmigo mismo sin huir a hacer las cosas de siempre.
Me siento molesto al inicio. Intento mantener el silencio un cuarto de hora.
No puedo. Voy a empezar con 5 minutos al día.
Voy a buscar un momento oportuno; total, 5 minutos es una minucia…
Esto me enseñará a no huir si la cosa se me pone difícil al principio.
Vaya, no puedo ningún día. Lo consigo hacer, por fin, un día.
Pasan varios días sin poderlo hacer. Lo consigo otro día cualquiera.
Pasan más días. De pronto, otro día lo vuelvo a hacer. Ahora es más fácil.
Al inicio parece imposible, pero no es así, es solo una falsa impresión. Lo veo como una montaña (desde fuera) pero los que han pasado por ahí (desde dentro) lo ven como un paseo; como ver un volcán desde abajo o desde el cráter. Da miedo subir y la montaña es como hecha de miedo. Pero todo es espejismo, nadie me va a morder. En verdad, si hay una lucha encarnizada es conmigo mismo, nada más. Temo esa lucha, no me siento preparado ni seguro para ella. ¿La sabré ganar? Pero ¿acaso se trata de ganar o perder?
¿Qué importa eso? Da igual. Voy al campo de batalla (5 minutos) y observo cómo acaecen lucha y combate; como si lo viera desde la barrera.
Así, una vez tras otra. Hasta que ya no haya lucha y el combate acabe.
Me han dicho que esto del silencio son 4 pasos. Estoy en el primero.
Recuerdo cuando enseñé a caminar a mi hijo: fue poquito a poco.
Esto igual: tengo que ser niño, dejarme guiar, gatear, caminar…
Veo el volcán desde abajo.
En erupción es grandioso y formidable…
No hay que tenerle miedo.
No voy a pisar la lava.
No voy a deshacerme.
No he de luchar con nadie (qué alivio).
Pero es la lucha que más miedo da; hay que pasarla.
Tomo conciencia de mí mismo, me conozco tal cual soy:
– ni por encima (endiosamiento, vanagloria, soberbia…)
– ni por debajo (falsa humildad, baja autoestima…)
Lo que descubro en mi interior lo voy aceptando; poco a poco.
Lo asumo y me conozco; voy reconociendo cada parte, cada zona de mi ser.
Si no asumo, sobrevendrá lo de siempre (poblado de voces, lleno de ruidos y preocupado por esto y por aquello): ya lo conozco; no quiero volver a eso.
Necesito el silencio interior para poner orden y para entender(me).
2o paso: buscar, descubrir y mantener el silencio propio
Cada quien tiene su propio silencio. La persona humana está hecha de órganos, fluidos, tejidos, alma, espíritu y de algo llamado silencio. Cada persona ha de hallar su propio silencio (no es mistérico ni oculto ni telúrico ni extraterrestre ni extracorpóreo ni astral ni inhumano ni nada parecido; solo es silencio). El silencio está ahí. Como andamos normalmente rodeados de las voces ya dichas, no nos damos cuenta de la presencia de ese silencio. El primer paso es acallar y hacer desaparecer voces y ruidos que impiden captar el propio silencio. Y el segundo paso, al buscarlo, es descubrirlo y luego mantenerlo.
Este paso es el que más cuesta: porque no se ha hecho antes y se desconfía de la existencia de tal silencio. En caso de creer que existe el silencio propio, también se desconfía de su valor (¿para qué servirá si nunca hacemos caso de ello?, te puedes preguntar). Aquí muchos lo dejan por imposible; momento en que más gente huye porque no está acostumbrada. Hay que tener perseverancia, no temer.
Al creyente en Dios le digo: aunque ahí Dios esté ausente (no se note su presencia), en verdad te cuida; no has de temer. Nada temo porque tú vas conmigo (aunque yo no lo vea, pero creo firmemente en ello).
¿Caes al vacío sinsentido? No; hay que atreverse a ir a la experiencia.
Toda persona madura ha pasado por ahí. Los demás (son inmaduros aunque crean lo contrario), al no haber pasado por ahí y atravesado el puente, andan perdidos y preocupados por cosas; y normalmente callan (avergonzados, azorados) si alguien les pregunta «¿Eres feliz?».
Esto les pasa a muchas personas; no hay que martirizarse por ello: es algo típico. Las envuelve un halo de tristeza o nostalgia. Se logra disipar ese halo si se pasa por el puente del vacío y del estar solo consigo mismo. Es la única condición. Pero el vacío asusta y asusta el silencio. Pues no hay que asustarse; ¿acaso va a morderte el silencio? ¿Qué temes? ¿Que te plantee las grandes preguntas de la existencia? Bueno, en algún momento de tu vida habrás de responderlas, ¿no te parece? Hay que tener paciencia con ello, perseverar, ser constante, no asustarse, mantenerse inflexible en el silencio. Yendo a comprar o paseando por la calle solo; estando acompañado caminas en silencio interior y sonríes a las cosas exteriores; no vives fuera sino dentro; lo ves todo desde dentro: con gran perspectiva; ese momento te ofrece la sabiduría de las cosas pequeñas. Por ahí se empieza. Aprendes que todo es pasajero: un día me moriré y esa otra persona también; todos nos moriremos algún día (no el mismo día, claro) pues todos somos pasajeros y peregrinos en este mundo; todo empieza y todo acaba; el tiempo pasa. ¿Y yo? ¿No me entero (por la algarabía de las voces) y vivo como si todo esto no ocurriera? ¿O me entero de todo y tomo partido consciente, responsable, de mi existencia?
Ese es ya un fruto primerizo del silencio interior, del vacío que asustaba al principio, pero que no se convierte en abismo de muerte sino en un modo de ‘viajar’ la vida. Peregrino, peregrinos. Pasamos del temor a la confianza.
3er paso: repoblar el silencio
El 1er paso era echar de casa las voces inservibles; voces pobladoras aprovechonas de nuestro interior; era necesario echarlas, limpiar la casa, dejarla vacía y, gracias al vacío, descubrir el silencio (2o paso). Una vez descubierto el silencio, mantenido y comenzado a disfrutar, hay que reamueblar el interior, redecorarlo, rediseñarlo… Todo nuevo.
Se trata de un proceso de repoblación (como en un lugar geográfico, que en nuestro caso es un lugar interior, no físico pero existente).
¿Cómo se repuebla un lugar? Atrayendo a nuevos pobladores. Y quizá a antiguos pobladores que marcharon en el pasado. Hay emigración y hay inmigración. Nuevos y antiguos. Todo junto; todo reunido; todo nuevo. Nueva población, nueva denominación, nueva historia…
Muy bien. ¿Y cómo se traduce eso en algo no físico ni tangible? Pues revisando la propia historia, el ciclo de mi existencia: desde antes de nacer al momento presente, teniendo en cuenta el futuro por-venir…
Echando la vista atrás, me voy percatando de que nunca estuve solo; cierto: algunos me han acompañado en el correr del tiempo. Empiezo a poner rostro a esas personas; me reconforta el recuerdo de cada una de ellas (algunas ya difuntas: poblaron mi infancia, adolescencia, juventud, adultez…; me transmitieron/inspiraron silencio; tal vez no lo supe entonces y lo voy viendo ahora). Mi interior, ahora limpio y en orden, empieza a repoblarse de personas, contenidos, experiencias.
Mirando la experiencia bíblica del pueblo de Israel, podríamos leer el texto del Libro del Deuteronomio (capítulo 32, versículos 7 al 12):
Acuérdate de los días remotos,
considera las edades pretéritas,
pregunta a tu padre, y te lo contará,
a tus ancianos, y te lo dirán:
Cuando el Altísimo daba a cada pueblo su heredad
y distribuía a los hijos de Adán,
trazando las fronteras de las naciones,
según el número de los hijos de Dios,
la porción del Señor fue su pueblo,
Jacob fue el lote de su heredad.
Lo encontró en una tierra desierta,
en una soledad poblada de aullidos:
lo rodeó, cuidando de él,
lo guardó como a las niñas de sus ojos.
Como el águila incita a su nidada,
revolando sobre los polluelos,
así extendió sus alas, los tomó
y los llevó sobre sus plumas.
El Señor solo los condujo,
no hubo dioses extraños con él.
Texto destacado: Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos. Exactamente acaece así antes del paso primero. Nuestro interior es como una soledad poblada de aullidos; y no nos enteramos… Había que echar a los lobos que aullaban. Y poco a poco lo conseguimos. Primer paso hecho. Nos quedamos, entonces, en soledad; sin aullidos pero todo soledad; y daba un poco de miedo. Por eso el segundo paso era tomar conciencia del silencio propio y no tenerle miedo, sino acostumbrarse a él con paciencia y perseverancia. Segundo paso hecho. ¿Y ahora? El tercer paso, la repoblación, ocurre lentamente, como lentamente pasamos las páginas de un álbum de fotos familiar o de amigos: al ver cada foto nos recreamos en ella, en el momento que quedó inmortalizado, en las personas y las cosas que aparecen… Igual ocurre con la repoblación del silencio interior: poco a poco a fuego lento, van poblando nuevo espacio personas, situaciones, aprendizajes, momentos de sabiduría, luces internas, destellos del sol mañanero, cantos de pajarillos al cesar la lluvia vespertina, oler tierra mojada, ese chiste bien gracioso, la sonrisa enternecedora del amigo al verme triste y cabizbajo, la caricia recibida en el momento justo, el fracaso que me aportó una gran enseñanza, una enfermedad (propia, ajena) no entendida entonces y que va cobrando sentido, la pérdida de alguien cercano que dolió infinito sin saber qué hacer o decir y que ahora acepto en paz y agradecimiento por lo vivido (sin osar alargar el tiempo de vida, asumiendo la finitud); cosas grandes y pequeñas…
Es un proceso largo, maravillosamente largo. Todo va cobrando sentido. A su tiempo, a su medida, en su momento. Todo. Poco a poco. Todo.
Te vas fortaleciendo. Te ves una persona fortalecida, reconstruida.
Te sorprendes de lo maravillosa que es la vida. Todo es maravilloso.
Entiendes eso de ‘las mediaciones’: es decir, las personas (hay quien las denomina ‘ángeles de carne y hueso’) que te han transmitido el bien, que te han hecho el bien (mucho, bastante o un poco de bien) y por medio de ellas, juntando todos los cachitos de bien, te orientas al bien supremo o al mayor bien. Para los creyentes es Dios: personal, íntimo, transformante…
Pero también te das cuenta de que has de hacer algo con todo lo negativo, lo malo, todas las heridas, incomprensiones, paradojas, pecados, todo eso que no sabes qué hacer con ello ni dónde meterlo… ¿Hacer o dejarse hacer? Captas que va a ir ganando terreno lo pasivo por encima de lo activo y que has de dejarte hacer (sanar) para poder renacer, reconstruir, resucitar…
Vas teniendo la certeza (acientífica pero segura, muy segura) de que eres una persona que no está sola (aunque estés físicamente sola). Resulta que estás acompañada. Siempre acompañada. De día y de noche. Siempre.
Estás poblada, habitada. Y no de aullidos. Sin voces. Con rostros. Con vida.
Te has repoblado. Has repoblado tu silencio. Y te gozas en ello.
Es para gozarse. Y compartirlo. Y volverse a gozar.
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Un ínter-paso o evolución: de lo terreno-temporal… a lo espiritual-eterno; de lo pasajero… a lo permanente; de lo humano… a lo divino; así, con todo…
Recordando a san Pablo: tu interior está poblado por el Espíritu, que clama Abbá (Padre) y todo va cobrando sentido (Dios aún no ha hecho presencia).
Entonces ya sales a la calle como más robusta por dentro, ya no te afectan las cosas tan sensiblemente como antes: si antes llorabas por cualquier cosa profunda que podías oír, ahora no lloras igual, te puedes emocionar y te sale la lágrima, pero ya no es de amargura o de nostalgia, sino de pequeña o gran felicidad porque reconoces en eso la presencia, la presencia del que nos da sentido a la vida y a las cosas y a las personas y como vas estando habitada de todo ello, cualquier cosa que te resuene desde fuera y te reenvíe interiormente o te recuerde interiormente a ello, entonces te emocionas porque dices: «Exacto, eso es, muy bien…».
Efectos del 3er paso
Ya estás dispuesta a la presencia: has vivido y soportado la ausencia, el estar primero contigo sola y luego el estar con los demás (con el espíritu de los demás ‒sin estar ellos presentes‒) sola también.
Aquí ‒gran momento‒ se hace presente Dios, con su misericordia…
Acuden o aparecen algunos dones (por ejemplo, el don de lágrimas)…
Reconoces la presencia de Dios: lloras de alegría, de emoción…
Acoges la presencia con gratuidad y con gratitud…
Y pasas
– del exterior al interior
– del pasado al presente
– de lo activo a lo pasivo
– del presente al porvenir
– del hacer al dejarte hacer
– de lo pequeño a lo inmenso
– de lo caduco y finito a lo infinito
– de la meditación a la contemplación ……………… de la palabra al silencio
– de lo vulnerable a lo invulnerable
– de la humildad al ensalzamiento
– de la poca cosa a la grandeza
– de la gota de agua a la lluvia
– del perdón a la misericordia
– de la ley a la compasión
– de la prosa a la poesía
– del rezo a la oración
espacio transformado
sin comas ni puntos
no lo haces tú
Él lo hace en ti
le reconoces
le recibes
gracias
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4o paso: la personalización de la fe
Todo lo vivido y ya descrito en trazos generales propicia lo siguiente:
– tu fe se hace robusta e inmutable, de modo que vienen tormentas y maremotos, pero te mantienes firme, cual casa edificada en roca;
– las cosas que vas viviendo interiormente a partir de entonces van colocándose ordenadamente en tu interior (y eres consciente de ello);
– tú puedes orientar o apoyar a otros, ya que tú para entonces eres como un pilar de apoyo para los demás (así como tú te apoyaste en otros cuando eras niña, adolescente, joven…): te atreviste a hacer el proceso (los tres pasos anteriores) y por eso lo puedes relatar a otros para que puedan recorrer el mismo camino, cada cual según su vida y sus circunstancias (caminos diferentes, con colores diversos, con notas y acentos dispares…, pero todos ellos caminos al fin y al cabo: no estáticos, no fuera del camino, sino dentro del camino, activos, en la esperanza de llegar a feliz fin, con sentido de la vida y plenitud).
Es un camino de fuertes, no de blandos; pero sí de vulnerables, sí de humildes. Ay, el humilde es más fuerte que el bravucón y fortachón. El vulnerable (se sabe tal) es más duro (de piel más resistente) que el que se cree invencible e intocable. Más es menos y menos es más.
Dicho en un juego de palabras:
más vale segura inseguridad que insegura seguridad.
La segura (por entrar en la vía del Espíritu) inseguridad (lo espiritual es inseguro porque es intangible y porque siempre es sorprendente), que la insegura seguridad que se ofrece en el mundo de lo tangible (tener trabajo, casa, familia, amigos, ocio, bienestar): aparentemente te da seguridad, sí, pero es totalmente insegura. Ejemplo: aparece un virus y todo desaparece. En cambio, la segura inseguridad de andar desde dentro (y no desde fuera) hace que todo se pase con alegría o con confianza, aunque uno pueda a veces preocuparse. Si está en las manos de Dios, ¿qué ha de temer? Pero si no descubrió su silencio interior (porque vive desde fuera y para fuera), entonces puede estar en el punto álgido económico, en el mejor momento del mercado, de la familia, todo va perfectamente bien… y está más vacío que nunca porque no halla consuelo ni alegría real y duradera en todo ello…
Esa es la paradoja de la vida: hay que optar por lo inseguro desde la seguridad que da el interior… y el resto ya irá llegando poco a poco. Mejor estar abiertos a la aventura sorprendente del Espíritu: la vida cobra sabor, sentido pleno, totalizante, generoso, colmado, rebosado.
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Por último, un aviso: el silencio no es fin en sí mismo sino herramienta o medio o pasaje o (personificado) compañero de viaje. Medio, no fin.
El silencio me enseña que lo que veo, oigo, toco, gusto, huelo, digo, pienso, sueño… no es lo único que existe; hay mucho más: un jardín maravilloso, un huerto frondoso, con paisajes y manjares exquisitos; solo hay que descubrir, probar, compartir, difundir… desde mi Silencio.
(Fin.)
(Sinfín)
Ignacio Husillos Tamarit, ocd